Índice
Cubierta
Portadilla
El oscuro invierno
Prólogo
Primera parte
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Segunda parte
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Tercera parte
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Cuarta parte
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Epílogo
Agradecimientos
Notas
Créditos
A mis abuelos, narradores inigualables todos ellos.
La cualidad de la compasión no es forzada,
Cae como la suave lluvia del cielo
Sobre la tierra que hay debajo. Es doblemente bendita:
Bendice a quien la da y a quien la recibe.
William Shakespeare, El mercader de Venecia
El anciano alza la vista y por un instante es como si estuviera mirando por el extremo equivocado de un telescopio. La periodista está a cuarenta años de distancia.
–¿Señor Stein? –dice apoyando una mano tierna y cálida sobre su rodilla huesuda–. ¿Podría usted compartir con nosotros sus recuerdos de aquel momento?
Le cuesta un esfuerzo de la voluntad casi físico retornar al presente. Parpadea. Con el miedo propio de los ancianos a perder sus recuerdos se dice a sí mismo que debe ponerlos en orden.
«Todavía estás aquí», piensa. «Sigues vivo.»
–¿Señor Stein? ¿Fred?
«Estás vivo», se repite. El superpetrolero Carla. A setenta millas de la costa islandesa. Una última entrevista en la cocina del barco, con su tufo a fritanga y a café requemado, su olor a gasóleo y las ráfagas de agua de mar. El rumor sordo y profundo de las voces de hombres sin asear y la lana húmeda.
Tantos recuerdos…
Parpadea otra vez. Se está convirtiendo en un hábito. «Deberían brotar las lágrimas», piensa. Esto merece algunas lágrimas.
Ahora se fija en ella. Sentada hacia delante en una silla de respaldo duro como un yóquey sobre un caballo. Sujetando un micrófono ante él como una niña que le ofreciera un lametón de su pirulí.
Cierra los ojos y el recuerdo le golpea como el embate de una ola.
Por un momento vuelve a ser un hombre joven, al comienzo de un turno de dieciocho horas, poniéndose un jersey apelmazado por la viscosidad y las tripas de los peces. Cuando no está llenándose la barriga de gachas de avena, rodea con las manos una taza de té para calentárselas. Le duelen. Trata de convencerse de que esas manos son suyas. Oye la voz del patrón. La urgencia de sus gritos. Balancea el gancho. Voltea el hacha. Tratando de romper el hielo. Haciendo saltar trozos que te podían atravesar el cráneo si no contabas con unos pies ágiles. Siente que el barco comienza a irse…
–El sonido del viento –dice, y en el bolsillo de su abrigo siente cómo sus dedos hacen el signo de la cruz sobre la superficie suave y sedosa del paquete de Benson & Hedges. Es una vieja costumbre, residuo de su educación católica.
–¿Podría describírnoslo?
–Era como estar en una casa en medio de un páramo pelado –explica cerrando un ojo–. El viento soplaba por todos lados. Aullaba. Rugía. Batía. Era como si fuera a abalanzarse sobre nosotros. Yo vibraba con él. Como uno de esos diapasones. Podía sentir las vibraciones acercarse por la cubierta y estaba paralizado, petrificado en aquel maldito espacio.
La periodista asiente al operador de cámara y le indica que siga filmando. Este amable anciano, con su traje de tienda de beneficencia y su corbata de los Hull Kingston Rovers, vale el dinero que cuesta. Además, considerando la situación, lo está haciendo bastante bien. Soporta el frío y mantiene el equilibrio en el barco mejor que ella. Y su constitución física es también mejor. Ella apenas ha comido desde que tropezaron con ese frente meteorológico, y no ayuda nada que en ese supuesto superpetrolero el único sitio suficientemente amplio para ella, el cámara y el brazo del micrófono sea la cocina grasienta y salpicada de restos de comida. La galera, se corrige a sí misma, con la meticulosidad del periodista.
–Por favor, siga, señor Stein.
