Para mis padres y mis amigos,
para ti y para mí
UNO
Mare
Nos sumergimos en el silencio durante un prolongado momento.
Corvium se tiende a nuestro alrededor y, aunque está llena de personas, se siente vacía.
Divide y vencerás.
Las implicaciones de este precepto son claras, las líneas muy visibles. Farley y Davidson me miran con igual intensidad y yo les devuelvo la mirada.
Supongo que Cal no tiene la menor idea de que ni la Guardia Escarlata ni Montfort le permitirán ocupar el trono que persigue. Supongo que la corona le importa más que lo que cualquier Rojo pueda pensar. Y creo que nunca debería llamarlo Cal otra vez.
Su nombre es Tiberias Calore, el rey Tiberias, Tiberias VII.
Ése es el nombre con el que nació, el que usaba cuando lo conocí.
Ladrona, me llamó entonces. El mío era ése.
¡Ojalá pudiera olvidar la última hora, retroceder en el tiempo, tambalearme y tropezar! Disfrutaría un segundo más de ese espacio curiosamente agradable donde lo único que sentía era el dolor de músculos cansados y huesos restablecidos, el vacío después de la adrenalina de la batalla, la certeza del amor y el apoyo de Cal. A pesar de mi sufrimiento, no soy capaz de odiarlo por su decisión; la cólera vendrá más tarde.
El rostro de Farley trasluce inquietud, algo raro en ella; estoy habituada a la fría determinación o la ardiente furia de Diana Farley. Reacciona a mi mirada con una mueca de su boca, cubierta de cicatrices.
—Transmitiré la decisión de Cal al resto de la comandancia —rompe la callada tensión con voz suave y comedida—; únicamente a la comandancia, Ada difundirá el mensaje.
El primer ministro de Montfort baja la barbilla para señalar su acuerdo.
—Sospecho que los generales Cisne y Tambor ya están al corriente de estos sucesos; han seguido con atención a la reina Lerolan desde que entró en escena.
—Anabel Lerolan estuvo en la corte de Maven el tiempo suficiente, unas semanas por lo menos —declaro firme y vigorosa; debo parecer fuerte pese a que no me sienta así: es una buena mentira—. Puede ser que ella tenga más información de la que yo les di a ustedes.
—Quizás —el premier sube y baja la cabeza con aire reflexivo y entrecierra los ojos en lo que mira el suelo y esboza un plan; hasta un niño sabría que el camino que nos aguarda será arduo—, y ésa es la razón por la que tengo que regresar allá —añade como si se disculpara, como si temiera mortificarme cuando sólo cumple con su deber—. Hay que mantener los ojos y oídos bien abiertos, ¿eh?
—¡Ojos y oídos bien abiertos! —respondemos al unísono, para nuestra mutua sorpresa.
Mientras abandona el callejón, el sol reluce en su cabello gris y lustroso; después del combate, tuvo el cuidado de eliminar el sudor y la ceniza y reemplazar por uno limpio su uniforme manchado de sangre, para recuperar así su acostumbrado porte ordinario y sereno: sabia decisión. Los Plateados gastan demasiada energía en su aspecto, en el falso orgullo de la fuerza y el poder visibles, y nadie lo hace más que el rey Samos y su familia, quienes ahora se encuentran en la torre que se levanta sobre nosotras. Junto a Volo, Evangeline, Ptolemus y la siseante reina Viper, Davidson pasaría inadvertido, podría fundirse con las paredes si quisiera. No lo verán venir, no nos verán venir.
Trago saliva con aliento entrecortado para proseguir el hilo de mis pensamientos: Y Cal tampoco.
Tiberias, me corrijo al instante, cierro la mano y clavo las uñas en mi piel con un aguijonazo placentero. Llámalo Tiberias.
Las negras murallas de Corvium lucen pacíficas y descubiertas sin el cerco. Dejo de ver a Davidson y miro a los parapetos que rodean la sección central de la ciudad-fortaleza. La escalofriante ventisca acabó hace mucho tiempo, la oscuridad se disipó y ahora todo parece aquí más pequeño, menos imponente. En otra época, se obligaba a los soldados Rojos a atravesar esta ciudad como si fueran ganado, la mayoría de ellos en marcha a su inevitable muerte en una trinchera; ahora son Rojos quienes patrullan las murallas, puertas y calles, y se sientan junto a reyes Plateados para hablar de la guerra. Algunos soldados cubiertos con pañoletas carmesíes deambulan por doquier con ojos ágiles como flechas y mantienen a la mano sus desgastadas armas. Nadie tomará por sorpresa a la Guardia Escarlata, pese a que haya escaso motivo para que esté nerviosa, al menos por lo pronto; los ejércitos de Maven se hallan en retirada y ni siquiera Volo Samos se atrevería a intentar un ataque desde el interior de Corvium cuando necesita a la Guardia, a Montfort y a nosotros, y menos todavía cuando Cal —¡Tiberias, tonta!— ya ha pronunciado una hueca arenga a favor de la igualdad. Volo lo necesita tanto como a nosotros: su nombre, su corona y su maldita mano en ese abominable matrimonio con su infame hija.
