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Índice

Cubierta

Portadilla

Perdido el paraíso

Prólogo

Primera parte

1

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3

4

5

6

7

8

9

10

11

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15

Segunda parte

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8

9

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13

14

15

Epílogo

Notas

Créditos

Cualquier parecido con personas reales está descartada en esta novela. Con todo, si alguien se obstina en reconocerse a sí mismo o a otra persona, hay que advertirle de la naturaleza irreal de los personajes de ficción. El Proyecto Ángel sí fue un hecho real y tuvo lugar en Perth en 2000, aunque puede que no sea éste el año en que discurre esta historia.

Perdido el paraíso

Para Antje Ellermann Landshoff

Hay un cuadro de Klee que se llama Angelus Novus. En él se representa a un ángel que parece como si estuviese a punto de alejarse de algo que le tiene pasmado. Sus ojos están desmesuradamente abiertos, la boca abierta y extendidas las alas. Y éste deberá ser el aspecto del ángel de la historia. Ha vuelto el rostro hacia el pasado. Donde a nosotros se nos manifiesta una cadena de datos, él ve una catástrofe única que amontona incansablemente ruina sobre ruina, arrojándolas a sus pies. Bien quisiera él detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado. Pero desde el paraíso sopla un huracán que se ha enredado en sus alas y que es tan fuerte que el ángel ya no puede cerrarlas. Este huracán le empuja irreteniblemente hacia el futuro, al cual da la espalda, mientras que los montones de ruinas crecen ante él hasta el cielo. Ese huracán es lo que nosotros llamamos progreso.

Prólogo

The pronoun I is better because more direct.

[El pronombre «yo» es mejor por ser más directo.]

The Secretaries Guide, lemma The Writer.

The New Webster Encyclopedic Dictionary

of the English Language, MCMLII

Dash-8 300. El cielo sabe que he volado en toda clase de aviones, pero nunca en un Dash. El Dash es un aparato pequeño y compacto, pero éste da la impresión de ser más grande, porque somos pocos pasajeros. El asiento de mi lado está vacío. Al parecer hay poca demanda de vuelos entre Friedrichshafen y Berlín Tempelhof. Hemos ido caminando, algo que en este aeropuerto está todavía permitido, desde el diminuto edificio de la terminal del aeropuerto hasta el pequeño avión, como un grupito de gente perdida. Ahora estamos esperando. Hace sol y sopla bastante viento. El piloto, ya en la cabina de mando, manipula alguno de sus instrumentos. Oigo al copiloto comunicarse con la torre de control. Los que volamos con frecuencia reconocemos bien esos instantes vacíos.

Los motores no han arrancado todavía. Algunos pasajeros se han puesto ya a leer, otros miran por la ventanilla, aunque no hay gran cosa que ver. Como no me apetece leer todavía, me pongo a hojear la revista de la compañía aérea: páginas enteras con la publicidad habitual, algunos datos acerca de las escasas ciudades en que hacen escala sus vuelos –Berna, Viena, Zúrich–, los típicos artículos de compra, unas líneas sobre Australia y los aborígenes, dibujos rupestres, cortezas de árbol pintadas de alegres colores… cosas que últimamente están de moda. Un poco más allá, un artículo sobre São Paulo: un horizonte cuajado de rascacielos, los palacios de los ricos y, cómo no, los barrios marginales, eternamente pintorescos, los slums, las favelas, o comoquiera que se llamen. Tejados ondulados de zinc, destartaladas cabañas de madera, gente que da la impresión de vivir a gusto en esas condiciones. Son imágenes que ya he visto y en las que no quiero detenerme demasiado, porque me hacen sentir como si tuviera cien años. Aunque es posible que ya los tenga; basta con multiplicar tu edad real con una fórmula secreta –un número mágico que contiene todos los viajes de tu vida y el impertinente déjà vu que los acompaña– y ya los tienes. Normalmente no me asaltan semejantes pensamientos por la sencilla razón de que me resultan un poco insustanciales, pero anoche en Lindau me tomé tres Obstler de más, y a mi edad eso se paga. La azafata mira por la puerta aún abierta del aparato; al parecer falta un pasajero. Éste resulta ser una mujer, una señora de esas de las que uno desea que se siente a su lado. Eso demuestra que tan viejo no soy. Pero no, la mujer no se sienta a mi lado. Su asiento está junto a la ventanilla, en la fila delante de la mía, en la parte izquierda del corredor. Mejor, así puedo observarla bien.