–Para ser sinceros, querida, eran las botas –dice el anciano, apartando la mirada–. Las botas de mis compañeros. Podía oírlas en la cubierta. Chirriaban. La goma sonaba sobre la madera. Nunca lo había oído antes. Ocho años en barcos de arrastre y jamás había oído el ruido de esas pisadas. Al menos no por encima del de los motores y generadores. Pero aquella noche lo oí. El viento amainó el tiempo suficiente para que pudiera oírlos correr. O algo parecido. Maldito cabrón. Era como si estuviera acumulando fuerzas para asestar los golpes que aún estaban por llegar. Y allí estaba yo pensando: «Puedo oír sus botas». Y cuarenta años después eso es lo que recuerdo. Sus puñeteras botas. No puedo soportar oírlas ahora. No salgo cuando llueve. Oigo el chirrido de una bota sobre una superficie mojada y se me doblan las rodillas. Ni siquiera puedo pensar en ellas. De eso es de lo que no estaba seguro en este viaje. No son las olas. Ni el mal tiempo. Es la idea de oír el ruido de unas botas de goma sobre una cubierta húmeda y sentir como si aquello nunca hubiera terminado…
La periodista asiente. Caroline. Treinta y tantos. Grandes pendientes de madera y el pelo como el de un chico de nueve años. Nada especial a primera vista, pero segura de sí misma y más lista que el hambre. Maquillaje de presentadora. Acento de Londres y hasta tres anillos, al menos uno caro, en unos dedos cuyas uñas bien arregladas al inicio del viaje comienzan ahora a desconcharse y mostrar parches.
–Entonces arreció de nuevo –dice–. Era como si estuvieras en un cobertizo de hojalata y alguien lo golpeara con una paleta de críquet. Peor que eso. Como estar en la pista de un aeropuerto con cientos de aviones despegando. Las olas comenzaron a embestir contra nosotros. El agua pulverizada se convertía en hielo al contacto con el aire y era como si un millón de agujas te apuñalaran al mismo tiempo. Sentía un dolor insoportable en la cara y las manos. Pensé que las orejas se me iban a incrustar en la cabeza. Estaba entumecido. No podía tenerme en pie. No podía dar un paso en la dirección deseada. Me tambaleaba por la cubierta, me golpeaba. Una maldita bola de pinball, eso es lo que era. Rodando de acá para allá a la espera de que todo acabara. Debí de romperme varios huesos en aquellos momentos, pero no recuerdo que me doliera. Era como si mis sentidos no fueran capaces de asimilarlo todo. Solo había ruido y frío. Y la sensación de que el aire se desgarraba.
«Está contenta», piensa. Le encanta esto. Y él también se siente orgulloso de sí mismo. Hace cuarenta años que no cuenta esa historia sin una pinta de cerveza delante, y la taza de té que agarra con una mano rolliza, sonrosada como el mármol, se le ha quedado fría sin habérsela llevado a los labios ni una sola vez.
–¿Y cuándo se dio la orden de abandonar el barco?
–Es todo muy confuso. Estaba tan oscuro. Nada más chocar con las rocas, las luces se apagaron. ¿Ha visto usted alguna vez la nieve y el agua pulverizada del mar en la oscuridad? Es como estar dentro de un televisor estropeado. Y no te puedes mantener en pie. No hay forma de orientarse…
Se lleva la mano a la mejilla. Atrapa una lágrima. La observa, posada allí sobre un nudillo roto y agrietado. Hace años que no ve sus propias lágrimas. Desde que murió su mujer. Entonces también le habían sorprendido. Después del funeral. Después del velatorio. Después de que todos se hubieran ido y él se quedara recogiendo los platos y tirando las sobras al cubo de la basura. Las lágrimas habían aparecido como si alguien hubiera abierto una compuerta. Las había derramado durante tanto rato que al final acabó riéndose, asombrado de sí mismo, de pie frente al fregadero, imaginando que tenía un grifo en cada uno de los orificios de la nariz: vaciándose del océano que había abandonado por ella.
–Señor Stein…
–Dejémoslo aquí, querida. Hagamos un descanso, ¿de acuerdo?
Su voz aún es áspera. Los cigarrillos liados y la cerveza amarga. Pero de repente parece que tiembla. Tiembla dentro de su traje de mangas brillantes y rodillas desgastadas. Y también suda.
Caroline está a punto de protestar. De decirle que es por eso por lo que están allí. Que cualquier muestra de emoción contribuirá a que los espectadores entiendan lo profundamente afectado que está. Pero decide callarse al darse cuenta de que eso sonaría como si le estuviera diciendo a un hombre de sesenta y tres años que llorara como un niño para la cámara.
–Mañana, querida. Después de lo que esté previsto.
–De acuerdo –dice, e indica al cámara que deje de filmar–. Sabe lo que vamos a hacer, ¿no?
–Estoy seguro de que usted me tendrá al tanto.