La cara se me enciende, avergonzada por el rastro de celos que se apodera de mí. Perder a Tiberias tendría que ser la última de mis preocupaciones, no debería dolerme tanto como el riesgo de que yo caiga, seamos derrotados en la guerra y permitamos que toda nuestra lucha haya sido inútil, pero lo consigue. Lo único que puedo hacer es resistir.
¿Por qué no dije que sí?
Rechacé su ofrecimiento, lo rechacé a él. No habría podido aguantar otra traición, suya… y mía. Te amo es una promesa que ambos hicimos y rompimos. Debería significar Te elijo por encima de todo, te quiero más que a nada en el mundo, te necesitaré siempre, no podría vivir sin ti, haré cuanto sea preciso para impedir que nos separemos.
Él no lo hizo. Yo tampoco.
Yo valgo menos que su corona y él vale menos que mi causa.
Y mucho menos que mi temor a otra jaula. Consorte, dijo, y me tendió una corona imposible. Haría de mí una reina si pudiese relegar de nuevo a Evangeline. Pero ya sé cómo luce el mundo a la derecha de un rey y no quiero volver a vivir de esa forma. Aun cuando Cal no es Maven, el trono es el mismo, cambia a la gente, la corrompe.
¡Qué extraño destino habría sido el de Tiberias con su corona, su reina Samos y yo! Muy a mi pesar, una parte de mí querría haber dicho que sí. Habría sido sencillo, una oportunidad para rendirme, dar marcha atrás, ganar… y disfrutar de un panorama que ni siquiera en sueños habría imaginado: darle a mi familia una vida mejor, mantenerla a salvo y estar junto a Cal, permanecer a su lado, ser una chica Roja del brazo de un rey Plateado, con poder para cambiar el mundo, matar a Maven, dormir libre de pesadillas y vivir sin temor.
Muerdo con fuerza mi labio para ahuyentar ese deseo. Es demasiado tentador y casi justifico la decisión de Tiberias; incluso separados, nos comprendemos.
Farley cambia ruidosamente de postura para llamar mi atención: suspira, se recarga en el muro de la callejuela y cruza los brazos. A diferencia de Davidson, omitió el reemplazo de su ensangrentado uniforme, que después de todo no es tan repugnante como el mío, libre como está de fango y mugre. Aunque tiene manchas de sangre plateada, se han secado y ennegrecido. Clara nació hace apenas unos meses y Farley porta con garbo el peso adicional que persiste en sus caderas. Si acaso sentía compasión, la ha sustituido por una rabia que chispea en sus ojos azules y que no dirige contra mí sino al cielo, a la torre que se eleva frente a nosotras, donde un peculiar consejo de Plateados y Rojos pretende decidir ahora nuestro destino.
—Ahí estaba él —no espera a que pregunte de quién habla—, con su cabellera plateada, ancho cuello y ridícula armadura. Respira en este mundo todavía, pese a que traspasó con una daga el corazón de Shade.
Hundo más las uñas en mi carne cuando pienso en Ptolemus Samos, el príncipe de la Fisura, el asesino de mi hermano. Al igual que Farley, siento una furia súbita y un arranque de vergüenza.
—Tienes razón.
—Y todo porque tú hiciste un trato con su hermana y cambiaste su vida por tu libertad.
—La cambié por mi venganza —admito con voz tenue—. Y sí, le di mi palabra a Evangeline.
Exhibe los dientes con indignación manifiesta.
—Le diste tu palabra a una Plateada y esa promesa vale menos que las cenizas.
—Es una promesa de todos modos.
Gruñe, se endereza y voltea hacia la torre. ¿Cuánto dominio debe ejercer sobre sí misma para no ir en este instante a sacarle los ojos a Ptolemus? Yo no la detendría si lo intentara; de hecho, acercaría una silla para ver el espectáculo.
Abro el puño y libero mi dolor. Doy un paso para acortar la distancia entre nosotras y luego de un segundo de vacilación poso una mano en su brazo.