Piernas largas enfundadas en un pantalón caqui, un atributo masculino que acentúa su feminidad. Manos grandes y fuertes, que en ese instante extraen un libro de un envoltorio de papel carmesí cuidadosamente cerrado con celo. Manos impacientes, que, ante la resistencia de la cinta adhesiva, rasgan el envoltorio. Soy un voyeur. Uno de los mayores placeres de viajar es detenerse a observar a las personas desconocidas que ignoran que las miras. La mujer abre el libro tan deprisa que no alcanzo a ver el título.

Me gusta saber lo que la gente lee. La mayoría de las veces se trata de mujeres, pues los hombres ya no leen. Y las mujeres, según he podido comprobar, suelen sostener el libro de tal manera –ya sea en el tren, en un banco del parque o en la playa– que resulta imposible leer el título. Fíjate de ahora en adelante y lo comprobarás.

Y aunque me muera de curiosidad, casi nunca me atrevo a preguntar. En la contraportada del libro figura una extensa dedicatoria. La mujer la lee con cierta premura, y, mientras deposita el libro a su lado en el asiento vacío, vuelve a mirar por la ventanilla. Los motores se ponen en marcha, el pequeño aparato empieza a dar bandazos, y los pechos de la mujer, marcados por su camiseta ajustada, le siguen el ritmo. Eso me excita. La mujer mantiene la pierna izquierda levantada, la luz le ilumina el cabello castaño con reflejos dorados. A continuación deposita el libro boca abajo. Imposible ya distinguir el título. El libro es fino, eso me gusta. En opinión de Calvino, los libros deben ser breves, ideal éste al que él mismo casi siempre se ha atenido. El avión circula por la pista a toda velocidad. Durante el despegue, sobre todo en los aviones pequeños, hay siempre un momento excitante, en el que interviene la termodinámica, que es cuando el aparato se eleva como si recibiera un empujoncito por debajo, una especie de caricia, como lo que uno siente de niño al columpiarse.

Las colinas, todavía nevadas, imprimen al paisaje un carácter gráfico: árboles desnudos dibujados sobre una hoja blanca. A veces no se necesita mucho más que eso para representar las cosas. La mujer ha apartado la vista del paisaje. Ha vuelto a tomar el libro en sus manos y relee la dedicatoria, con la misma impaciencia de antes. Intento imaginarme cosas acerca de ella –al fin y al cabo, ése es mi oficio–, pero no llego muy lejos. ¿Acaso existe un hombre en su vida que quiere hacerse perdonar algo? Hay que ser prudente a la hora de regalar libros. Si te equivocas de libro o de autor, te puede costar caro.

La mujer hojea el libro deteniéndose de cuando en cuando en una página. A pesar de ser corto, el libro contiene una considerable cantidad de capítulos, lo que obliga al lector a recomenzar la lectura una y otra vez. Ello ha de estar justificado. El escritor que no acierta en el principio o el final de un libro lo arruina, y lo mismo sucede con los capítulos. Es obvio que el autor de este libro, quienquiera que sea, ha asumido bastantes riesgos. La mujer ha depositado el libro de nuevo a su lado, esta vez con la portada a la vista, pero el brillo del plástico de la cubierta, iluminado por la luz que ha encendido sobre su cabeza, me impide leer el título. Tendría que incorporarme para verlo.