–Bueno, el capitán ha accedido a concedernos una hora en el lugar donde se hundieron. No será fácil, y las condiciones meteorológicas no van a ayudar, pero tendremos tiempo para la ceremonia. Abríguese, ¿de acuerdo? Tal como dijimos, habrá una sencilla corona y una placa. Le filmaremos junto a la borda cuando pasemos por allí.
–Muy bien, querida –dice, y su voz no parece la misma. Suena como un chirrido. Como la suela de una bota de goma sobre madera mojada.
Siente una opresión repentina en el pecho. Le dedica la mejor sonrisa de anciano venerable que puede esbozar y dice «buenas noches», ignorando las protestas de sus rodillas mientras se levanta de la silla de respaldo duro y da tres pasos inseguros hacia la puerta abierta. Sale con esfuerzo al estrecho corredor y camina, más deprisa de lo que lo ha hecho en muchos años, hacia la cubierta. Un miembro de la tripulación se acerca por el otro lado. Le saluda con una sonrisa y se pega a la pared para dejarle paso. Murmura algo en islandés y le ofrece una mueca burlona, pero Fred no puede sacar fuerzas para recordar un idioma que no habla hace décadas y el ruido que articula al cruzarse con el tipo del mono naranja es poco más que una tos flemosa.
No puede respirar. Le duele un brazo y los hombros.
Entre toses y jadeos avanza a trompicones por la cubierta, como un pez al salir de una red de arrastre, y, cerrando los ojos con fuerza, trata de llenar sus pulmones de un aire helado y turbulento.
La cubierta está desierta. A su espalda se alza la montaña artificial de contenedores que el supercarguero desembarcará dentro de tres días. Al mirar hacia proa ve el fulgor de los pequeños cuadrados amarillos procedentes del puente. Unas lámparas halógenas dibujan círculos de pálida luz sobre la superficie verde y gomosa de la cubierta.
Concentra la mirada en las aguas. Se pregunta qué aspecto tendrán ahora sus compañeros. Si sus esqueletos estarán intactos o la agitación del mar los habrá despedazado y entremezclado. Si las piernas de Georgie Blanchard se habrán trabado con las de Archie Cartwright. La pareja nunca se llevó bien.
Se pregunta cómo estaría su propio cadáver.
Baja la cabeza mientras medita cómo ha desperdiciado cuarenta años regalados.
Se mete la mano en el bolsillo y saca sus cigarrillos. Han pasado muchos años desde la última vez que tuvo que encender una cerilla con un viento de fuerza 5, pero recuerda el arte de proteger la llama con la palma de la mano y aspirar con rapidez el humo del cigarrillo. Apoya la espalda en la regala y mira alrededor intentado serenar sus pensamientos. Contempla la silueta ajironada de la luna, segada bajo una tira de nubes. Observa los rizos blancos sobre el agua negra mientras el carguero surca el mar profundo.
«¿Por qué tú, Fred? ¿Por qué regresaste tú cuando los demás no lo hicieron? ¿Por qué…?»
Fred nunca acaba su pensamiento. Nunca termina el cigarrillo. Nunca consigue arrojar la corona, dejar caer la placa y decir adiós a sus dieciocho compañeros de tripulación que no consiguieron regresar vivos.
Por un momento parece como si el barco hubiera encallado. Es empujado con fuerza hacia delante. Se estrella contra la borda, dándose un golpe que le vacía de aire los pulmones, y una costilla astillada atraviesa la piel de su pecho. La sangre brota de sus labios y se le doblan las piernas. Se desploma hasta caer de rodillas y luego se derrumba sobre el abdomen mientras sus manos se deslizan por la cubierta mojada. La costilla dañada se rompe al impactar contra el suelo y una sangrienta agonía se abre paso en su interior, sacándole de su aturdimiento el tiempo suficiente para abrir los ojos.
Intenta levantarse. Pedir ayuda.
Y entonces unos fuertes brazos le arrancan del suelo como si fuera un trozo de bacalao que se desmenuza sobre una pala de pescado. Por un instante, apenas un segundo, mira a su atacante a los ojos.
Luego, percibe la sensación de fuga. De un apresurado y torpe descenso. De una ráfaga de aire helado. Del viento en los oídos y el agua en la espalda.
Un golpe seco.
El impacto le machaca los huesos y le aplasta los pulmones contra la cubierta de un pequeño bote de madera que se balancea sobre un agua color cerveza.