—Yo hice esa promesa, Farley, no tú ni nadie más.
Esta afirmación la apacigua y su mueca de disgusto se torna en una sonrisa de complicidad. Me mira con ojos espléndidamente azules en los que se refleja la luz del sol.
—Tal vez serías mejor para la política que para la guerra, Mare Barrow.
Le dirijo un gesto acongojado.
—Son lo mismo —una difícil lección que aprendí por fin—. ¿Crees que lograrás matarlo?
En otro tiempo, la insinuación de lo contrario le habría merecido una burla, porque ella es, como se debe, una mujer dura con una coraza más dura todavía, pero algo —quizá Shade, con certeza Clara, el vínculo que ahora compartimos— me permite ver más allá de la pétrea y segura apariencia de la general, quien titubea a la vez que la sonrisa se le desdibuja.
—No sé —murmura—; lo que sí sé es que no podría volver a verme a los ojos ni mirar a Clara si no tratara de hacerlo.
—Yo tampoco si te dejara morir en el intento —le aprieto el brazo—. ¡Por favor, no vayas a cometer una tontería!
De pronto recupera la sonrisa y parpadea.
—¿Desde cuándo soy una tonta, Mare Barrow?
Siento una punzada en las cicatrices de mi nuca, que había olvidado casi por completo. Este dolor es poca cosa en comparación con lo demás.
—¿Adónde nos llevará todo esto? —digo, con la esperanza de que recapacite, pero sólo sacude la cabeza.
—No puedo contestar una pregunta que tiene tantas respuestas.
—Me refiero a Shade, a Ptolemus: ¿qué ocurrirá después de que lo mates: Evangeline te matará a ti y a Clara, yo acabaré con ella y así sucesivamente, sin final a la vista? —aunque no soy ajena a la muerte, esto parece distinto, desenlaces calculados, algo propio de Maven, no de nosotras. Por más que hace ya mucho tiempo que ella puso la mira en Ptolemus, cuando yo me hacía pasar por Mareena Titanos actuábamos en nombre de la Guardia, de una causa, de algo diferente a la venganza ciega y sanguinaria.
Sus ojos se amplían, vehementes e insoportables.
—¿Quieres que le permita vivir?
—¡Por supuesto que no! —escupo casi—. No sé qué quiero ni lo que digo —se me atora la lengua—, pero puedo preguntar de todas formas. Sé lo que la venganza y la ira le hacen a una persona, a quienes la rodean, y no quiero que Clara crezca sin la compañía de su madre.
Aparta toscamente la mirada y oculta el rostro, aunque no tan rápido para esconder una repentina oleada de lágrimas que no alcanzan a rodar por sus mejillas. Agita un hombro y me aleja.
Insisto, debo hacerlo, tiene que oír esto.
—Ya perdió a Shade y si le dieran a escoger entre vengar a su padre y conservar a su madre, sé lo que decidiría.
—A propósito de decisiones —suelta, sin mirarme aún—, estoy muy orgullosa de la que tomaste tú.
—No cambies de tema, Farley…
—¿Oíste bien, Niña Relámpago? —fuerza una sonrisa y presenta una cara demasiado roja—. ¡Dije que estoy orgullosa de ti! Apunta eso, atesóralo en tu memoria, porque quizá no vuelvas a escucharlo jamás.
Muy a mi pesar, lanzo una carcajada enigmática.
—¿De qué exactamente estás orgullosa?
—Antes que nada, de tu buen gusto para vestir —sacude la tierra revuelta con sangre adherida a mi hombro— y de tu carácter amable y sosegado —río de nuevo—, aunque también porque sé lo que se siente perder al hombre que amas —esta vez es ella quien me toma del brazo, quizá para que no escape de una conversación para la que no creo estar preparada.
Escógeme, Mare. Estas palabras se pronunciaron hace apenas una hora; es lógico que me persigan todavía.
—Lo sentí como una traición —fijo la mirada en su barbilla para no tener que verla a los ojos. La cicatriz en la comisura izquierda de su boca es profunda, tira de sus labios hacia un lado; es una tajada limpia, obra de un estoque certero, que no tenía cuando la conocí, a la luz de una vela azul en el viejo carromato de Will Whistle.
—¿De Cal? ¡Desde luego…!
