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Créditos

Título original: לדעת אישה / To Know a Woman

Edición en formato digital: agosto de 2012

© Amos Oz, 1989

© De la traducción, Raquel García Lozano, 2012

© Ediciones Siruela, S. A., 2012

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

28010 Madrid

Diseño de cubierta: Siruela

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ISBN: 978-84-9841-956-6

Conversión a formato digital: El poeta (edición digital) S. L.

www.siruela.com


Conocer a una mujer

Índice

Conocer a una mujer

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Capítulo 46

Capítulo 47

Capítulo 48

Capítulo 49

Capítulo 50

Notas

Créditos

Notas

1 Referencia a Salmos 37, 25: «Nunca vi a un justo abandonado, ni a su prole [semilla] pidiendo pan». Nótese el juego de palabras, entre lejem (pan) y rejem (útero). (N. de la T.)

2 Levítico 25, 24. (N. de la T.)

3 Salmos 90, 4. (N. de la T.)

4 Eclesiastés 1, 15. (N. de la T.)

5 De la poetisa Rivi Lifshits. (N. de la T.)

1

Yoel cogió el objeto de la repisa y lo miró de cerca. Le dolían los ojos. El agente inmobiliario pensó que Yoel no había oído su pregunta y, por tanto, la repitió: «¿Vamos a echar un vistazo detrás de la casa?». Aunque ya lo había decidido, Yoel no se apresuró a responder. Solía demorar sus respuestas, incluso a preguntas sencillas como qué tal estás o qué han dicho en las noticias. Era como si las palabras fuesen objetos personales de los que le costaba desprenderse.

El agente esperó. Y, entretanto, hubo silencio en la habitación. Que estaba ricamente amueblada: una alfombra azul oscuro amplia y gruesa, sillones, un sofá, una mesa baja de caoba de estilo inglés, un televisor de una marca extranjera, una maceta con un gran filodendro en el rincón adecuado, una chimenea de ladrillo rojo con seis troncos cruzados, de adorno, no para hacer fuego. Junto a la ventana que comunicaba el salón con la cocina había una mesa de comedor y seis sillas negras de respaldo alto. Solo los cuadros habían sido descolgados de las paredes: en la pintura se notaban rectángulos claros. La cocina, tras la puerta abierta, era escandinava y estaba llena de modernos aparatos eléctricos. También los cuatro dormitorios que había visto antes le parecieron aceptables.

Yoel examinó con los ojos y los dedos la cosa que había cogido de la repisa. Era un adorno, una pequeña estatua, un trabajo de aficionado: un depredador de la familia de los felinos tallado en madera de pino y pintado con varias capas de barniz. Tenía las fauces abiertas de par en par y los dientes afilados. Las dos patas delanteras estaban suspendidas en el aire en un fascinante impulso de salto, la pata derecha trasera también estaba en el aire, aún contraída y con los músculos tensos por la fuerza del salto, y solo la pata izquierda trasera impedía la separación y fijaba al animal a la base de acero inoxidable. El cuerpo se alzaba con un ángulo de cuarenta y cinco grados y tenía tal tensión que Yoel casi sintió en sus propias carnes el dolor de la pata apresada y la desesperación del salto retenido. Aquella estatuilla le resultaba antinatural e imposible, aunque el artista había logrado dar a la materia una fantástica elasticidad felina. Al final iba a resultar que no era una labor de aficionado. Los detalles de los premolares y de las garras, la contorsión de la columna, la tensión de los músculos, la curvatura del vientre hacia delante, la amplitud del diafragma en el fuerte abdomen, y hasta el ángulo de las orejas del animal, casi planas, tendidas hacia detrás de la cabeza, todo destacaba por el fino detalle y por el misterioso y audaz desafío a las limitaciones de la materia. Aparentemente era una talla perfecta que se había liberado de su maderidad y había logrado una vitalidad feroz, severa, casi sexual.

Y a pesar de todo algo no iba bien. Había algo fallido, exagerado, como si estuviera demasiado terminado o no lo estuviera del todo. Yoel no consiguió descubrir cuál era el fallo. Le dolían los ojos. Volvió a tener la sospecha de que era una labor de aficionado. Pero ¿dónde estaba la tara? Sintió cierto enfado, corporal, junto con un repentino impulso de ponerse de puntillas.

Tal vez también porque pensaba que la estatuilla con el fallo oculto iba claramente en contra de la ley de la gravedad: el peso del depredador en su mano le parecía mayor que el del fino pedestal de acero del que la criatura quería desprenderse y al que estaba sujeta en un punto demasiado diminuto entre la pata trasera y la base. En ese punto concentró entonces Yoel su mirada. Descubrió que la pata estaba incrustada en una hendidura milimétrica realizada en la plancha de acero. Pero ¿cómo?

Su ofuscado enfado se intensificó cuando dio la vuelta al objeto y, sorprendentemente, no encontró por debajo ninguna señal de atornillamiento tal y como había supuesto que necesariamente habría allí para unir la pata al pedestal. Volvió a dar la vuelta a la estatuilla: tampoco en el cuerpo del animal, entre las garras de la pata trasera, había ninguna marca de tornillo. Entonces, ¿qué impedía que saliese volando y detenía su salto hacia la presa? Sin duda no era cola de contacto. El peso de la estatua habría hecho imposible a cualquier sustancia por Yoel conocida mantener durante días a la criatura en pie con un punto de unión tan diminuto mientras el cuerpo salía de forma antinatural de la base en una pronunciada diagonal. Tal vez había llegado el momento de rendirse y empezar a usar gafas de cerca. Qué sentido tenía para un viudo de cuarenta y siete años y prejubilado, un hombre libre casi desde todos los puntos de vista, empeñarse en no reconocer una sencilla verdad: estaba cansado. Se merecía un descanso y lo necesitaba. Los ojos le ardían a veces y las letras se le nublaban, sobre todo con la luz del flexo por la noche. Y, a pesar de todo, las cuestiones fundamentales no estaban resueltas: si el depredador es más pesado que la base y está prácticamente por completo fuera de ella, debería caerse. Si la unión era con cola, tendría que haberse despegado hacía tiempo. Si el animal era perfecto, cuál era su defecto imperceptible. De dónde venía la sensación de que tenía un defecto. Si había un truco oculto, cuál era ese truco.