Sus ojos, abiertos con dolor a intervalos, permiten a sus embotados sentidos un atisbo de la desaparición del barco. Siente el vaivén, el balanceo de un insignificante bote salvavidas en un océano gigantesco.
Está demasiado cansado para convertir sus recuerdos en imágenes, pero mientras el frío le envuelve y la luna parece desvanecerse tiene un vago recuerdo de algo familiar.
De haber pasado por esto antes.
14:14 horas, plaza de la Santísima Trinidad. Quince días antes de Navidad.
El aire huele a nieve. Sabe a nieve. Ese fuerte regusto metálico, una sensación al fondo de la garganta. Frío y mentol. Cobre, quizás.
McAvoy respira hondo. Se llena de ese aire de Yorkshire, helado y complejo, sazonado con la sal y el rocío marino de la costa, el humo de las refinerías de petróleo, el cacao tostado de la fábrica de chocolate, el olor acre del forraje descargado en los muelles esta mañana, los cigarrillos y las fritangas de una población en declive y una ciudad de capa caída.
Esta.
Hull.
Su hogar.
McAvoy mira al cielo, veteado de nubes deshilachadas.
Frío como una tumba.
Busca el sol. Mueve la cabeza de acá para allá tratando de encontrar el foco de luz brillante y acuosa que inunda esta plaza del mercado y ensombrece las lunas de los cafés y los pubs que rodean la animada piazza. Sonríe al encontrarlo, a salvo detrás de la iglesia, colgado del cielo como una placa de latón: oculto tras la imponente aguja y su sudario de lona y andamios.
–Más, papá. Más.
McAvoy baja la mirada. Hace una mueca a su hijo.
–Perdona. Estaba pensando en otra cosa.
Levanta el tenedor y deposita otra porción de tarta de chocolate en la boca sonriente del niño, completamente abierta. Observa cómo mastica y traga antes de volver a abrirla como un polluelo a la espera de una lombriz.
–Eso es lo que eres –dice McAvoy con una sonrisa al pensar que a Finlay la descripción le parecerá divertida–. Un pajarito pidiendo lombrices.
–Pío, pío –bromea Finlay agitando los brazos como si fueran alas–. Más lombrices.
McAvoy ríe y mientras rebaña la tarta que queda en el plato se inclina hacia delante y besa la cabeza del niño. No consigue disfrutar del delicioso olor a champú en el cabello de su hijo porque Fin va abrigado con un gorro de lana con borla y un forro polar. Está tentado de quitarle el gorro y aspirar profundamente el olor a hierba recién cortada y a panal de abejas que asocia con el greñudo pelo rojo de su hijo, pero en la terraza de ese café de moda, con sus mesas plateadas y sus sillas metálicas, hace un frío gélido y se contenta con acariciar la barbilla del chaval y gozar de su sonrisa.
–¿Cuándo vuelve mamá? –pregunta el chico, limpiándose la cara con un pico de la servilleta de papel y relamiéndose de un modo simpático con la lengua manchada de chocolate.
–No tardará –responde McAvoy mirando su reloj de manera instintiva–. Está buscando premios para papá.
–¿Premios? ¿Por qué?
–Por ser bueno.
–¿Cómo yo?
–Sí, como tú.
McAvoy se inclina hacia delante.
–Yo he sido muy bueno. Papá Noel me va a traer montones de regalos. Montones y montones.
McAvoy sonríe. Su hijo tiene razón. Cuando llegue Navidad, dentro de dos semanas, Fin encontrará el equivalente al sueldo de un mes empaquetado y envuelto bajo el espumillón rojo y las ramas plateadas del árbol artificial. La mitad del cuarto de estar de su adosado vulgar y corriente, una construcción nueva al norte de la ciudad, se llenará de balones de fútbol, ropa y figuras de superhéroes. Las compras empezaron en junio, justo antes de que Roisin supiera que estaba otra vez embarazada. No se pueden permitir lo que llevan gastado. Ni siquiera la mitad, considerando los gastos que el año nuevo traerá. Pero sabe lo que la Navidad significa para ella y ha tirado de la tarjeta de crédito a discreción. El día de Navidad, Roisin se encontrará un collar de granates y platino en su calcetín. Una chaqueta de cuero roja para cuando recupere la figura después del parto. Los DVD de Sex and the City. Entradas para el concierto de UB40 en el bosque de Delamere en marzo. Roisin saltará de alegría y hará esos ruidos que a él le encantan. Correrá al espejo y se probará la chaqueta sobre su holgada camiseta y su vientre abultado de embarazada. Llenará de sonrisas su precioso y delicado rostro, y acto seguido le cubrirá de besos mientras olvida que ese es un día para los niños y que su hijo aún tiene que abrir sus regalos.