—No, no de él —la nube que en ese momento atraviesa el cielo nos cubre con sombras móviles. Por extraño que parezca, la brisa del verano es fría y me hace temblar, así que siento un deseo instintivo de Cal y su tibia presencia, porque él nunca permitió que padeciera frío. Esta idea, lo que ambos dejamos atrás, me revuelve el estómago—. Me hizo promesas —continúo—, pero yo se las hice también y las quebranté. Y él tiene otras más por cumplir, que se hizo a sí mismo y a su difunto padre. Ya amaba la corona antes de que me amara a mí, lo supiera o no. Y al final cree que hace lo correcto por nosotros, por todos. ¿Cómo podría culparlo por ello?
Debo esforzarme para enfrentar la mirada inquisidora de Farley. No tiene una respuesta para mí, o no una que me complazca, al menos. Pese a que se muerde el labio para contener lo que quiere decir, el recurso no surte efecto.
Ríe e intenta ser cordial, aunque se muestra tan quisquillosa como siempre.
—No lo disculpes.
—No lo hago.
—Da la impresión de que sí —suspira con exasperación—. Por excepcional que sea, un rey no deja de ser un rey. Aun si puede ser una buena persona, eso no significa que no sea lo que es.
—Quizá también habría sido lo correcto para mí, para los Rojos. ¿Imaginas lo que una reina Roja sería capaz de hacer?
—Muy poco, Mare, si acaso algo —responde con extrema seguridad—. Cualquier cambio causado por la presencia de una corona en tu cabeza sería demasiado lento, muy limitado —baja la voz—, y fácil de anular. No perduraría; todo lo que hemos conseguido se acabaría contigo. No me lo tomes a mal, pero el mundo que queremos edificar debe vivir más que nosotros.
En beneficio de quienes habrán de sucedernos.
Me traspasa con su mirada, imbuida de una concentración casi inhumana. Clara tiene los ojos de Shade, no los de ella; son dulces, no insondables. ¿Qué piezas de la pequeña terminarán por corresponder algún día a cada uno de sus padres?
La brisa sacude su cabello recién cortado, que bajo la sombra de las nubes es de un oro oscuro. Cicatrices aparte, es joven todavía, sólo una hija más de la guerra y el desastre. Ha visto cosas peores que yo, ha hecho más de lo que yo haré nunca; también se ha sacrificado y sufrido más. Su madre, su hermana, mi hermano y su amor; lo que de niña soñó ser: todo eso se ha evaporado. Si es capaz de continuar y mantener viva su fe en lo que perseguimos, yo puedo hacerlo de igual forma. Por más que choquemos, confío en ella, y sus palabras son un consuelo extraño pero necesario; en mi mente he discutido tanto conmigo misma que ya estoy fastidiada.
—Es cierto —algo se libera en mi interior y permite que el estrafalario sueño del ofrecimiento de Cal se hunda en las tinieblas para no regresar nunca.
No seré jamás una reina Roja.
Me aprieta el hombro y esto casi duele. A pesar de los sanadores, sufro toda clase de malestares y la mano de ella es demasiado vigorosa aún.
—Además —agrega—, no serías tú quien ocupase el trono. La reina Lerolan y el rey de la Fisura aseguraron sin ambages que será la chica Samos quien lo haga.
Esta idea me hace resoplar. Evangeline Samos dejó ver tan claramente sus intenciones en la sala del consejo que me sorprende que Farley no lo haya notado.
—No si ella puede evitarlo.
—¿De qué hablas? —abre mucho los ojos y me alzo de hombros.
—Viste lo que hizo ahí, la forma en que te provocó —el recuerdo es todavía tan fresco que sigue vivo en mi memoria: frente a todos, Evangeline llamó a su lado a una ayudante Roja, rompió una copa y obligó a la pobre doncella a recogerla por mero capricho, para encolerizar a todas las personas de sangre bermellón presentes en la sala. No es difícil comprender sus motivos y lo que esperaba conseguir—. No quiere participar en esa alianza si eso significa que debe casarse con… Tiberias.
Por una vez, todo indica que la tomé desprevenida; parpadea perpleja, aunque también intrigada.
—Como sea, ella está de vuelta en el punto de partida. Pensé… no pretendo entender la conducta Plateada, pero…
—Evangeline es ahora una princesa por derecho propio y con todo lo que quiso siempre; no creo que desee volver a pertenecerle a nadie y eso es lo que su compromiso matrimonial representó en todo momento para ella… y para él —añado con pesadumbre—: una alianza en busca de poder. Ahora ya lo tiene —se me adelgaza la voz— o no lo quiere más.
Recuerdo el periodo que pasé con ella en el Palacio del Fuego Blanco. Para Evangeline fue un alivio que Maven se casara con Iris Cygnet, y no sólo porque él era un monstruo sino también porque, pienso… ella quiere a otra persona más que a sí misma o que la corona de Maven.