Por fin, con ofuscada ira –Yoel se encolerizó también a causa del enfado que tenía, ya que se tenía por una persona templada y comedida–, cogió por el cuello al depredador e intentó, sin hacer fuerza, deshacer el hechizo y liberar al magnífico animal de los tormentos de su misterioso agarre. Tal vez así también desaparecería el defecto imperceptible.

–Déjelo –dijo el agente–, lo va a romper. Sería una lástima. ¿Vamos a ver el cobertizo de las herramientas del patio? El jardín parece un poco abandonado, pero se puede arreglar con nada, en media jornada de trabajo.

Con delicadeza, con una lenta caricia, Yoel pasó un dedo cauteloso alrededor de aquella unión secreta entre lo vivo y lo inerte. Pese a todo, la estatua era obra de un artista dotado de astucia y fuerza y no un trabajo de aficionado. El recuerdo borroso de una pintura bizantina de la crucifixión resplandeció por un instante en su mente: una pintura en la que también había algo irracional y, pese a todo, lleno de dolor. Asintió dos veces con la cabeza como si, por fin, tras una discusión interior, hubiese llegado a un acuerdo consigo mismo. Sopló y quitó del objeto una mota de polvo invisible, o tal vez la huella de sus dedos, y la volvió a dejar con tristeza sobre la repisa de los adornos, entre un jarrón de cristal azul y una vasija de bronce.

–Vale –dijo–, me la quedo.

–¿Disculpe?

–He decidido quedármela.

–¿El qué? –preguntó el agente, desconcertado y mirando con cierto recelo a su cliente. El hombre le parecía concentrado, duro, completamente atrincherado en sí mismo, tozudo, pero también despistado. Seguía de pie sin moverse, de cara a la repisa, de espaldas al agente.

–La casa –dijo en voz baja.

–¿Y ya está? ¿No le gustaría ver antes el jardín? ¿Y el cobertizo?

–He dicho que me la quedo.

–¿Y acepta novecientos dólares al mes y el pago de medio año por adelantado? ¿Y que el mantenimiento y los impuestos corran de su cuenta?

–Vale.

–Si todos mis clientes fuesen como usted –se rió el agente–, me pasaría el día en el mar. Casualmente los veleros son mi mayor afición. ¿Comprobará antes la lavadora y la cocina de gas?

–Me basta con su palabra. Si hubiese problemas, sabemos dónde encontrarnos. Lléveme a su oficina y acabemos con el papeleo.

2

En el coche, en el camino de vuelta desde el barrio de Ramat Lotan a la oficina en Ibn Gabirol, habló solo el agente. Habló del mercado inmobiliario, de la caída de las acciones en bolsa, de la nueva política económica, que le parecía completamente errónea, y del gobierno, que puede irse a usted sabe dónde. Le contó a Yoel que el dueño del piso, un conocido suyo, Yosi Kramer, era un jefe de departamento de El Al a quien de pronto enviaron por tres años a Nueva York, notificándoselo apenas con dos semanas de antelación, lo justo para coger a su mujer y a sus hijos y salir corriendo a pillar un piso de un israelí que se trasladaba desde Queens a Miami.

El hombre que estaba sentado a su derecha no le parecía capaz de cambiar de idea en el último momento: un cliente que ve dos pisos en hora y media y se queda con el tercero a los veinte minutos de entrar, y sin regatear el precio, alguien así no iba a escapar ahora. A pesar de todo, el agente sintió la obligación profesional de seguir convenciendo a aquel hombre taciturno que estaba a su lado de que había hecho un buen negocio. También deseaba saber algo de ese desconocido de andares lentos y pequeñas arrugas en las comisuras de los ojos, unas arrugas que hacían pensar en una ligera y constante sonrisa burlona, aunque los finos labios no mostrasen sonrisa alguna. El agente, por tanto, enumeró las bondades del piso, las ventajas de una casa pareada en un prestigioso barrio construido como debe ser solo ocho o nueve años atrás, state of the art, como se suele decir. Los vecinos del otro lado de la pared son una pareja de americanos, hermano y hermana, personas serias que al parecer han venido a representar aquí a una fundación benéfica de Detroit. Así que el silencio está garantizado. La calle está llena de chalés bien cuidados, el coche estará bajo un cobertizo, un centro comercial y un colegio a doscientos metros de la casa, el mar a veinte minutos y la ciudad al alcance de la mano. Y el piso, ya lo ha visto, amueblado y pintado perfectamente, porque los Kramer, los propietarios, son gente que sabe lo que es la calidad y, por supuesto, en casa de un alto cargo de El Al puede estar seguro de que todo ha sido comprado en el extranjero y todo es de primera clase, incluyendo los fittings y los gadgets. Usted, enseguida se ve que tiene buen ojo y que sabe tomar decisiones rápidas. Si todos mis clientes fuesen como usted... Pero eso ya lo he dicho. Y ¿a qué se dedica, si se puede preguntar?

Yoel reflexionó sobre eso, como eligiendo las palabras con pinzas. Luego respondió:

–Empleado público.

Y siguió a lo suyo: poniendo una y otra vez las yemas de los dedos sobre la tapa de la pequeña guantera que estaba delante de su asiento, posando por un instante los dedos sobre la superficie de plástico azul oscuro y retirándolos una vez con ímpetu, otra con suavidad, otra con picardía. Y volviendo a tocarla. Pero el traqueteo del coche le impedía llegar a una conclusión. Y de hecho no sabía cuál era la pregunta. El crucificado de la pintura bizantina, a pesar de la barba, tenía cara de niña.