McAvoy siente una súbita vibración junto al pecho y saca los dos teléfonos móviles extraplanos alojados en el bolsillo interior de su chaqueta. Con cierta desilusión advierte que el sonido procede de su teléfono particular. Un mensaje de Roisin. Te va a encantar lo que te he encontrado… Xxxx. Sonríe. Le contesta con otra ristra de besos. Se imagina la voz de su padre llamándole memo. Se encoge de hombros.
–¡Qué tonta es mamá! –le dice a Fin, y el niño asiente con seriedad.
–Sí, un poco.
Solo pensar en su mujer basta para hacerle sonreír. Ha oído decir que amar de verdad es cuidar a alguien más de lo que uno se cuida a sí mismo. McAvoy descarta esa idea. Él cuida a todo el mundo más que a sí mismo. Moriría por un extraño. Su amor por Roisin es tan perfecto y espiritual como ella misma. Delicado, apasionado, leal, audaz… Ella sabe cómo proteger el corazón de su marido.
McAvoy deja vagar la mirada durante un rato. Contempla la iglesia. Ha estado dentro varias veces. Durante los cinco años transcurridos desde que vino a vivir a Hull ha estado en el interior de la mayoría de los edificios importantes de la ciudad. Roisin y él asistieron una vez a un concierto en la iglesia, una sesión de una hora a cargo de la Orquesta Filarmónica de Colonia. A él no le había aportado gran cosa, pero su mujer había llorado de emoción. Él se había sentado y leído el programa, aplaudiendo cuando correspondía y llenando su cerebro de conocimiento como quien echa bebida en una garganta reseca. De vez en cuando había levantado la cabeza para observar a Roisin, abrigada con una bufanda y una chaqueta vaquera, mientras escuchaba absorta, con los ojos muy abiertos, el sonido de los instrumentos de cuerda que resonaba, majestuoso y sobrecogedor, en los altos techos abovedados y las columnas de la iglesia.
Cuando el ruido de los transeúntes haciendo sus compras y el tráfico cercano cae en un repentino y peculiar silencio, McAvoy oye los débiles compases de un coro de niños flotando por la plaza. El canto discurre entre los peatones como un hilo entre la urdimbre de un telar, haciendo que las cabezas se giren, el paso se reduzca y la conversación se detenga. Es un momento navideño entrañable. McAvoy ve sonrisas. Ve bocas que se abren para articular sonidos de alegría y entusiasmo.
Por un instante siente la tentación de entrar en la iglesia con su hijo. De situarse en la parte de atrás y escuchar el servicio. De cantar «Una vez en la ciudad real de David», con la mano del niño agarrada a la suya, mientras contempla el parpadeo de la luz de las velas sobre los muros de la iglesia. Fin se había quedado fascinado al alzar la mirada y ver, mientras encargaban las consumiciones en la caja del café, el final de la procesión del coro de niños y clérigos que atravesaba las grandes puertas de madera tachonadas de clavos a la entrada de la iglesia. McAvoy, avergonzado de su ignorancia, no había sabido explicarle el significado de las diferentes vestimentas, pero a Fin le habían resultado deslumbrantes. «¿Por qué hay chicos y chicas?», había preguntado señalando a los componentes del coro con sus sotanas de color rojo pimentón y sus roquetes blancos. A McAvoy le hubiera gustado poder contestarle. Pero había recibido una educación católica y jamás se había preocupado de aprender los distintos significados del vestuario utilizado en la Iglesia anglicana.
McAvoy toma buena nota para remediar su ignorancia y gira la cabeza hacia donde supone que aparecerá Roisin. No la ve entre el revuelo de compradores, atentos a no resbalar sobre los adoquines lisos que alfombran esa zona histórica de la ciudad. Si esta fuera una de las ciudades próximas, York o Lincoln, las calles estarían abarrotadas de turistas. Pero esto es Hull. La última parada antes del mar, en el camino hacia ningún sitio, y se está cayendo a trozos.
De nuevo la vibración junto al corazón. La búsqueda de los móviles con las manos. Esta vez es el teléfono del trabajo. El teléfono de guardia. Siente una opresión en el estómago mientras responde.
