CONTENIDO

Prefacio

1. Los desafíos

2. La mente bien ordenada

3. La condición humana

4. Enseñar a vivir

5. Enfrentar la incertidumbre
(Continuación de Enseñar a vivir)

6. El aprendizaje ciudadano

7. Los tres niveles

8. La reforma del pensamiento

9. Más allá de las contradicciones

Anexo 1. El hoyo negro de la laicidad

Anexo 2. Inter-poli-trans-disciplinaridad

Anexo 3. La noción de sujeto

educación

traducción de
ricardo ancira

LA MENTE BIEN ORDENADA

REPENSAR LA REFORMA.
REFORMAR EL PENSAMIENTO

por

EDGAR MORIN

siglo xxi editores, méxico
CERRO DEL AGUA 248, ROMERO DE TERREROS, 04310, CIUDAD DE MÉXICO
www.sigloxxieditores.com.mx

siglo xxi editores, argentina
GUATEMALA 4824, C1425BUP, BUENOS AIRES, ARGENTINA
www.sigloxxieditores.com.ar

anthropos editorial
LEPANT 241-243, 08013, BARCELONA, ESPAÑA
www.anthropos-editorial.com

CATALOGACIÓN EN LA PUBLICACIÓN

Nombres: Morin, Edgar, autor | Ancira, Ricardo, traductor

Título: La mente bien ordenada : repensar la forma, reformar el pensamiento / por Edgar Morin ; traducción de Ricardo Ancira

Descripción: Segunda edición. | Ciudad de México : Siglo XXI Editores, 2020. | Serie: Educación

Traducción: La tete bien faite. Repenser la réforme. Réformer la pensée

Identificadores: e-ISBN 978-607-03-1067-6

Temas: Cambio educativo – Francia | Educación – Francia – Filosofía Clasificación: LCC LA692 M6718 2020 | DDC 370.944

título original: la tête bien faite. repenser la réforme. réformer la pensée
© 1999 éditions du seuil, parís

© 2008 edición especial, siglo xxi editores, s.a. de c.v.
© segunda edición, 2020

e-isbn 978-607-03-1067-6

derechos reservados conforme a la ley.
prohibida su reproducción total o parcial por cualquier medio.

Este libro se dirige a todos y a cada uno
pero podría ayudar particularmente
a los docentes y a los educandos.
Me gustaría que estos últimos,
si tuvieran acceso a este libro,
y si la enseñanza los aburre,
los agota, los agobia o los aniquila,
pudieran utilizar mis capítulos
para asumir su propia educación.

PREFACIO

Me gustaría tanto continuar mi educación meramente humana, pero el saber no nos hace mejores ni más felices. ¡Si fuéramos capaces de comprender la coherencia de todas las cosas! ¿Acaso el comienzo y el fin de toda ciencia no están envueltas por la oscuridad? ¿O debo utilizar todas esas facultades, esas fuerzas, esa vida entera para conocer determinada especie de insecto, para poder clasificar tal o cual planta en la serie de los reinos?

KLEIST, Carta a una amiga

Mi andar en los diez últimos años me ha conducido hacia este libro. Cada vez más convencido de la necesidad de una reforma del pensamiento, y por lo mismo una reforma de la enseñanza, aprovechaba diversas ocasiones para reflexionar acerca de ello. A sugerencia de Jack Lang, a la sazón ministro de Educación, había yo enunciado “algunas notas para un Emilio contemporáneo”.1 Había planeado un “manual para alumnos, profesores y ciudadanos”, proyecto que no he abandonado. Luego, con motivo de diferentes coloquios y de diversos honoris causa en universidades extranjeras, empecé a inscribir en mis discursos mis ideas acerca de la formación.

Persuadido en el verano de 1997 por Le Monde de l’Éducation para ser el “redactor en jefe invitado” de su número consagrado a la universidad, comencé a formular mi punto de vista. Luego, en diciembre del mismo año, el ministro Claude Allègre me pidió que presidiera un “consejo científico” dedicado a reflexionar acerca de la reforma de los saberes en los liceos. Gracias al apoyo de Didier Dacunha-Castelle, organicé las jornadas temáticas2 que me permitieron mostrar la viabilidad de mis ideas. Pero éstas habían levantado tantas resistencias que el informe que las contenía zozobró sin remedio.

No obstante, mi reflexión estaba en marcha inexorablemente, y la he continuado en el presente trabajo que es su culminación.3

Quise partir de los problemas que me parecen a la vez los más urgentes e importantes y quise indicar la ruta para abordarlos.