–¿Su esposa? ¿Trabaja?

–Falleció.

–Lamento oírlo –dijo el agente con educación. Y en su desconcierto le pareció oportuno añadir–: Mi esposa también tiene problemas. Terribles dolores de cabeza; y los médicos no saben lo que es. ¿Qué edad tienen los niños?

Parecía que Yoel estuvo buscando de nuevo en su mente la exactitud de los hechos y eligiendo la formulación más ponderada, antes de responder:

–Solo una hija. Dieciséis y medio.

El agente se echó a reír y, en un tono íntimo, ansioso de crear una relación fraternal, masculina y profunda entre él y el desconocido, dijo:

–No es una edad fácil, ¿eh? Pretendientes, crisis, dinero para ropa y todo eso –y volvió a preguntar si podía preguntar para qué necesitaba entonces cuatro dormitorios. Yoel no respondió. El agente se disculpó, por supuesto sabe que eso no es asunto suyo, solo es, cómo decirlo, simple curiosidad. Él mismo tiene dos hijos de diecinueve y veinte años, solo se llevan un año y tres meses. Una historia. Los dos están haciendo el servicio militar, soldados de combate, menos mal que ya se ha terminado el jodido asunto del Líbano, si es que se ha terminado, aunque es una pena que lo haya hecho de una forma tan jodida, y dice eso a pesar de que personalmente está lejos de ser de izquierdas o algo así. ¿Y dónde se posiciona usted en ese asunto?

–También tenemos dos ancianas –contestó Yoel en su voz baja, monótona, a la pregunta anterior–: las abuelas vivirán con nosotros –y, como dando por concluida la conversación, cerró los ojos. En ellos se concentraba su cansancio. Para sus adentros repitió las palabras que había utilizado el agente: Pretendientes. Crisis. El mar. La ciudad al alcance de la mano.

El agente dijo:

–¿Por qué no preparamos un día una cita entre su hija y mis dos muchachos? Quizás a uno de ellos le salga bien la jugada. Siempre entro en la ciudad por aquí y no por donde todo el mundo. Se da un pequeño rodeo, pero nos ahorramos cuatro o cinco semáforos horribles. Por cierto, yo también vivo en Ramat Lotan. No muy lejos de usted. Es decir, del piso que le ha gustado. Le daré también el teléfono de mi casa, para que pueda llamar si hay algún problema. Pero no lo habrá. Levante el teléfono siempre que le apetezca. Me alegrará darles una pequeña vuelta por el barrio y enseñarles dónde está cada cosa. Sobre todo recuerde siempre que en las horas punta, cuando vaya a la ciudad, le merece la pena entrar por aquí. En el ejército, tenía un comandante, en artillería, Jimmy Gal, aquel sin oreja, seguro que ha oído hablar de él, que decía siempre que entre dos puntos pasa solo una línea recta y esa línea está llena de burros. ¿Lo había oído?

Yoel dijo:

–Gracias.

El agente murmuró algo más sobre el ejército de antes y el ejército de hoy día, luego se dio por vencido y puso la radio justo cuando salía el bestial rugido de un anuncio en la cadena 3. Y de pronto, como si por fin le hubiese llegado una ráfaga de tristeza del hombre que se sentaba a su derecha, alargó el brazo y cambió el dial a una emisora de música.

Iban sin hablar. Tel Aviv a las cuatro y media de un día húmedo de verano le parecía a Yoel irritada y sudorosa. Jerusalén, por el contrario, se dibujaba en su mente con luz invernal, cubierta de nubarrones, aplastada por sombras grisáceas.

En la emisora de música pusieron canciones del barroco. Yoel también se dio por vencido, apartó los dedos y metió las manos entre las rodillas como buscando calor. De pronto se sintió aliviado porque, por fin, eso le pareció, había encontrado lo que buscaba: el depredador no tenía ojos. El artista, un aficionado después de todo, había olvidado hacerle ojos. O quizás tenía ojos pero no en el lugar correcto. O no eran del tamaño adecuado. Había que examinarlo de nuevo. En cualquier caso, era pronto para desanimarse.

3

Ivriya murió el 16 de febrero, un día de lluvia torrencial en Jerusalén. A las ocho y media de la mañana, mientras estaba sentada con un vaso de café junto al pequeño escritorio frente a la ventana de su cuarto, se fue la luz. Unos dos años antes, Yoel había comprado para ella aquella habitación al vecino de al lado y la había anexionado a su piso del barrio de Talbiya. Se abrió un hueco en la pared trasera de la cocina y se colocó una gruesa puerta marrón. La puerta que Ivriya solía cerrar con llave cuando estaba trabajando y también mientras dormía. La puerta anterior, que unía el cuarto al salón del vecino, se había tapiado con ladrillos y enlucido con cemento y yeso dos veces; sin embargo, aún se podía apreciar el contorno en la pared detrás de la cama. Ivriya decidió amueblar su nueva habitación con una austeridad monástica. La llamaba «el estudio». Además de la estrecha cama de hierro, había allí un armario para su ropa y el profundo y rígido sillón de su difunto padre, que nació, vivió y murió en la colonia norteña de Metula. También Ivriya nació y se crió en Metula.