Elane Haven. Después de que esta Casa se rebeló en su contra, el monarca llamó a Elane la golfa de Evangeline. Pese a que no vi a Elane en el consejo, buena parte de su familia respalda a la de Samos, es su aliada. Y todos los Haven son sombras, capaces de desaparecer a voluntad. Es probable que Elane haya estado ahí todo el tiempo sin que yo lo supiese.
—¿Crees que ella intentaría trastornar la obra de su padre si pudiera? —semeja un gato que acabara de atrapar un rollizo ratón—. ¿Si alguien… le ayudara?
El amor no bastó para que Cal rechazara la corona, ¿bastará para que Evangeline lo haga?
Algo me dice que sí: todas sus estratagemas, su resistencia silenciosa, su propensión a estar siempre en el filo de la navaja.
—Quizás —esta palabra adquiere nuevo peso y significado para nosotras—. Tiene motivaciones propias. Y creo que eso nos brinda una ligera ventaja.
Esboza una sonrisa de labios torcidos. No obstante todo lo que sé, siento de súbito que la esperanza renace en mí. Para el momento en que ella me golpea el brazo, su sonrisa es de una franqueza absoluta.
—Bueno, Barrow, toma nota de nuevo: estoy muy orgullosa de ti.
—Tiendo a ser útil de vez en cuando.
Lanza una carcajada, da un par de pasos y me hace señas para que la siga. Parecería que la avenida en la que desemboca el callejón nos llamara, con losas fulgurantes sobre las que se derriten los últimos rastros de la nieve. No quiero retirarme de este oscuro y seguro rincón; el mundo más allá de este espacio reducido es demasiado grande aún. El corazón de Corvium se alza sobre nosotras, con la torre principal al centro. Respiro de manera entrecortada y me obligo a moverme; el primer paso resulta difícil, el segundo también.
—No es forzoso que vuelvas —susurra Farley cuando se coloca a mi lado y mira a la torre—. Te pondré al tanto de cómo acaba todo. Davidson y yo podemos manejarlo.
A pesar de que no sé si pueda soportar el retorno a la sala del consejo, y guardar silencio mientras Tiberias me lanza a la cara lo que hemos logrado, debo hacerlo: percibo cosas que los demás no pueden, sé cosas que otros ignoran. Tengo que volver, debo conseguirlo por la causa.
Y por él.
No puedo negar cuánto anhelo regresar por él.
—Deseo tener la misma información que tú —murmuro—, conocer todos los planes de Davidson. No volveré a entrar a ciegas en ningún proyecto.
Aprueba esto muy rápido, quizá demasiado.
—¡Por supuesto!
—Cuenta conmigo para lo que gustes, pero con una condición.
—¿Cuál?
Aflojo el paso y ella lo hace conmigo.
—Que él no termine muerto —ladea la cabeza como un perro confundido—. Destruye su corona, haz pedazos su trono, destroza su monarquía —la miro con toda la fuerza de que soy capaz y el relámpago reacciona en mi sangre con fervor, suplica que lo libere— pero no lo mates.
Toma aire con un siseo y se yergue cuan larga es. Se diría que puede ver a través de mí y llegar hasta mi imperfecto corazón. No cedo; me he ganado ese derecho.
Le tiembla la voz.
—Aunque no puedo prometértelo, lo intentaré; no te quepa la menor duda de ello, Mare.
Al menos no me miente.
Siento como si me hubiesen cortado en dos, como si quisiera avanzar en direcciones distintas. Una pregunta obvia flota en mi mente, otra decisión que quizá deba tomar. ¿Qué es más importante para mí: la vida de Tiberias o nuestra victoria? Ignoro qué lado elegiría si me viera en esa disyuntiva, a qué bando traicionaría. Saberlo me hiere en el alma y sufro donde nadie más puede llegar.
Supongo que esto fue lo que el vidente sugirió. Jon hablaba muy poco pero todo lo que dijo tenía un sentido calculado. Pese a que me resisto, sospecho que no tengo otra opción que la de aceptar el destino que él predijo.
Levantarse.
Y hacerlo sola.
Las losas ruedan bajo cada uno de mis pasos. La brisa sopla de nuevo, esta vez desde el oeste, y trae consigo el inconfundible aroma de la sangre. Reprimo la náusea al tiempo que todo vuelve en tropel: el cerco, los cadáveres, la sangre de ambos colores, mi muñeca rota cuando intenté zafarme de la mano del caimán; cuellos rotos, pechos destruidos, la carne al volar en pedazos, órganos refulgentes y huesos con puntas. En la batalla fue fácil distanciarse de ese horror, indispensable incluso; el miedo me habría costado la vida. Ahora no lo es ya; mi pulso se triplica y un sudor frío me cubre el cuerpo. A pesar de que sobrevivimos y vencimos, el terror de la derrota abrió en mi interior abismos muy profundos.