–Sargento McAvoy. Unidad de Delitos Graves y Crimen Organizado.
Pronunciar esas palabras aún le provoca un escalofrío.
–No pasa nada, sargento. Es solo para decirle que estoy aquí.
Es Helen Tremberg, una agente alta y seria que vino trasladada desde Grimsby tras colgar el uniforme unos meses antes.
–Excelente. ¿Qué tenemos?
–Es un día tranquilo, dada la época del año. El City juega fuera este fin de semana, así que todo lo demás es lo de siempre. Un conato de pelea en Beverley Road que no irá más allá. Una fiesta familiar que se ha descontrolado. Ah, el ayudante del jefe superior quiere que le llame cuando tenga un momento.
–¿Ah, sí? –pregunta McAvoy tratando de no alterar su tono de voz–. ¿Alguna pista?
–Oh, dudo que sea algo por lo que preocuparse. Dijo que necesitaba un favor. No hubo gritos ni nada parecido. No soltó ningún taco.
Ambos se ríen del comentario. El ayudante no es un hombre que intimide. Flaco, avispado y de voz suave, parece más un contable que un atrapaladrones. Su contribución más destacada a la fuerza local ha sido la introducción de un sistema de intranet para compartir datos y unas notas de advertencia contra el uso de lenguaje grosero durante la visita de la princesa Ana a la comisaría de Priory Road.
–De acuerdo. ¿Entonces no hay nada urgente?
–Lo siento, sargento. No debería haberle llamado, pero como dijo que se le tuviera informado…
–No, no. Si ha hecho usted bien.
McAvoy cuelga con un suspiro. Su jefe inmediato, la superintendente en funciones Trish Pharaoh, está en un curso este fin de semana. Los dos inspectores de la comisaría están libres de servicio. Si ocurriera algo importante, él sería el oficial de rango superior disponible, el encargado de tomar las riendas. Mientras nota en el estómago un conocido hormigueo, provocado por el deseo inconfesable de que una serie de circunstancias causen desgracia y dolor a alguna pobre alma, es consciente de que tales circunstancias son inevitables. Siempre habrá delitos. Del mismo modo que siempre habrá nieve. Solo es cuestión de dónde caiga y del espesor que tenga.
Una camarera con los brazos al aire y la piel de gallina se acerca. Frunce el ceño y mira a McAvoy y a su hijo con amabilidad.
–Deben de estar locos –dice temblando de frío.
–Yo no estoy loco –replica Fin indignado–. Tú sí que estás loca.
McAvoy sonríe a su hijo, pero pronuncia su nombre con tono firme para reprenderle por mostrarse maleducado con los mayores.
–Hace un día espléndido –dice dirigiéndose a la camarera, que lleva una falda y una camiseta negras y parece andar por los treinta y pocos.
–Dicen que va a nevar –contesta ella mientras retira los restos de la tarta, el vaso de limonada y la taza de chocolate caliente que McAvoy ha devorado en tres tragos abrasadores pero deliciosos.
–Hoy solo caerán algunos copos, pero nada más. Quizás mañana o pasado. Entonces sí que nevará bien. Por lo menos varios centímetros.
La camarera lo analiza con la vista. Un tipo grande, de pecho fuerte y ancho, con el abrigo cruzado a la moda. Bien parecido, pese a su pelo rebelde y su oronda cara de granjero. Debe de medir más de uno noventa, pero en sus movimientos, en sus gestos, hay una delicadeza que sugiere que le asusta su propio tamaño; como si constantemente temiera romper todo lo que es más frágil que él. Por su acento solo es capaz de precisar que es pijo y escocés.
–¿Es usted el hombre del tiempo? –pregunta sonriendo.
–Crecí en el campo –contesta McAvoy–. Uno acaba desarrollando cierto olfato para estas cosas.
Ella sonríe a Fin y señala a su padre con la cabeza.
–¿Tiene tu padre olfato para el tiempo?
Fin la mira con frialdad.
–Estamos esperando a mamá –dice.
–¿Ah, sí? ¿Y dónde está mamá?
–Buscando premios para papá.
–Ha sido usted buen chico, ¿verdad? –pregunta a McAvoy, y en su voz hay un descaro calculado. Lanza otra mirada sobre ese cuerpo bien musculado, el cuello grueso como el de un toro, el rostro redondo de mandíbulas cuadradas, que, bajo esa luz, parece marcado con unas cicatrices casi imperceptibles.
McAvoy sonríe.