Cruising altitude, me gusta esa expresión. Al oírla pienso en esquiadores. Es natural, pues las nubes que sobrevolamos tienen unas magníficas pendientes onduladas. Es una imagen que siempre me ha encantado. A esta altura, el mundo se compone de hojas blancas con las que uno puede hacer lo que le plazca. Pero la mujer no mira por la ventanilla, ha cogido la revista de la compañía aérea y pasa las hojas desde el final hasta el principio. Recorre São Paulo deprisa, se detiene unos instantes en un gran parque verde y fija su mirada en las pinturas de los aborígenes, incluso se acerca de vez en cuando la revista a los ojos y la descubro trazando una extraña forma de serpiente con sus largos dedos. A continuación, la mujer cierra la revista y cae dormida. Algunas personas tienen esa capacidad de dormirse en el acto. Una mano reposa sobre el libro, la otra sobre la nuca, bajo el cabello rojizo. El misterio al que los demás renuncian a mí siempre me ha intrigado. Sé que detrás de esa mujer durmiente se oculta una historia y sé también que nunca llegaré a conocerla. El libro que contiene su historia permanecerá cerrado, igual que este otro. Cuando, después de poco más de una hora, estamos a punto de aterrizar en Tempelhof, yo ya he escrito la cuarta parte de una introducción para un libro de fotografías de ángeles de cementerio. Abajo se divisan los grises bloques de viviendas de Berlín, esa gran grieta de la historia que aún hoy atraviesa la ciudad. La mujer se peina y luego coge el papel carmesí para envolver de nuevo el libro. Alisa el papel sobre sus muslos; me emociona ese gesto, no sé por qué. Luego toma el libro en sus manos y durante un instante lo sostiene en alto de tal manera que puedo leer el título.

Se trata de este libro, un libro del que ella desaparece ahora mismo, junto conmigo. Mientras espero mi equipaje en el hall alargado del aeropuerto, la veo salir a toda prisa a la calle, donde la espera un hombre. Ella le besa fugazmente, con la misma fugacidad con la que ha hojeado el libro del que no conoce sino la dedicatoria escrita a mano que yo no he leído ni he escrito.

El equipaje no tarda en llegar en este aeropuerto. Al salir, veo que ella se mete en un taxi con el hombre y desaparece. Como siempre, me quedo atrás con un par de palabras y con la ciudad que se cierra a mi alrededor como una abrazadera.

Primera parte

Y del otro collado descendían

Los querubines en espectacular

Ordenación hacia sus puestos fijos;

Se deslizan como meteoros

Sobre el suelo, como la vespertina

Niebla del río sobre el pantanal

Se desliza y abate con presteza

Tras los pasos del labrador que vuelve

Camino del hogar. Blandida en alto,

Avanzaba ante ellos fulminante

Como un cometa la espada de Dios;

Que con el tórrido ardor que desprendía,

Y el vapor que exhalaba cual si fuera

El aire polvoriento de la Libia,

Empezó a agostar este templado

Clima; entonces el Ángel diligente

De la mano cogió a nuestros padres

Que lentos caminaban, y llevólos

Directamente a la puerta oriental,

Y risco abajo con toda presteza

Hasta el llano que a su pie yacía,

Y desapareció...

John Milton, El paraíso perdido, libro XII.

[Esteban Pujals, trad., Cátedra, Madrid 1986.]

1

En una calurosa tarde de verano una mujer sale de su casa de Jardins: perfumes de jacaranda, magnolia, un ambiente húmedo y denso. En Jardins vive la gente rica con personal doméstico a su servicio: jardineros, cocineras y demás. Éstos acuden de lejos, tardan al menos dos horas en llegar a su trabajo y, por si fuera poco, suelen hacer el trayecto dos veces al día. São Paulo es una ciudad grande. Cuando llueve, los autobuses se retrasan.

La mujer sale de casa, coge el segundo coche de su madre, decide darse una vuelta por el puro placer de conducir, la música de Björk a todo volumen, un lamento de nibelungos que resulta extraño en el trópico. Mientras conduce va cantando las canciones de Björk, pero en un tono más agudo, como más histérica, presa de una rabia que no va dirigida a nadie y que tiene que ver con una pena que es incapaz de verbalizar.

La mujer va por la avenida Marginal, sigue el curso del río Tietê, pasa por delante de las casas de los nuevos ricos de Morumbi y, sin darse cuenta, se adentra en terreno prohibido, y no en Ebú-Ecú, sino en lo peor: en Paraisópolis, un lugar más próximo al infierno que al paraíso, una zona peligrosa que, por esa misma razón, en ese momento le atrae. No es ella la que lleva el volante, es el propio coche, el coche y la música. De pronto se para el motor y no queda sino el miedo y los quejidos de Björk dirigiéndose hacia las chozas de madera, hacia el hedor, hacia la luz de la luna reflejada en los tejados de zinc, hacia los televisores baratos que responden con sus sonidos entremezclados con risas exaltadas, y las voces que se acercan, que estrechan un círculo a su alrededor y le cortan el paso.