Los siento aún. Los nervios, los senderos eléctricos que mi relámpago trazó en cada persona a la que maté. Como finas y brillantes ramificaciones, cada uno de ellos era diferente, pero igual a los otros. Maté a demasiadas personas para contarlas, con uniformes rojos y azules, de Norta y lacustres por igual, Plateados todos ellos.
O por lo menos eso espero.
El temor de que no haya sido así me cimbra como un puñetazo en el vientre. Maven ha utilizado antes a los Rojos como carne de cañón o escudos humanos. Ni siquiera pensé en ello, ninguno de nosotros lo hizo o quizá no le importó: Davidson, Cal, aun Farley si en algún momento creyó que el resultado era más importante que el costo.
—¡Hey! —ella toma mi muñeca y doy un traspiés debido a su tacto, a la sensación de que sus dedos me rodean como un grillete. Me desprendo con un gesto enérgico y emito un gruñido; la vergüenza de que todavía reaccione de este modo me hace enrojecer.
Farley retrocede, sube las palmas y abre bien los ojos, aunque sin temer ni juzgar y sin pizca alguna de lástima. ¿Es comprensión lo que veo en ella?
—Lo siento —dice al instante—. Olvidé la excesiva sensibilidad de tus muñecas.
Agito un tanto la cabeza y meto las manos en los bolsillos para esconder las chispas púrpuras que crepitan en las puntas de mis dedos.
—Está bien. Aún no ha transcurrido…
—Lo sé, Mare; ocurre cuando nos relajamos. El cuerpo vuelve a procesar más cosas, en ocasiones demasiadas, y eso no es motivo de bochorno —inclina la cabeza en dirección opuesta a la torre—, como tampoco que te tomes algo de tiempo. El cuartel está…
—¿Hubo Rojos ahí? —señalo como autómata hacia el campo de batalla y las derruidas murallas de Corvium—. ¿Maven y los lacustres enviaron soldados Rojos junto con el resto?
Pestañea, presa de desazón.
—No que yo sepa —responde al fin y oigo zozobra en su voz. Lo mismo que yo, no lo sabe, no quiere saberlo; no lo soportaría.
Giro sobre mis talones y por una vez la fuerzo a seguirme. El silencio se impone de nuevo, rebosante de ferocidad y vergüenza en igual medida. Me sumerjo en él para torturarme, para recordar esa congoja y repugnancia. Vendrán más batallas; morirán más personas, sea cual sea el color de su sangre: así es la guerra, así es la revolución. Y otros quedarán atrapados en el fuego cruzado. Olvidar es condenarlos otra vez, y a quienes están por venir.
Mientras subimos la escalera de la torre mantengo las manos en los bolsillos. Un arete hiende mi piel y siento la tibia piedra roja contra la carne. Debería arrojarla por una ventana; si hay algo que tengo que olvidar es a él.
Pese a todo, el arete permanece.
Entramos juntas a la sala del consejo. Los bordes de mi visión se desdibujan e intento situarme en un lugar que ya conozco, observar y memorizar, buscar grietas en lo que se dice y descubrir secretos y mentiras en lo que se deja sin decir. Es una meta y una distracción. Comprendo la causa de que haya sentido tanto interés de regresar aquí cuando tenía todo el derecho a salir corriendo.
La razón no es que esto sea importante ni que yo sirva de algo, sino que soy egoísta, débil y asustadiza. No puedo estar sola, no todavía.
Así que ocupo una silla, escucho y miro.
Y en todo momento siento sus ojos sobre mí.
DOS
Evangeline
Sería fácil matarla.
Espigas de oro rosado se entrelazan con las joyas de tonalidades rojas, negras y naranjas que penden del cuello de Anabel Lerolan. Bastaría un leve movimiento de mi mano para rebanar la yugular de esta olvido, extraer de su cuerpo la sangre, y de su mente sus innúmeras confabulaciones, y poner fin a su vida y su malhadado compromiso matrimonial frente a todos los que asisten a esta sala: mi madre, mi padre y Cal, por no mencionar a los criminales Rojos y monstruos foráneos con los que hemos terminado por asociarnos. Pero no frente a Barrow, quien no ha vuelto todavía; quizá no haya dejado de llorar aún al príncipe que perdió.