–Se intenta –dice con suavidad.
La camarera le ofrece una pequeña sonrisa de despedida y se apresura a regresar al interior del café.
McAvoy resopla despacio. Sienta a Fin de nuevo en su silla y saca una libreta y una caja de lápices de colores del fondo de la bandolera de piel que tiene a sus pies. Un bolso de hombre, lo había llamado Roisin al regalárselo unos meses antes junto con el abrigo cruzado y tres trajes caros. «Confía en mí», había dicho mientras le tiraba de los pantalones de su traje negro, gastados y brillantes, y le ayudaba a quitarse el chaquetón impermeable. «Venga. Pruébatelo. Déjame que te vista durante un tiempo.»
Él había cedido. Dejó que le vistiera. Empezó a usar el bolso de hombre. Se acostumbró al abrigo, que realmente le abrigaba, repelía la lluvia y le ahorraba comentarios irónicos sobre su pelo rojo y alborotado.
Cuando él insistió en que la ropa no hace al hombre, Roisin replicó: «Cuando la gente te ve tiene que percibir que eres alguien en quien confiar. Alguien con seguridad. Alguien con estilo. No digo que parezcas Colombo. Es solo que te vistes mal».
Y de ese modo el sargento Aector McAvoy se había convertido en una víctima de la moda. Ese lunes por la mañana fue recibido en la comisaría con pitidos, silbidos de admiración y un coro que tarareaba el tema de la serie Rawhide. Por una vez había sido una broma amistosa. «Es usted un fulano que ya de por sí da bastante miedo», había dicho el agente Ben Nielsen, apoyado de manera distendida contra la pared de la sala de interrogatorios mientras esperaban a que les llevasen a un sospechoso de robo encerrado en los calabozos. «Y ahora aparece en la puerta con un bolso. De ese modo los pobres diablos no saben si se les va a pegar un tiro o a dar por culo. Les confunde. Siga así.»
A McAvoy le gusta Nielsen. Es una de la media docena de caras nuevas reclutadas hacía seis meses por los jefes para tratar de eliminar el mal olor de los viejos tiempos. La época en la que McAvoy se había hecho un nombre y lo había echado a perder. Que le había marcado como el poli responsable de que un superintendente perdiera su trabajo y se iniciara una investigación interna que acabó con la dispersión a los cuatro vientos de un grupo de oficiales nada honrados del CID, el Departamento de Investigación Criminal. El que consiguió zafarse del asunto sin una mancha en su expediente. El que acabó con Doug Roper y el que estuvo a punto de morir en el bosque bajo el puente del estuario Humber a manos de un hombre cuyos crímenes nadie conocería salvo un puñado de oficiales veteranos que le cosieron la cara con más pericia que los médicos del hospital Hull Royal. El poli que se negó a aceptar la oferta de un traslado fácil a una apacible comisaría de barrio. El que ahora pertenece a un grupo que no confía en él, trabaja para un jefe que no le valora, y trata de fundirse con el ambiente mientras lleva un bolso Samsonite con correas ajustables y unos malditos compartimentos impermeables…
Pharaoh ha tenido que esforzarse al máximo desde el principio. A raíz de la marcha de Doug Roper, el jefe superior de Policía decidió que el equipo dirigido hasta entonces por este sujeto debía convertirse en una unidad de élite especializada en delitos graves. Una unidad dentro del organismo más amplio del CID, dirigida por una mano experta y fiable, formada por los mejores oficiales de la circunscripción de Humberside. Nadie había contado con que la elegida para el puesto fuera Trish Pharaoh, la enérgica y descarada representación femenina del otro lado del Humber. El inspector jefe Colin Ray había sido la opción más previsible para el ascenso, con su protegida Sharon Archer como número dos. Frente a todo pronóstico, Trish Pharaoh había sido designada por el jefe superior, que necesitaba algo que atrajera la atención en una nota de prensa. La hizo trasladar desde Grimsby y le pidió que causara buena impresión. Ray y Archer fueron incluidos en el grupo como adjuntos de Pharaoh y a ninguno de los dos le hizo mucha gracia el nombramiento. Corría el rumor de que el jefazo les dijo el primer día que su nueva jefa era una mera figura decorativa, un pararrayos para atraer la descarga cuando todo fuera mal. Les dijo que, en realidad, ellos eran los líderes de la unidad. Sin embargo, las ideas de Pharaoh eran muy distintas. Vio la oportunidad de construir algo especial y se dispuso a escoger a los miembros de su equipo. Pero por cada oficial que ella reclutaba, Ray introducía uno de los suyos en el grupo. La unidad pronto se vio envuelta en intrigas y dobles juegos, dividida entre los antiguos partidarios de Ray y los especialistas de criterio más avanzado designados por Pharaoh.