Quise partir de las finalidades y mostrar cómo las enseñanzas primaria, secundaria y superior podían servir a esa finalidad.

Quise mostrar cómo la solución de los problemas y su efecto en las finalidades debían traer consigo necesariamente la reforma del pensamiento y de las instituciones.

Quienes no me han leído y me juzgan por habladurías del microcosmos me atribuyen extrañas ideas según las cuales yo propondría una poción mágica llamada complejidad como remedio a todos los males del espíritu. Para mí, por el contrario, la complejidad es un desafío que siempre he propuesto afrontar.

Este libro se ocupa a la vez de la educación y de la enseñanza. Estos dos términos se superponen pero también se diferencian.

La “educación” es una palabra sólida: “Puesta en acción de los medios apropiados para asegurar la formación y el desarrollo de un ser humano; estos medios en sí mismos” (diccionario Robert). El término “formación”, con sus connotaciones de modelado y de conformación, tiene el defecto de ignorar que la misión del didactismo es alentar el autodidactismo despertando, suscitando, favoreciendo la autonomía de la mente.

La “enseñanza”, arte o acción de transmitir conocimientos a un alumno a fin de que los comprenda y asimile, tiene un sentido más restrictivo, ya que es únicamente cognoscitivo.

A decir verdad, la palabra “enseñanza” no basta, pero la palabra “educación” conlleva exceso y también carencia. En este libro voy a zigzaguear entre ambos términos teniendo en mente una enseñanza educativa.

La misión de esta enseñanza es transmitir, en vez de puro saber, una cultura que permita comprender nuestra condición y nos ayude a vivir; también lo es favorecer una manera de pensar abierta y libre.

Kleist tiene mucha razón: “El saber no nos vuelve mejores ni más felices.”

Pero la educación puede ayudar a ser mejores y, si no felices, por lo menos nos enseña a asumir la parte prosaica y a vivir la parte poética de nuestras vidas.4

 

1 Se refiere a Emilio, o de la educación, ensayo de Jean-Jacques Rousseau sobre el tema (1762). [T.]

2 La memoria de estas jornadas fue publicada con el título Relier les connaissances [Relacionar los conocimientos] por la editorial Seuil en 1999.

3 Agradezco a Jean-Louis Le Moigne y a Christiane Peyron-Bonjan por aportarme sus observaciones críticas en la relectura del manuscrito.

4 Este ensayo no contiene bibliografía específica; ella será proporcionada con el Manual para alumnos, profesores y ciudadanos que será redactado ulteriormente.

1. LOS DESAFÍOS

Nuestras universidades actuales forman en todo el mundo una proporción demasiado grande de especialistas de disciplinas predeterminadas, y por lo mismo delimitadas artificialmente, mientras que una gran parte de las actividades sociales, como el propio desarrollo de la ciencia, solicita hombres capaces a la vez de tener una muy amplia visión de conjunto y de focalizar problemas específicos en profundidad; asimismo, los sucesivos progresos transgreden las fronteras históricas entre las disciplinas.

LICHNEROWICZ

Hay una inadecuación cada vez más amplia, profunda y grave entre, por una parte, nuestros saberes desarticulados, fragmentados, compartimentados en disciplinas y, por la otra, las realidades o problemas cada vez más polidisciplinarios, transversales, multidimensionales, transnacionales, globales, planetarios.

En esta situación se vuelven invisibles:

los conjuntos complejos,

las interacciones y retroacciones entre las partes y el todo,

las entidades multidimensionales,

los problemas esenciales.

De hecho, la hiperespecialización1 impide ver la globalidad (al fragmentarla en parcelas) y también la esencia (al disolverla). Ahora bien, los problemas esenciales nunca son parcelarios, y los problemas globales son cada día más esenciales. Además, todos los problemas particulares sólo pueden plantearse y pensarse correctamente en su contexto, y el propio contexto de estos problemas debe plantearse cada vez más en el contexto planetario.

Al mismo tiempo, el recorte en disciplinas impide percibir “lo que está entretejido”, es decir, lo complejo, según el sentido original del término.

El desafío de la globalización es, entonces, al mismo tiempo un desafío de complejidad. Hay, en efecto, complejidad cuando son inseparables los distintos componentes que integran un todo (como lo económico, lo político, lo sociológico, lo psicológico, lo afectivo, lo mitológico), y hay tejido interdependiente, interactivo e interretroactivo entre las partes y el todo, el todo y las partes. Los desarrollos propios de nuestro siglo y de nuestra era planetaria nos confrontan cada vez más seguido, y cada vez de manera más ineluctable, a los desafíos de la complejidad.