Después de esto, todo discurrió a gran velocidad, ni tan siquiera tuvo tiempo de sentir pánico, de gritar o huir. No recuerda cuántos fueron los que la atacaron. Lo que sí recuerda, y siempre se lo reprochará a sí misma, más aún que el haberse metido en aquel barrio, es la infame imagen poética tras la cual se escudó posteriormente: que aquello había sido como una nube negra que le impidió reaccionar. Una nube negra descendió sobre ella. Gritó, naturalmente que gritó, y sintió dolor, pero estallaron risas cuando le arrancaron la ropa, unas risas que no olvidaría jamás, estridentes y extáticas, y con ellas le llegó el eco de un mundo de cuya existencia no había sido consciente hasta aquel momento –una rabia y un odio tan hondos que era posible desaparecer en ellos para siempre–, y, al mismo tiempo, chillidos histéricos, jadeos y voces jaleándose las unas a las otras… un recuerdo del que no lograría desprenderse nunca. No se tomaron la molestia de matarla; se quedó tirada en la calle, como una bolsa de basura. Quizá lo peor fue eso: las voces retirándose, regresando a sus propias vidas, en las que ella no había sido sino un mero incidente. Más adelante la policía le preguntó qué había ido a buscar a ese lugar, y ella sintió que le estaban culpando de lo sucedido. Y, sin embargo, no era eso lo que ella más se reprochaba a sí misma. No, lo que más lamentaba era el haberse inventado esa imagen humillante de la nube, porque no son nubes las que te arrancan la ropa, son hombres que penetran, para siempre, en tu cuerpo y en tu vida, abandonándote a un enigma que ya nunca serás capaz de resolver. Que nunca seré capaz de resolver, porque aquella mujer era yo, la misma que ahora está tumbada en el suelo al otro extremo de la Tierra, al lado de un hombre que es tan negro como lo eran aquéllos, un hombre al que no conozco, que no quiere nada de mí y a quien deberé abandonar en breve. No sé si es bueno que yo esté aquí. ¿Que por qué no iba a ser bueno? Porque él no sabe por qué estoy aquí, no conoce mis verdaderos motivos. Ni los conocerá jamás. En este aspecto le estoy engañando.

Yo estoy aquí para librarme de mis demonios. Él está aquí para follarme. Creo yo. Eso al menos es lo que hemos hecho estos últimos días. Una semana, me dijo; no puede estar más conmigo. Tiene que regresar a su mob. El mob, así llaman aquí al clan. No me ha querido decir dónde está su mob. En algún lugar del outback, de esa infinita extensión despoblada de Australia. No tengo ni idea de lo que pasa por su cabeza. Quizá sea él quien me esté engañando a mí. Aunque ¿puede mentir alguien que apenas habla?

Mi amigo duerme, y cuando duerme se transmuta en el propio tiempo. Pertenece al pueblo más antiguo de la Tierra. Un pueblo de hombres de más de cuarenta mil años de existencia; más cerca de la eternidad, imposible. Una tarde salí de São Paulo para dar una vuelta en coche y fui a parar a este lugar. Al menos, así es como yo me imagino la historia. Nada de lo que imagino es verdadero, mas nadie puede prohibirme imaginar lo que yo quiera. Observo a un hombre durmiendo que, a pesar de su juventud, aparenta haber vivido mil años. Duerme a mi lado, tumbado en el suelo, encogido como un animal. Cuando abre los ojos descubro en ellos la vejez de las piedras, de las iguanas del desierto, una vejez que sin embargo es ligera, porque los movimientos de este hombre son ligeros, como si no sintiera el peso de su propio cuerpo. Intento convencerme a mí misma de que todo cuanto estoy viviendo es una fantasía, tanto como lo otro, pero no es así. He ido a parar a algo sobre lo que no tengo ningún poder de decisión, porque mi tiempo carece de valor en este lugar. A veces, cuando estoy con él en el desierto, en esta tierra que apenas es algo más que desierto, y él me muestra las cosas que no soy capaz de ver y se transforma casi en la misma tierra y me indica dónde está el agua para mí invisible; cuando me siento indefensa ante su infinita vejez y su habilidad de ver alimentos donde yo no sé ver más que arena, entonces pienso, contra toda lógica, que mi destino, cuando abandoné mi casa aquella tarde, era llegar a este lugar. Abandoné la densa atmósfera del trópico, donde todo es movimiento y ruido, para arribar a este silencio.