Entre el sillón y la cama, tenía una lámpara de pie tallada en bronce. En la pared que la separaba de la cocina colgó un mapa del condado de Yorkshire. El suelo estaba desnudo. Y también había un escritorio de oficina metálico, dos sillas metálicas y estanterías metálicas. Encima del escritorio colgó tres fotografías no muy grandes, en blanco y negro, donde se veían las ruinas de monasterios románicos del siglo noveno o décimo. Sobre el escritorio había una foto enmarcada de su padre, Shaltiel Lublin, un hombre grueso con bigote de morsa y uniforme de oficial de policía británico. Ahí decidió atrincherarse para escapar de la rutina diaria y terminar por fin su trabajo de fin de carrera en Literatura Inglesa. El tema elegido era «Infamia en la buhardilla: sexo, amor y dinero en las obras de las hermanas Brontë». Cada mañana, cuando Netta se iba al colegio, Ivriya ponía un disco de jazz tranquilo o de música ragtime, se colocaba las gafas cuadradas sin montura, unas gafas de médico de familia estricto de la generación anterior, encendía la lámpara del escritorio y, frente a un vaso de café, escarbaba en libros y notas. Desde pequeña tenía por costumbre escribir con un plumín que cada diez palabras más o menos tenía que meter en el tintero. Era una mujer grácil y delicada, con piel fina como el papel, ojos claros con largas pestañas y cabello rubio, ya medio canoso, que le caía sobre los hombros. Casi siempre llevaba una camisa blanca lisa y unos pantalones blancos. No se maquillaba ni solía ponerse ninguna joya, salvo la alianza que, por alguna razón, llevaba en el dedo meñique de la mano derecha. Sus dedos infantiles estaban siempre fríos, en verano y en invierno, y a Yoel le gustaba sentir su frescor sobre la espalda desnuda y también cogerlos entre sus anchas y feas manos como si estuviese calentando a unos polluelos congelados. A tres habitaciones de distancia y tras tres puertas cerradas, a veces le parecía que llegaba a sus oídos el susurro de sus papeles. En ocasiones se levantaba y se asomaba un rato a la ventana, desde donde solo se veía un jardín trasero abandonado y una alta tapia de piedra típica de Jerusalén. También al atardecer se sentaba a su escritorio, tras cerrar la puerta con llave, y borraba y escribía de nuevo lo que había escrito por la mañana, buscaba en distintos diccionarios las acepciones que había tenido una palabra inglesa más de cien años atrás. Yoel casi nunca estaba en casa. Las noches que no estaba ausente, solían encontrarse en la cocina y tomar juntos un té con hielo en verano o una taza de cacao en invierno antes de irse a dormir cada uno a su habitación. Entre él y ella, y entre ella y Netta había un acuerdo tácito: no se entraba a su habitación si no era estrictamente necesario. Ahí, al otro lado de la cocina, en el ala oriental de la casa, estaba su territorio. Protegido siempre por una gruesa puerta marrón.

El dormitorio con la amplia cama de matrimonio, con la cómoda y los dos espejos iguales, lo heredó Netta, que colgó en las paredes los retratos de sus poetas hebreos favoritos, Alterman, Lea Goldberg, Steinberg y Meir Gilboa. Sobre las mesillas de noche a ambos lados de la cama, donde antes dormían sus padres, Netta puso jarrones con cardos secos que había cogido al final del verano en un descampado de la ladera del monte junto a la leprosería. En la estantería tenía una colección de partituras que le gustaba leer, aunque no tocaba.

En cuanto a Yoel, se instaló en la habitación que su hija tenía de pequeña, con una ventana que daba a la Colonia Alemana y a la Colina del Mal Consejo. No se molestó en cambiar casi nada de la habitación. De todas formas, estaba casi siempre de viaje. Unas diez muñecas de distintos tamaños velaban su sueño las noches que pasaba en casa. Y un gran póster a todo color donde se veía un gatito que dormía acurrucado sobre un perro lobo con la expresión responsable de un banquero de mediana edad. El único cambio era que Yoel había arrancado ocho baldosas del suelo en una esquina de la habitación de la niña y en el hueco había metido su caja fuerte. En esa caja fuerte guardaba dos pistolas distintas, una colección de mapas detallados de capitales y ciudades de provincia, seis pasaportes y cinco permisos de conducir, un folleto amarillento en inglés titulado Bangkok de noche, un pequeño estuche con medicinas corrientes, dos pelucas, varios neceseres con utensilios de baño y de afeitado, algunos sombreros, un paraguas plegable y una gabardina, dos bigotes, papel de cartas y sobres con membretes de hoteles y de distintas instituciones, una calculadora, un despertador diminuto, horarios de aviones y trenes, libretas con números de teléfono con las tres últimas cifras escritas al revés.

Desde los cambios en la casa, la cocina se usaba como lugar de encuentro de los tres. Ahí se celebraban sus conferencias cumbre. Sobre todo los sábados. El salón, que Ivriya había decorado con colores suaves, al estilo jerosolimitano de principios de los años sesenta, era sobre todo el cuarto de la televisión. Cuando Yoel estaba en casa, los tres acudían desde sus habitaciones al salón a las nueve de la noche para ver las noticias y a veces también alguna serie de teatro británica.

Solo cuando las abuelas iban de visita, siempre las dos juntas, el salón cumplía su función original. Servían té en vasos y una bandeja con frutas de temporada, y comían del bizcocho que las abuelas habían llevado. Cada cierto tiempo, Ivriya y Yoel preparaban una cena en honor de las dos suegras. La aportación de Yoel era la rica y aliñada ensalada, cortada muy fina, en la que se había hecho un experto de joven, cuando vivía en el kibbutz. Charlaban sobre las noticias y demás asuntos. El tema favorito de las abuelas era la literatura y el arte. De los asuntos familiares no solían hablar.

Abigail, la madre de Ivriya, y Lisa, la madre de Yoel, eran unas señoras esbeltas, elegantes, con un peinado parecido que recordaba a un arreglo floral japonés. Con los años se fueron pareciendo cada vez más, al menos a primera vista. Lisa llevaba unos delicados pendientes y una fina cadena de plata, y se maquillaba con discreción. Abigail solía atarse al cuello juveniles pañuelos de seda que daban vida a sus trajes grises, como arriates de flores al borde de una acera de cemento. Sobre el pecho llevaba un pequeño broche de marfil en forma de florero invertido. Mirando más atentamente se podían apreciar los primeros síntomas de que Abigail era propensa a la redondez y al rubor eslavo, mientras que Lisa tal vez iría consumiéndose. Llevaban seis años viviendo juntas en el piso de dos habitaciones que Lisa tenía en la calle David Qimhi, al final del barrio de Rehavia. Lisa era un miembro activo de la organización de ayuda a los soldados y Abigail del comité de ayuda a los niños retrasados.