Esto implicaría otra guerra, desde luego, la cual haría trizas una alianza endeble de por sí. ¿En verdad yo sería capaz de cambiar mis lealtades por mi dicha? Esta mera pregunta parece vergonzosa, incluso al abrigo de mi cabeza.
No cabe duda de que la vieja siente mi mirada. Sus ojos vuelan un segundo hasta mí, acompañados por una inconfundible sonrisita de suficiencia, mientras se arrellana en su asiento y resplandece de rojo, naranja y negro.
Son los colores de la Casa de Lerolan… y de Calore. Las filiaciones de Anabel son ostentosamente claras.
Con un escalofrío, bajo la vista y la concentro en mis manos. Una uña está muy lastimada, se rompió en el combate. Suspiro, doy forma de garra a una de mis sortijas de titanio y la vuelvo una zarpa en la punta de mi dedo. La hago chasquear sobre el brazo del trono que ocupo, así sea sólo para enfadar a mi madre. Ella me mira de reojo como única evidencia de su desdén.
Fantaseo tanto tiempo con matar a Anabel que pierdo el hilo de una asamblea cuyos miembros conspiran en insoportables círculos viciosos. Nuestro número ha menguado; sólo permanecen los líderes de nuestras facciones, reunidos a la carrera: generales, caballeros, capitanes e hijos de la realeza. El jefe de Montfort habla, después lo hace mi padre, más tarde Anabel y el ciclo empieza de nuevo. Todos hacen gala de palabras medidas, sonrisas falsas y promesas vacías.
¡Cómo me gustaría que Elane estuviera aquí conmigo! Debí traerla. Ella misma me pidió venir; no, lo suplicó. Siempre ha querido estar a mi lado, aun de cara al peligro extremo. Trato de no pensar en los últimos momentos que pasamos juntas, con su cuerpo entre mis brazos. Es más delgada que yo, pero también más sedosa. Ptolemus cuidó mi puerta y se encargó de que nadie nos molestara.
—Déjame ir contigo —murmuró ella en mi oído una docena, un centenar de veces. Su padre y el mío nos lo prohibieron.
¡Ya basta, Evangeline!
Me maldigo ahora. En medio de este caos, nadie habría reparado en ella. Después de todo, es una sombra, y una chica invisible es fácil de disimular. Tolly me habría ayudado; si se lo hubiera pedido, no se habría negado a que su esposa nos acompañara. Pero no pude hacerlo; había que ganar antes una batalla, en la que nuestro triunfo distaba de estar asegurado, y no quise correr ese riesgo con ella. Aunque es talentosa, no es una guerrera, y en el fragor de la batalla sólo habría sido para mí una distracción y un motivo de inquietud. No podía permitirme nada de eso entonces, mientras que ahora…
Detente.
Mis dedos se ensortijan en los brazos de mi trono y claman por convertir el hierro en piezas dentadas. En mi hogar, el sinfín de galerías metálicas de la Casa del Risco es una terapia a mi disposición. Puedo destruirlas en paz, canalizar mi furia emergente hacia estatuas en incesante estado de cambio sin tener que preocuparme de lo que piensen los demás. ¿Podré hallar en Corvium la privacidad necesaria para hacer algo así? La esperanza de esa liberación es lo que evita que yo pierda el juicio. Araño la silla con mi zarpa, metal contra metal, con tanta reserva que sólo mi madre puede oírlo. No me reprenderá por esta causa frente al resto de nuestro insólito consejo. Si he de ser exhibida, ¿por qué no habría de disfrutar de las escasas ventajas de ello?
Aparto al fin mis pensamientos del vulnerable cuello de Anabel y la ausencia de Elane. Tengo que prestar atención si pretendo burlar en verdad el plan de mi padre.
—El ejército del rey Maven está en retirada. No debemos darle tiempo de reagruparse —dice con frialdad el rey de la Fisura y a sus espaldas las altas ventanas de la torre indican que el sol ha comenzado a ocultarse bajo las nubes que perduran en el horizonte; el devastado paisaje humea aún—; es decir, en tanto que él se lame las heridas.
—Ese rapazuelo ya está en el Obturador —replica al punto la reina Anabel. Ese rapazuelo. Habla de Maven como si no fuera su nieto; imagino que nunca más admitirá que lo fue tras la participación de él en el asesinato de su hijo, el rey Tiberias. Maven no es de la misma sangre que Anabel, sino de la de Elara.