Como lo han dicho Aurelio Peccei y Daisaku Ikeda, “la aproximación reduccionista que consiste en acometer una sola serie de factores para solucionar la totalidad de los problemas planteados por la crisis multiforme que atravesamos en la actualidad es menos una solución que el problema mismo”.2

Efectivamente, la inteligencia que únicamente sabe separar fractura lo complejo del mundo en fragmentos desarticulados, fracciona los problemas, unidimensiona lo multidimensional. Atrofia las posibilidades de comprensión y de reflexión eliminando también las oportunidades de un juicio correctivo o de una visión de largo plazo. Su insuficiencia para tratar nuestros problemas más graves constituye uno de los problemas más graves a que nos enfrentamos. Así, mientras los problemas se vuelven más multidimensionales, hay mayor incapacidad de pensar su multidimensionalidad; mientras más progresa la crisis, más progresa la incapacidad de pensar la crisis; mientras los problemas se hacen más planetarios, más impensados se hacen. Una inteligencia incapaz de considerar el contexto y la complejidad planetaria nos hace ciegos, inconscientes e irresponsables.

Los desarrollos disciplinarios de las ciencias no sólo aportaron las ventajas de la división del trabajo, también trajeron consigo los inconvenientes de la sobreespecialización, de la compartimentación y la fragmentación del saber. No produjeron nada más conocimiento y elucidación, también produjeron ignorancia y ceguera.

En lugar de contraponer correctivos a estos desarrollos, nuestro sistema de enseñanza les obedece. Se nos enseña desde el jardín de niños a aislar los objetos (de su entorno), a separar las disciplinas (en vez de reconocer sus solidaridades), a desarticular los problemas, más que a relacionarlos e integrarlos. Se nos conmina a reducir lo complejo en lo simple, es decir a separar lo que está ligado, a descomponer en vez de recomponer, a eliminar todo aquello que aporta desorden o contradicciones a nuestro entendimiento.3

En estas condiciones, las mentes jóvenes pierden sus aptitudes naturales de contextualizar los saberes e integrarlos en sus respectivos conjuntos.

Ahora bien, el conocimiento pertinente es aquel capaz de situar toda información en su contexto, y si es posible en el conjunto en el que está inscrito. Se puede decir incluso que el conocimiento progresa principalmente, no por sofisticación, formalización y abstracción sino por la capacidad de contextualizar y globalizar. Así, la ciencia económica es la ciencia humana más sofisticada y más formalizada. Y a pesar de ello los economistas son incapaces de ponerse de acuerdo acerca de sus predicciones, que a menudo son erróneas. ¿Por qué? Porque la ciencia económica está aislada de las otras dimensiones humanas y sociales que le son inseparables. Como dice Jean-Paul Fitoussi,4 “muchos disfuncionamientos, en la actualidad, proceden del mismo debilitamiento de la política económica: el rechazo a afrontar la complejidad”. La ciencia económica es además incapaz de abordar aquello que no es cuantificable, es decir las pasiones y las necesidades humanas. Es por ello que la economía es a la vez la ciencia matemáticamente más avanzada y la más humanamente atrasada. Ya lo había dicho Hayek: “Nadie puede ser un gran economista si sólo es economista.” Agregaba incluso que “un economista que sólo es economista se vuelve nocivo y puede llegar a ser un verdadero peligro”.

Debemos por lo tanto pensar el problema de la enseñanza a partir, por un lado, de la consideración de los efectos cada vez más graves de la compartimentación de los saberes y de la incapacidad de articularlos unos con otros, y por otro lado a partir de la consideración de que la aptitud para contextualizar e integrar es una cualidad fundamental de la mente humana que hay que desarrollar en vez de atrofiar.

Detrás del desafío global y de lo complejo se esconde otro desafío, el de la expansión incontrolada del saber. El incremento ininterrumpido de los conocimientos construye una gigantesca torre de Babel atiborrada de lenguajes discordantes. La torre nos domina porque no podemos dominar nuestros saberes. T. S. Eliot decía: “¿Dónde está el conocimiento que perdemos en la información?” El conocimiento no es conocimiento sino en tanto que es organización puesta en relación y en el contexto de las informaciones. El especialista de la disciplina más estrecha no llega siquiera a tener conocimiento de las informaciones consagradas a su ámbito. Cada vez más, la gigantesca proliferación de conocimientos escapa al control humano.