Solo muy de tarde en tarde frecuentaban la casa otras visitas. Por culpa de su estado, Netta no tenía amigas íntimas. Cuando no estaba en el colegio, iba a la biblioteca municipal. O se tumbaba en su habitación y leía. Hasta la medianoche se pasaba tumbada leyendo. A veces salía con su madre al cine o al teatro. A los conciertos en el Binyanei Hauma o en el YMCA iba con las dos abuelas. A veces salía sola a coger cardos en el descampado cercano a la leprosería. A veces iba a escuchar lecturas de poemas o debates literarios. Ivriya salía poco de casa. El apremiante trabajo de fin de carrera ocupaba casi todo su tiempo. Yoel lo arregló para que una vez por semana fuera una asistenta y así la casa se mantuviera siempre limpia y ordenada. Dos veces por semana iba Ivriya en coche a hacer una compra grande. Ropa no compraban mucha. Yoel no solía traer nada de sus viajes. Pero los cumpleaños no los olvidaba nunca, y tampoco su aniversario de boda, que caía el 1 de marzo. Tenía buen ojo y siempre sabía elegir en París, en Nueva York o en Estocolmo jerséis de buena calidad y a un precio razonable, una blusa elegante para su hija, unos pantalones blancos para su mujer, un fular, un cinturón o un pañuelo para su suegra y para su madre.

A veces, por la tarde, llegaba alguna conocida de Ivriya a tomar con ella un café y a charlar en voz baja. A veces iba el vecino, Itamar Vitkin, «a buscar señales de vida» o «ver cómo está mi viejo trastero». Y se quedaba a hablar con Ivriya de cómo era la vida durante el Mandato británico. En esa casa no se había alzado la voz durante años. El padre, la madre y la hija estaban siempre alertas y atentos para no molestar. Si hablaban, lo hacían con mucha educación. Cada uno sabía cuál era su territorio. Durante las convenciones de los sábados en la cocina hablaban sobre temas lejanos que interesaban a los tres, como las teorías sobre la existencia de inteligencia extraterrestre o si había algún modo de salvar el equilibrio ecológico sin renunciar a las ventajas de la tecnología. Sobre esos asuntos charlaban casi de forma animada, aunque sin quitarle nunca la palabra al otro. A veces había algún breve debate sobre temas prácticos, la compra de unos zapatos nuevos para el invierno, el arreglo del lavavajillas, los precios de distintos sistemas de calefacción o la sustitución del botiquín del baño por un armario de otro estilo. De música hablaban poco por la discrepancia en los gustos. La política, la situación de Netta, el trabajo de fin de carrera de Ivriya y los negocios de Yoel no se mencionaban.

Yoel se ausentaba mucho, pero hacía todo lo posible por informar de cuándo volvería. Más allá de las palabras «al extranjero» no daba nunca detalles. Excepto los sábados, comían por separado, cada uno a una hora. Sus vecinos del barrio de Talbiya dedujeron, por algún rumor, que Yoel se ocupaba de inversiones extranjeras, y de ahí lo de la maleta y lo del abrigo de invierno colgado del brazo a veces también en verano, y de ahí lo de los viajes y las vueltas en taxi al amanecer desde el aeropuerto. Su suegra y su madre creían, o querían creer, que Yoel viajaba de forma oficial para adquirir material estratégico. Las dos evitaban en lo posible hacer preguntas como dónde te has resfriado así o de dónde has vuelto tan bronceado, porque ya sabían que solo obtendrían una respuesta vaga como «en Europa» o «por el sol».

Ivriya sabía. Los detalles no le producían curiosidad.

Lo que comprendía o intuía Netta era imposible saberlo.

Tres equipos estéreos había en la casa, en el estudio de Ivriya, en la habitación de muñecas de Yoel y a los pies de la cama de matrimonio de Netta. Por eso las puertas de la casa estaban casi siempre cerradas y las distintas músicas, por consideración, sonaban a bajo volumen. Para no molestar.

Tal vez solo en el salón había a veces una extraña mezcla de sonidos. Pero nadie estaba en el salón. Llevaba años así, ordenado, limpio y vacío. Excepto cuando iban las abuelas, pues entonces acudían todos allí desde sus habitaciones.

4

Así ocurrió la tragedia. Llegó el otoño y pasó y después llegó el invierno. Había un pájaro medio congelado en la terraza de la cocina. Netta cogió al pájaro, lo llevó a su habitación e intentó calentarlo. Vertió agua de maíz cocido en su pico con una pera de goma. Al atardecer, el pájaro se recuperó y empezó a revolotear por la habitación y a piar desesperadamente. Netta abrió la ventana y el pájaro echó a volar. Por la mañana había otros pájaros sobre las ramas desnudas de los árboles. Y tal vez aquel pájaro estuviera entre ellos. Pero no había forma de saberlo. Cuando se fue la luz a las ocho y media de la mañana de aquel día lluvioso, Netta estaba en el colegio y Yoel, en otro país. Parece ser que Ivriya consideró que no tenía suficiente luz. Nubes bajas y niebla oscurecían Jerusalén. Se dirigió hacia el coche, que estaba aparcado en el soportal. Al parecer pretendía coger del maletero la potente linterna eléctrica que Yoel había comprado en Roma. Al bajar vio su camisón sobre la tapia, que había sido arrancado por el viento del tendedero de la terraza. Y se acercó a recogerlo. Así fue como tropezó con una línea de alta tensión que había caído. Seguramente pensó que era la cuerda del tendedero. O tal vez reconoció que era un cable eléctrico, pero supuso lógicamente que debido al apagón no tendría corriente. Alargó la mano para levantarlo y pasar por debajo. O tal vez resbaló y tropezó con él. Cómo saberlo. Pero el apagón no había sido tal apagón, sino un cortocircuito en el edificio. El cable tenía corriente. Debido a la humedad seguramente se electrocutó al instante, sin sufrir. Hubo también otra víctima: Itamar Vitkin, el vecino de al lado, el mismo al que Yoel había comprado dos años antes la habitación. Tenía sesenta años, un camión frigorífico, y llevaba varios años viviendo solo. Sus hijos se habían hecho mayores y se habían marchado lejos y su mujer lo había dejado a él y a Jerusalén (por eso prescindió de la habitación y se la vendió a Yoel). Es de suponer que tal vez Itamar Vitkin viera la tragedia desde su ventana y se apresurara a bajar en su ayuda. Los encontraron sobre un charco casi abrazados. El hombre aún no estaba muerto. En un primer momento intentaron reanimarle, y hasta le dieron dos fuertes bofetadas. En la ambulancia camino del hospital Ha–dassah expiró. Entre los inquilinos del edificio empezó a correr otra versión a la que Yoel no quiso prestar atención.