McAvoy no pertenece a ninguno de los dos bandos. Su tarjeta de presentación le acredita como miembro de la Unidad de Delitos Graves y Crimen Organizado, pero no es el ojo derecho de nadie. Solicitó el traslado él mismo. Agotó sus palabras de agradecimiento con el jefe superior. Su ingreso en la unidad fue la discreta recompensa por haber estado a punto de morir mientras cumplía una tarea que nadie le había asignado.
En realidad, es como una mezcla de embajador y mascota: un emblema culto, bienhablado y con un físico impresionante, representativo del mundo feliz de la policía de Humberside, idóneo para pronunciar conferencias en el Instituto de la Mujer y las escuelas locales, y un activo valioso en el momento de redactar los informes de fin de año sobre las necesidades de nuevos programas informáticos para las fuerzas policiales.
–¿Qué pasa, papá?
Cuando McAvoy dirige la vista hacia la plaza, el olor a nieve se hace de repente más intenso. Ha oído decir que hace demasiado frío para que nieve, pero una infancia transcurrida en el entorno severo e implacable del oeste de las Tierras Altas escocesas le ha enseñado que nunca hace demasiado frío para que caigan copos. Este repentino descenso de la temperatura endurecerá el terreno. Atrapará la nevada sin dejar que cuaje. Hará que el viento rebote. Ocasionará una ventisca que cegará sus ojos jóvenes y convertirá sus dedos en piedras de color azulado…
Al fondo de la garganta siente el regusto metálico otra vez y por un instante se asombra del inquietante parecido entre el olor del aire cuando cambia el tiempo y el sabor acre e intenso de la sangre.
Y entonces oye gritos. Fuertes. Penetrantes. De muchas voces. No se trata de una chillona borracha a la que el novio cosquillea o un amigote importuna. Esto es terror desatado.
La cabeza de McAvoy se vuelve rápidamente hacia donde procede el sonido. El movimiento de la plaza se interrumpe de pronto, como si los hombres, las mujeres, las familias que transitan por ella fueran meras bailarinas de una caja de música que giran hasta detenerse de manera brusca y desgarbada.
Se pone en pie, liberando su corpachón de los reducidos límites de la mesa, y mira hacia la entrada de la iglesia. Da dos pasos y sus gruesas pantorrillas chocan con las patas de la mesa. Les da un puntapié. Tira la mesa al suelo y echa a correr.
McAvoy cruza la plaza abriéndose paso a toda velocidad. «Atrás», grita moviendo los brazos mientras los compradores curiosos empiezan a acercarse lentamente a la Santísima Trinidad. Su respiración se acelera mientras comienza a bombear adrenalina en sus venas. Siente que la sangre le inunda las mejillas. Hasta que no atraviesa la verja metálica y se aproxima a la penumbra de las puertas de la iglesia no se acuerda de su hijo. Todo brazos y piernas, se para en seco como un caballo cojo con las extremidades trabadas y a punto de desplomarse. Vuelve la vista hacia el otro extremo de la plaza. Ve al niño de cuatro años sentado delante de la mesa volcada, con la boca abierta, llamando a su padre a gritos.
Por un momento se siente destrozado. Paralizado por la duda.
Una figura aparece de improviso en las puertas. Viste de negro de la cabeza a los pies.
Oye unos gritos estridentes mientras esa sombra se abalanza desde el pórtico abierto de la Casa de Dios: un brillo plateado en la mano izquierda, manchas en el mango, humedad en el pecho…
McAvoy no tiene tiempo de levantar las manos. Ve la hoja alzarse. Caer. Y entonces, boca arriba en el suelo, mira al cielo cada vez más oscuro y oye pasos que se alejan a toda prisa. Sirenas distantes. Una voz. Manos que le tocan.
«Te pondrás bien. Aguanta, amigo. Aguanta.»
Y más áspera, más fuerte, como el trazo firme de un lápiz negro entre sombras y contornos borrosos, otra voz, llena de angustia…
–La ha matado. Está muerta. ¡Está muerta!
Con los ojos abiertos clavados en el cielo, es el primero que ve la nieve empezar a caer.