Adicionalmente, como ya dijimos, los conocimientos fragmentados sólo tienen utilidades técnicas. No logran conjugarse para nutrir un pensamiento que pueda considerar la situación humana en el seno de la vida, sobre la tierra, en el mundo, y que pueda afrontar los grandes desafíos de nuestro tiempo. No conseguimos integrar nuestros conocimientos para conducir nuestras vidas. De ahí el sentido de la segunda parte en el enunciado de Eliot: “¿Dónde está la sabiduría que perdemos en el conocimiento?”

Los tres desafíos que acabamos de señalar nos conducen al problema esencial de la organización del saber, lo que será abordado en el próximo capítulo. Indiquemos aquí los retos en cadena que resultan de esos tres desafíos.

EL DESAFÍO CULTURAL

La cultura no sólo está partida en piezas sueltas sino que también se quebró en dos bloques. La gran disyunción entre la cultura de las humanidades y la cultura científica que comenzó en el siglo XIX y se agravó en el XX trae consigo graves consecuencias para ambas. La humanista es una cultura genérica que, por intermediación de la filosofía, el ensayo, la novela, nutre la inteligencia general, afronta las grandes interrogantes humanas, estimula la reflexión acerca del saber y favorece la integración personal de los conocimientos. La cultura científica, de naturaleza muy diferente, separa los campos de conocimiento; suscita admirables descubrimientos, teorías geniales, pero no una reflexión sobre el destino humano ni acerca del devenir de la propia ciencia. La cultura de las humanidades tiende a convertirse en una especie de molino sin granos de los hallazgos científicos acerca del mundo y la vida que debería alimentar sus grandes interrogantes; la otra, privada de introspección sobre problemas generales y globales se vuelve incapaz de pensarse ella misma y de pensar los problemas sociales y humanos que se plantea.

El mundo técnico y científico ve únicamente como adorno o lujo estético la cultura de las humanidades, en tanto que ésta facilita lo que Simon llamaba el general problem solving, es decir, la inteligencia general que la mente humana aplica a los casos particulares. El mundo de las humanidades sólo ve en la ciencia un agregado de saberes abstractos o amenazantes.

EL DESAFÍO SOCIOLÓGICO

El terreno sometido a estos tres desafíos se extiende sin cesar con el acrecentamiento de los caracteres cognoscitivos de las actividades económicas, técnicas, sociales, políticas, en especial con los desarrollos generalizados y múltiples del sistema neurocerebral artificial llamado impropiamente informática, que se instala en simbiosis con todas nuestras actividades. Así, cada vez más:

·la información es materia prima que el conocimiento debe dominar e integrar;

·el conocimiento debe ser reexaminado y revisado permanentemente por el pensamiento;

·el pensamiento es más que nunca el capital más preciado para el individuo y la sociedad.

EL DESAFÍO CÍVICO

El debilitamiento de una percepción global conduce al debilitamiento del sentido de responsabilidad, donde cada uno tiende a hacerse responsable exclusivamente de su labor especializada, así como al debilitamiento de la solidaridad, al ya no percibir el nexo orgánico con su localidad y sus conciudadanos.

Hay un déficit democrático creciente causado por la apropiación de gran número de problemas vitales por parte de los expertos, especialistas y técnicos.

El saber se ha vuelto cada vez más esotérico (accesible sólo a los especialistas) y anónimo (cuantitativo y formalizado). De igual modo, el conocimiento técnico está reservado para los expertos, cuya competencia en un dominio cerrado va acompañada de incompetencia cuando dicho dominio está parasitado por influencias externas, o bien modificado por algún acontecimiento nuevo. En tales condiciones, el ciudadano pierde su derecho al conocimiento. Tiene derecho a adquirir un saber especializado si cursa estudios ad hoc, pero ha sido desposeído como ciudadano de cualquier punto de vista englobante y pertinente. Si aún es factible discutir en el café acerca de la conducción de la maquinaria del Estado, ya no es posible comprender tanto cuál es el resorte que provoca el crash asiático, o qué impide que ese crash provoque una crisis económica mayor; y por lo demás, los propios expertos están profundamente divididos acerca del diagnóstico y la política económica que debe adoptarse. Si fue posible seguir los acontecimientos de la segunda guerra mundial con banderitas sobre un mapa, ahora es imposible concebir los cálculos y las simulaciones de las computadoras que trazan los escenarios de la guerra futura. El arma atómica desposeyó totalmente al ciudadano de la posibilidad de pensarla y de controlarla. Su utilización quedó exclusivamente en manos del jefe de Estado, sin que deba consultar a ninguna instancia democrática regular. Mientras la política se vuelve más técnica, más retrocede la competencia democrática.

