A mis padres
Luis y Rosa
Tesoros
DURANTE las vacaciones escolares fui a pedir trabajo como reportero a El Clarín del Bajío, el periódico de mi pueblo. El jefe de redacción fue muy amable, pero me dijo que en ese momento todos los puestos estaban ocupados. Sin embargo, me hizo una propuesta: si yo le llevaba un artículo interesante y sin faltas de ortografía, con gusto lo publicaba.
Como había decidido convertirme en periodista, acepté la oferta y comencé a pensar en algún tema. Entonces recordé a don Nicolás, un viejito que vivía cerca de mi casa y que, según algunos vecinos, cuando era joven recorrió casi todo el país buscando tesoros enterrados. Me pareció buena idea entrevistarlo y escribir un artículo sobre sus aventuras.
Esa misma tarde fui a verlo. Lo encontré sentado en el zaguán de su casa tomando el sol.
Tenía casi cien años y apenas podía ver. Cuando le expliqué el motivo de mi visita se emocionó y dijo que estaría feliz de contarme algo de su vida. Pasamos a la sala y de inmediato le pregunté sobre los tesoros que había encontrado.
—Bueno, tesoros, lo que se dice tesoros, nunca encontré ninguno –admitió.
Su respuesta me sorprendió, pero supuse que don Nicolás intentaba hacerse el interesante.
—Algo habrá usted encontrado –insistí.
—Poca cosa. Una vez hallé un par de figuritas de barro, me parece que eran aztecas, y en otra ocasión encontré una pequeña cruz de bronce.
—¿Nada más?
—Tenía un detector de metales, pero jamás localicé ninguna pieza de oro o plata, sólo herraduras de caballo y clavos oxidados.
Al escuchar eso me di cuenta de que estaba perdiendo mi tiempo. Con esa información no lograría escribir un artículo digno de ser publicado. ¿A quién le iba a interesar la historia de un buscador de tesoros que jamás había encontrado un verdadero tesoro? Miré a mi alrededor; la casa del viejito era bastante humilde. Si hubiera desenterrado alguna vez algo valioso no viviría en un lugar tan pobre.
Mientras intentaba pensar en una buena excusa para retirarme, don Nicolás sacó su pipa y comenzó a llenarla de tabaco con sus dedos huesudos.
—Y sin embargo no me arrepiento –explicó–, durante mis viajes encontré cosas más valiosas que cualquier tesoro enterrado.
—Discúlpeme, don Nicolás –comencé a decir–, acabo de recordar que tengo una cita importantísima…
Él pareció no escucharme.
—Viajé por todo México y conocí a muchas personas interesantes. Además, viví aventuras extraordinarias, experiencias increíbles. Recuerdo una vez…
Entonces don Nicolás narró la siguiente anécdota, la cual ocurrió hace muchos años, cuando era joven y fue a Quintana Roo para buscar tesoros. Él había escuchado muchas leyendas sobre los mayas y sobre la riqueza que podía encontrarse en las tumbas de sus sacerdotes y gobernantes. En aquella época en esa zona no existían grandes carreteras ni hoteles ni turistas. La Revolución acababa de terminar y aún quedaban muchos lugares poco explorados en ese estado.
Nicolás (en aquel entonces todavía no usaba el “don”) había planeado internarse a caballo en la selva guiado sólo por un mapa, una brújula alemana y el gran deseo de hacerse rico. Quería llegar a un sitio conocido como Nohoch-Mul, muy cerca de los límites con Yucatán. Según la leyenda, allí se alzaba una gran pirámide y dentro de ella, en unos pasadizos secretos, había oro y piedras preciosas.
Cabalgó durante un día entero por pequeñas veredas que se internaban en la espesura, hasta que se dio cuenta de que se había perdido. Al anochecer llegó a una pequeña choza donde vivía una familia de campesinos, la cual le dio refugio y comida a él y a su caballo. Eran personas sencillas que lo hicieron sentir muy a gusto. Les contó que estaba buscando una pirámide que, según había oído, se encontraba cerca. Ellos respondieron que, en efecto, existía una pirámide, pero bastante lejos. Además era difícil llegar, pues no existían buenos caminos y la selva era, a veces, muy traicionera. Mucha gente había perecido en ella.
Dando muestras de gran generosidad, el padre le ofreció que al día siguiente uno de sus hijos lo conduciría con gusto hasta la pirámide. Nicolás estaba muy agradecido y quiso compensar al hombre con algunas monedas, pero él no las aceptó.