Los vecinos tenían a Vitkin por un excéntrico: a veces, cuando empezaba a oscurecer, se metía en la cabina de su camión, sacaba la cabeza y medio cuerpo por la ventanilla y se ponía a tocar la guitarra durante unos quince minutos ante los viandantes. No eran muchos los que pasaban por allí, ya que se trataba de una calle lateral. La gente se paraba a escucharle y, al cabo de tres o cuatro minutos, se encogía de hombros y seguía su camino. Siempre trabajaba por las noches, repartiendo productos lácteos en las tiendas, y regresaba a su casa a las siete de la mañana. En invierno y en verano. A través de la pared común a las dos casas, a veces se oía su voz sermoneando a la guitarra en medio de los acordes. Su tono era suave, como si estuviese seduciendo a una mujer tímida. Era gordinflón y enclenque, casi siempre iba en camiseta y con unos pantalones caqui demasiados anchos, y andaba como si temiera haber dicho o hecho algo terrible y espantoso. Después de las comidas solía salir a la terraza y echar migas de pan a los pájaros. A ellos también les imploraba con tiernas palabras. A veces, en las tardes de verano, se sentaba en una silla de mimbre en la terraza con su camiseta gris y tocaba estremecedoras canciones rusas que posiblemente habían sido compuestas para balalaica y no para guitarra.

A pesar de todas esas rarezas, era considerado un vecino agradable. Aunque se negara a formar parte de la comunidad de vecinos, se ofreció voluntariamente a ser una especie de encargado del portal. Y hasta puso por su cuenta dos maceteros con geranios a ambos lados de la entrada del bloque. Si le hablaban, si le preguntaban qué hora era, se dibujaba por un instante en su rostro una especie de dulce placer, como un niño al que han sorprendido con un fantástico regalo. Todo eso no provocaba en Yoel más que una ligera impaciencia.

Cuando murió, llegaron sus tres hijos con sus esposas y sus abogados. Llevaban años sin molestarse en visitarlo. Ahora, según parece, habían ido a repartirse lo que había en la casa y arreglarlo todo para venderla. Al regresar del entierro estalló un conflicto entre ellos. Dos de las mujeres alzaron tanto la voz que los vecinos pudieron oírlo. Después aparecieron dos o tres veces los abogados solos, o con un tasador autorizado. Cuatro meses después de la tragedia, cuando Yoel ya había empezado los preparativos para irse de Jerusalén, el piso del vecino aún estaba cerrado y vacío. Una noche, a Netta le pareció oír unos ligeros acordes al otro lado de la pared, no de guitarra, eso dijo, sino quizá de violonchelo. Por la mañana se lo contó a Yoel, que decidió pasarlo por alto. Normalmente pasaba por alto las cosas que le contaba su hija.

En el portal, encima de los buzones, amarilleaba la esquela que había puesto la comunidad de vecinos. Yoel había pensado varias veces quitar aquella esquela, pero no lo hizo. Había una errata: ponía que los inquilinos de la casa estaban consternados y compartían el dolor de las familias por el trágico y prematuro fallecimiento de nuestros queridos vecinos la señora Ivriya Raviv y el señor Avitar Vitkin. Raviv era el apellido que Yoel usaba en la vida diaria. Para alquilar el nuevo piso del barrio de Ramat Lotan decidió llamarse Ravid, aunque no tenía ningún motivo lógico para hacer tal cosa. Netta había sido siempre Netta Raviv, salvo un año, de pequeña, cuando vivieron en Londres por motivos de trabajo bajo un nombre completamente distinto. Allí su madre era Lisa Ravinovitz. Ivriya, durante los quince años que estudió, a intervalos, en la universidad, siempre utilizó su apellido de soltera: Lublin. Un día antes de la tragedia, Yoel se había inscrito en el hotel Europa de Helsinki con el nombre de Lionel Hart. Mientras que el vecino aficionado a la guitarra, cuya muerte en el patio bajo la lluvia en brazos de la señora Raviv dio pie a tantos rumores, se llamaba Itamar Vitkin. Itamar y no Avitar como se había impreso en la esquela. Pero Netta dijo que el nombre de Avitar le parecía bonito y que, además, ¿qué importaba?

5

Decepcionado y exhausto, el 16 de febrero a las diez y media de la noche volvió en taxi al hotel Europa. Su intención era quedarse un rato en el bar, tomarse un gin-tonic y analizar mentalmente la entrevista antes de subir a su habitación. El ingeniero tunecino por el cual había ido a Helsinki y con el que se había visto al atardecer en la cantina de la estación de ferrocarril le había parecido un don nadie: había pedido favores extraordinarios y había ofrecido una mercancía manida. Por ejemplo, lo que le dio al final de la entrevista era un material casi banal. Aunque, durante la conversación, el hombre se había esforzado en dar la impresión de que en el próximo encuentro, si lo había, le daría las mil y una noches. Y precisamente en la dirección que Yoel llevaba esperando tanto tiempo.