La continuación del proceso tecnocientífico actual, proceso que por cierto es ciego y escapa a la conciencia y a la voluntad de los propios científicos, conduce a una regresión considerable de la democracia. Así, mientras que el experto pierde la aptitud de concebir lo global y lo fundamental, el ciudadano pierde el derecho al conocimiento. A partir de ahí, la desposesión del saber, tan mal compensada por la difusión mediática, plantea el nuevo problema histórico capital: la necesidad de una democracia cognoscitiva.

Actualmente es imposible democratizar un saber por naturaleza compartimentado y esoterizado. ¿No sería posible considerar acaso, a partir de ahora, una reforma del pensamiento que permitiera afrontar el enorme desafío que nos encierra en la siguiente alternativa: o bien soportar el bombardeo de incontables informaciones que nos llueven cotidianamente en los periódicos, radios, televisores, o bien confiar en las doctrinas que solamente retienen de las informaciones aquello que las confirma o las hace inteligibles, rechazando como error o ilusión lo que las desmiente o les es incomprensible? Este problema se presenta tanto para el conocimiento cotidiano del mundo como para el conocimiento de todas las cosas humanas y el propio conocimiento científico.

EL DESAFÍO DE DESAFÍOS

Un problema crucial de nuestro tiempo es la necesidad de aceptar todos los desafíos interdependientes que acabamos de enumerar.

Sólo la reforma del pensamiento permitiría el pleno uso de la inteligencia para responder a estos desafíos y que permitiría la conexión de las dos culturas disyuntas. Se trata de una reforma, no programática sino paradigmática, que concierne a nuestra aptitud para organizar el conocimiento.

Todas las reformas concebidas hasta ahora han girado alrededor de ese hoyo negro en que se encuentra la necesidad profunda de nuestras mentes, nuestra sociedad, nuestro tiempo y, por lo mismo, nuestra enseñanza. No notaron la existencia de ese hoyo negro porque provienen del tipo de inteligencia que es preciso reformar.

La reforma de la enseñanza debe conducir a la reforma del pensamiento y la reforma del pensamiento debe conducir a la reforma de la enseñanza.

 

1 …es decir la especialización que se encierra en sí misma sin permitir la integración a una problemática global ni una concepción de conjunto del objeto del que sólo considera un aspecto o una parte.

2 Cri d’alarme pour le XXIème siècle. Dialogue entre Daisaku Ikeda et Aurelio Peccei, París, PUF, 1986.

3 El pensamiento que recorta y aísla permite que los especialistas y expertos sean muy eficaces en sus compartimentos y que cooperen eficientemente en sectores no complejos del conocimiento, en especial los que se refieren al funcionamiento de máquinas artificiales; pero la lógica a que obedecen extiende sobre la sociedad y las relaciones humanas las imposiciones y los mecanismos inhumanos de la máquina artificial y su visión determinista, mecanicista, cuantitativa, formalista; ignora, oculta o disuelve todo lo subjetivo, afectivo, libre, creador.

4 Le débat interdit: monnaie, Europe, pauvreté, París, Arléa, 1995.

2. LA MENTE BIEN ORDENADA

No se enseña a los hombres a ser honestos,
se les enseña todo lo demás.

PASCAL

La finalidad de nuestra escuela […] consistiría en revelar al pueblo […], en enseñarle a repensar lo pensado, a desaber lo sabido y a dudar de su propia duda, que es el único modo de empezar a creer en algo.

JUAN DE MAIRENA1

Montaigne formuló el fin primero de la enseñanza: es mejor una mente bien ordenada que una muy llena.

Está claro lo que significa “una mente muy llena”: es aquella donde el saber se acumula, se apila, y que no dispone de principios de selección y organización que puedan darle sentido. “Una mente bien ordenada” significa que, más que de un saber acumulado, lo importante es disponer al mismo tiempo:

·de una aptitud general para plantear y abordar los problemas,

·de principios organizadores que permitan relacionar los saberes y darles sentido.

LA APTITUD GENERAL

Recordemos que, como decía H. Simon, el espíritu humano es un GPS (general problems setting and solving). Contrariamente a la opinión extendida en la actualidad, el desarrollo de las aptitudes generales del espíritu permite tanto el desarrollo de aptitudes particulares como especializadas. Mientras mayor sea la inteligencia general, mayor será su capacidad para ocuparse de problemas especiales. La educación debe favorecer la aptitud natural de la mente para plantear y resolver problemas y, correlativamente, estimular el uso integral de la inteligencia general.

Este uso integral requiere del libre ejercicio de la facultad más extendida y más vital en la infancia y la adolescencia: la curiosidad, que la instrucción tan a menudo sofoca.2