Lo despertaron en la madrugada. Faltaba mucho para la salida del sol; sin embargo, era necesario partir a esa hora pues el camino era largo y sólo así lograrían llegar a su destino antes del anochecer. Nicolás salió de la choza. Una suave neblina ocultaba el paisaje. Afuera lo esperaba su anfitrión, quien le presentó a su hijo. Era un niño moreno que no aparentaba más de siete u ocho años. Llevaba un enorme sombrero de palma y vestía un atuendo de manta demasiado grande para él.
—¿Está seguro de que una criatura tan pequeña resistirá el largo viaje? –preguntó Nicolás.
—Pierda usted cuidado –respondió el padre– mi hijo Chaltún no es tan pequeño como parece. Además, conoce muy bien el camino.
Nicolás no estaba muy convencido, pero prefirió no discutir. Subió a su caballo y siguió a Chaltún, quien encabezaba la marcha montado en un burrito color canela. Avanzaron en medio de la selva durante un par de horas. El día comenzó a clarear y muy pronto el bullicio de las aves y los insectos se volvió ensordecedor. En un recodo del camino, el niño se volvió para mostrarle una serpiente verde esmeralda enroscada en la rama de un árbol.
Nicolás pudo comprobar que el papá de Chaltún tenía razón: el niño no era tan pequeño como él había creído en un principio. Viéndolo bien, lucía como un muchacho de doce años.
Alrededor del mediodía Nicolás comenzó a sentirse mal. Sudaba copiosamente y la cabeza le dolía cada vez más. En ese momento no lo sabía, pero días antes lo habían picado mosquitos portadores del paludismo. Cuando se detuvieron a comer, experimentó náuseas y no quiso probar bocado pese a la insistencia de Chaltún, quien en ese momento ya no parecía el mismo. Nicolás pensó que la fiebre le estaba nublando la vista y el entendimiento, pues ahora tenía ante sí a un adolescente alto y vigoroso cuyas ropas le quedaban chicas.
Poco a poco el malestar aumentó. Sentía la cabeza a punto de estallar y los ojos le punzaban. Sin embargo, no quiso dar marcha atrás. Por nada del mundo se daría por vencido; estaba decidido a llegar a la pirámide a cualquier precio. No permitiría que una simple enfermedad tropical lo privara de su tesoro.
Mientras pensaba en esto, un hombre moreno y de bigote, cuyo rostro le resultaba conocido se le acercó con unas hierbas en la mano.
—Mastica esto: te bajará la fiebre.
—Muchas gracias –dijo Nicolás y se llevó las hierbas a la boca– pero, dime, ¿quién eres?
—Soy Chaltún. ¿Acaso no me reconoces?
El hombre montó en el burro y ambos reemprendieron la marcha.
Tras mucho cabalgar, por fin apareció ante ellos la pirámide. Era un edificio majestuoso pese a estar en ruinas y cubierto de vegetación. Su larga escalinata de piedra conducía hasta lo que parecía ser un pequeño templo situado en la cima. Nicolás quiso subir, pero le fallaron las fuerzas. Estaba muy cansado y se recostó sobre uno de los escalones.
No supo cuánto tiempo durmió, pero al despertar casi era de noche. Aunque aún se sentía indispuesto y débil, ya no experimentó mayor malestar, y las náuseas habían desaparecido casi por completo. Cerca de allí el caballo y el burrito pastaban tranquilamente.
Se puso de pie. Una serie de imágenes confusas y extrañas se agitaron en su cerebro mientras intentaba reconstruir los sucesos de la jornada. Entonces recordó a su guía.
—¡Chaltún! –gritó– ¿dónde estás?
—Aquí arriba –le contestó una voz.
—¿Pero qué significa esto? –preguntó después de leerlas.
—Es mi artículo.
—Esto no es un artículo, muchacho; es pura fantasía. El periodismo consiste en escribir sobre sucesos reales y lo que aquí pusiste no lo es.
—Claro que lo es –afirmé muy serio, aunque en realidad no tenía forma de saberlo.
Él sonrió y me dijo que desde hacía tiempo había pensado abrir una sección literaria en el periódico y que mi historia podría publicarse allí. También me dijo que si tenía otras se las llevara.
A partir de entonces, y hasta el día de su muerte, casi diario visité a don Nicolás para escuchar sus anécdotas. Al salir de su casa regresaba corriendo a la mía para pasarlas a máquina y luego –también corriendo– las llevaba al periódico. Gracias a él y a sus historias, siempre inesperadas y sorprendentes, poco a poco abandoné mi proyecto de ser periodista y me convertí en lo que soy ahora: escritor.