Solo que los favores que el hombre había pedido a cambio no eran favores económicos. Con ayuda de la palabra «bonos», Yoel tanteó en vano su afán de lucro. En ese asunto, y solo en ese asunto, el tunecino no era evasivo: no necesitaba dinero. Se trataba de determinados favores inmateriales que Yoel no estaba seguro de poder conceder. Y, por supuesto, no sin instrucciones y sin el permiso de arriba. Ni siquiera aunque resultase que el hombre tenía en sus manos una mercancía de primer orden, cosa que Yoel dudaba. Así pues, se despidió por el momento del ingeniero tunecino con la promesa de volverle a llamar al día siguiente para fijar los términos de un próximo contacto.

Y esa noche su intención era irse pronto a dormir. Tenía los ojos cansados y casi le dolían. El inválido que había visto por la calle en una silla de ruedas irrumpió varias veces en sus pensamientos porque le resultaba conocido. Más que conocido, no completamente extraño. Estaba relacionado de algún modo con algo que le convenía recordar.

Pero no logró recordarlo.

El recepcionista se acercó a él en la entrada del bar. Perdón, señor, en las últimas horas ha telefoneado cuatro o cinco veces una mujer llamada señora Schiller. Ha pedido que se comunicase urgentemente al señor Hart en cuanto regresase al hotel que tenga la bondad de telefonear a su hermano.

Yoel dio las gracias. Dejó lo del bar. Aún con el abrigo de invierno, dio media vuelta y salió a la calle nevada donde no había viandantes y por donde apenas pasaban coches a esas horas de la noche. Se dirigió calle abajo, miró hacia atrás por encima del hombro y solo vio charcos de luz amarilla en la nieve. Había decidido girar a la derecha, pero cambió de idea y giró a la izquierda, fue pisando la nieve blanda a lo largo de dos manzanas hasta que por fin encontró lo que buscaba: una cabina telefónica. Volvió a mirar a su alrededor. No había ni un alma. La nieve se volvía azul y rosa como si tuviese una enfermedad cutánea allá donde la hería el resplandor de las farolas. Llamó a cobro revertido a la oficina de Israel. Su hermano, en caso de urgencia, era el Patrón. En Israel era casi medianoche. Uno de los ayudantes del Patrón le ordenó regresar de inmediato. No añadió una palabra más y Yoel no preguntó. A la una de la madrugada cogió un avión desde Helsinki a Viena y allí esperó siete horas el vuelo para Israel. Por la mañana, un hombre de la oficina de Viena fue a tomar un café con él en la zona de las puertas de embarque. No supo decir a Yoel lo que había pasado, o tal vez lo sabía y le habían ordenado guardar silencio. Hablaron un poco de sus asuntos. Luego charlaron de economía.

Al atardecer, en el aeropuerto de Tel Aviv, le estaba esperando el Patrón en persona. Le contó sin preámbulos que Ivriya había muerto el día anterior a causa de un accidente de electricidad. A las dos preguntas de Yoel respondió aquel hombre con precisión y sin paliativos. Cogió su pequeña maleta, lo condujo por una salida lateral hacia el coche y decidió que él mismo llevaría a Yoel a Jerusalén. Salvo unas frases sobre el asunto del ingeniero tunecino, permanecieron en silencio durante todo el camino. Desde el día anterior no había cesado la lluvia, tan solo se había vuelto fina y ligera, punzante. Con las luces de los coches que iban en sentido contrario, parecía que la lluvia no caía sino que subía desde la tierra. Un camión volcado al lado de la carretera en las curvas de Shaar Hagai, aún con las ruedas girando deprisa en el aire, le hizo pensar en el inválido de Helsinki y volvió a tener el presentimiento de que había algo contradictorio, o poco plausible, o sin resolver debidamente. Qué era ese algo, no lo sabía. En la cuesta de Castel sacó de su neceser una pequeña máquina de afeitar a pilas y se afeitó de memoria a oscuras. Como de costumbre. No quería presentarse en su casa con una barba incipiente.

Al día siguiente, a las diez de la mañana, salieron los dos cortejos fúnebres. A Ivriya la enterraron bajo la lluvia en el cementerio de Sanhedria, mientras que al vecino lo condujeron a otro cementerio. El hermano mayor de Ivriya, un campesino fornido de Metula llamado Nakdimón Lublin, balbuceó la oración del Kadish. Pronunció mal las palabras arameas y en vez de decir «en un tiempo cercano» dijo «en un tiempo cercado». Luego Nakdimón y sus cuatro hijos se fueron turnando para sujetar a Abigail, que estaba desfallecida.

Yoel salió del cementerio caminando junto a su madre. Caminaban muy juntos pero no se tocaron salvo una vez, cuando al pasar por la puerta, la aglomeración los empujó y dos paraguas negros se enredaron por causa del viento. De pronto recordó que se había dejado a la señora Dalloway en la habitación del hotel de Helsinki y la bufanda que le había comprado su mujer, en la zona de embarque de Viena. Y las dio por perdidas. Pero cómo no se había dado cuenta nunca de lo parecidas que se estaban volviendo su suegra y su madre desde que se habían ido a vivir juntas. ¿A partir de ese momento también empezarían a parecerse su hija y él? Los ojos le escocían. Le vino a la memoria que había prometido telefonear ese día al ingeniero tunecino y no había cumplido la promesa, ni podría cumplirla ya. Aún no llegaba a entender qué relación tenía aquella promesa con el inválido, pero sentía que había una relación. El asunto le fastidiaba un poco.

6

Netta no fue al entierro. Tampoco el Patrón fue. Y no porque estuviese ocupado en otro sitio sino porque, como de costumbre, en el último momento había cambiado de idea y había decidido quedarse en el piso y esperar con Netta a que volviesen del cementerio. Cuando los familiares regresaron con algunos conocidos y vecinos que se habían sumado a ellos, encontraron a aquel hombre y a Netta sentados el uno frente al otro en el salón jugando a las damas. A Nakdimón y a los demás no les pareció bien, pero teniendo en cuenta el estado de Netta prefirieron perdonarlo. O pasarlo por alto. A Yoel no le importó. Durante su ausencia, el hombre había enseñado a Netta a preparar un café muy fuerte mezclado con coñac y ella sirvió a todos un café de ese tipo. El hombre se quedó hasta el atardecer. Al atardecer se levantó y se fue. Los conocidos y familiares se dispersaron. Nakdimón Lublin y sus hijos se fueron a dormir a otro lugar de Jerusalén y prometieron volver por la mañana. Yoel se quedó con las mujeres. Cuando oscureció fuera, Abigail empezó a sollozar en la cocina emitiendo unos fuertes sonidos entrecortados que sonaban como a hipo. Lisa le dio unas gotas de valeriana, un antiguo remedio que al cabo de un rato la alivió. Las dos ancianas se sentaron en la cocina, el brazo de Lisa sobre los hombros de Abigail y ambas tapadas con un chal de lana gris que Lisa debió de encontrar en algún armario. De cuando en cuando el chal se caía y Lisa se agachaba, lo recogía y rodeaba a las dos con él como extendiendo el ala de un murciélago. Tras las gotas de valeriana el llanto de Abigail se volvió sordo y regular. Como el llanto de un niño dormido. Pero de fuera llegó de pronto un maullido de gatos en celo, extraño, maligno, agudo, semejante a veces a un ladrido. Su hija y él se sentaron en el salón a ambos lados de la mesa baja que Ivriya había comprado diez años antes en Yafo. Sobre la mesa estaba el tablero de damas, rodeado de piezas en pie y tumbadas y de varias tazas de café vacías. Netta preguntó si le preparaba una tortilla y ensalada y Yoel dijo no tengo hambre y ella respondió yo tampoco. A las ocho y media sonó el teléfono y, cuando levantó el auricular, no oyó nada. Por deformación profesional, se preguntó quién podría estar interesado solamente en saber si se encontraba en casa. Y no llegó a ninguna conclusión. Luego Netta se levantó y cerró las contraventanas, las ventanas y las cortinas. A las nueve dijo: Por mí, se puede encender para ver las noticias. Yoel dijo: Bueno. Pero permanecieron sentados, sin que ninguno de los dos se acercara al televisor. Y de nuevo por deformación profesional recordó de memoria el número de teléfono de Helsinki y por un instante se le pasó por la cabeza llamar desde ahí al ingeniero tunecino. Decidió no hacerlo, porque no sabía qué le iba a decir. Después de las diez se levantó y preparó para todos rebanadas de pan con queso y embutido que encontró en el frigorífico, ese embutido fuerte a la pimienta negra que tanto le gustaba a Ivriya. Luego, cuando hirvió el agua, sirvió cuatro vasos de té con limón. Su madre dijo: Déjame eso a mí. Él dijo: No pasa nada. Está bien así. Se tomaron el té, pero nadie tocó las rebanadas de pan. Casi a la una de la madrugada, Lisa logró convencer a Abigail de que se tomase dos valiums y la ayudó a echarse vestida en la cama de matrimonio de la habitación de Netta. Ella misma se tumbó a su lado sin apagar la lámpara de la cabecera. A las dos y cuarto se asomó Yoel y vio que las dos estaban dormidas. Tres veces se despertó Abigail, lloró, se calmó y volvió el silencio. A las tres, Netta le propuso a Yoel jugar a las damas para pasar el rato. Él aceptó pero, de pronto, le venció el cansancio, le ardían los ojos y fue a echarse un rato en su cama de la habitación de las muñecas. Netta lo acompañó hasta la puerta y allí, de pie, se desabrochó los botones de la camisa y dijo que había decidido hacer uso de su derecho a una jubilación anticipada. Esa misma semana escribiría una carta de renuncia, no esperaría a que nombrasen a un sustituto. Y al acabar el curso se irían de Jerusalén.

Netta dijo: Por mí. Y no añadió nada más.

Sin cerrar la puerta se tumbó en la cama, con las manos debajo de la cabeza y los ojos fijos en el techo. Ivriya Lublin había sido su único amor, pero eso ocurrió hace tiempo. Con claridad, con todo detalle, recordó una vez, hace muchos años, que hicieron el amor después de una fuerte discusión. Desde la primera caricia hasta el último estremecimiento lloraron y después se abrazaron y durante horas permanecieron entrelazados, no como un hombre y una mujer, sino como dos personas que se hubieran congelado en el campo una noche de nieve. Y Yoel dejó su miembro dentro del cuerpo de ella incluso cuando ya no quedaba deseo alguno, casi hasta el final de la noche. Ahora, al recordarlo, se despertó en él el deseo de su cuerpo. Posó su mano ancha y fea sobre su miembro, a modo de calmante, con cuidado de no mover la mano ni el miembro. Como la puerta de la habitación estaba abierta, alargó la otra mano y apagó la luz. Cuando apagó la luz, se dio cuenta de que el cuerpo que deseaba estaba aprisionado ahora en la tierra y permanecería allí para siempre. Incluyendo las rodillas infantiles incluyendo el pecho izquierdo que era algo más redondo y bonito que el derecho incluyendo el antojo que a veces afloraba y a veces se ocultaba entre el vello púbico. Y entonces se vio a sí mismo recluido en su cuarto completamente a oscuras y la vio desnuda bajo la gruesa capa cuadrada de cemento bajo el montículo de tierra bajo la lluvia que caía en la oscuridad y recordó su claustrofobia y se recordó que los muertos no se entierran desnudos y volvió a alargar la mano y encendió la luz aterrado. Su deseo desapareció. Cerró los ojos y permaneció tumbado de espaldas sin moverse esperando el llanto. El llanto no llegó y el sueño no llegó y su mano tanteó buscando sobre la mesilla de noche el libro. El libro que se había dejado en el hotel de Helsinki.