Ella se inclina sobre sus codos y une sus arrugadas manos. Su antiguo anillo de bodas, radiante aunque maltrecho, titila en uno de sus dedos. Cuando nos tomó por sorpresa en la Casa del Risco y anunció su intención de respaldar a su nieto, no llevaba puesto ningún metal digno de nota, para huir así de nuestro sentido como magnetrones. Ahora los porta con descaro y nos reta a usar en su contra la corona o las alhajas que presume. Cada parte de sí es una decisión calculada y ella misma no carece de armas. Fue una guerrera antes de que fuese la reina, una oficial en el frente lacustre. Es una olvido que con su mortífero tacto puede destruir y hacer estallar algo… o a alguien.
Si no detestara lo que ella pretende imponerme, respetaría al menos su dedicación.
—A estas alturas —añade—, la mayoría de sus fuerzas están ya más allá de la Cascada de la Doncella y han cruzado la frontera a la comarca de los Lagos.
—El ejército lacustre también está herido y es igual de vulnerable. Ataquemos ahora que podemos hacerlo, así sea sólo para liquidar a los rezagados —mi padre desplaza la vista desde Anabel a uno de nuestros caballeros Plateados—. La flota aérea de Laris podría estar lista en menos de una hora, ¿no es así?
El Lord general Laris se espabila bajo la mirada de mi padre. Su copa está vacía, permitiéndole disfrutar la embriaguez de la victoria. Tose y se aclara la garganta; percibo su aliento etílico hasta el otro lado de la cámara.
—En efecto, su majestad; basta con que usted lo ordene.
Una voz grave lo interrumpe.
—Me opondré si lo hace.
Cal elige con esmero sus primeras palabras desde que retornó de su rencilla con Mare Barrow. Como su abuela, viste de negro con ribetes rojos, en sustitución del uniforme prestado que usó en la batalla. Se revuelve en su asiento junto a Anabel, en el puesto que ella le asignó como su rey y causa. Su tío Julian, de la Casa de Jacos, ocupa su izquierda, mientras que la reina Lerolan se alza a su derecha. Flanqueado por esos dos Plateados de sangre noble y poderosa, Cal presenta un frente unido, un rey que merece nuestro apoyo por partida doble.
Por eso lo odio.
Él podría haber puesto fin a mi suplicio si hubiese roto nuestro compromiso y rechazado mi mano, cuando mi padre se la ofreció. A cambio de la corona, sin embargo, se deshizo de Mare; a cambio de la corona, me tendió una trampa.
—¿Qué? —dice mi padre por toda respuesta. Es un hombre de pocas palabras y menos preguntas todavía. El mero acto de oír su interrogante resulta perturbador y, muy a mi pesar, me tenso.
Cal ensancha despacio los hombros, de suyo amplios. Apoya el mentón en sus nudillos y entreteje las cejas en un gesto reflexivo. Se ve más grande, listo y maduro de lo que es, al mismo nivel que el rey de la Fisura.
—Dije que me opondré a la orden de despachar la flota aérea, o cualquier otro destacamento de nuestra coalición, para que ejecute tareas de caza en territorio hostil —explica sin alterarse y debo admitir que aun sin corona se comporta como un rey, dueño de un aire que impone atención, si no es que respeto. No es de sorprender que sea así: fue educado para esto y, si algo, se distingue por ser un pupilo empeñoso. Su abuela frunce los labios en una sonrisa tensa pero genuina; está orgullosa de él—. El Obturador es un campo minado todavía y tenemos muy poca información de inteligencia de la cual valernos más allá de la Cascada. Podría ser una trampa; no pondré en riesgo a nuestros soldados.
—Cada parte de esta guerra entraña un peligro —ruge Ptolemus, al otro lado de mi padre, mientras realiza un despliegue similar al de Cal y se yergue en su trono cuan largo es. El sol poniente tiñe de rojo su cabello y hace brillar sus satinados rizos argénteos bajo su corona principesca. Esa misma luz envuelve a Cal en los colores de su Casa: el carmín de sus ojos y el negro de las sombras a su espalda. Se sostienen la mirada el uno al otro, a la extraña manera de los hombres. Todo es competencia, río para mí.
—¡Qué sagaz es usted, príncipe Ptolemus! —exclama Anabel con un tono sarcástico—. Pero su majestad el rey de Norta conoce la guerra a la perfección y yo estoy de acuerdo con su análisis.
Ya lo llama rey. No soy la única que lo nota.
Cal baja los ojos, azorado. Se recupera pronto y aprieta la quijada con resolución. Su decisión está tomada. No cedas más, Calore.
El primer ministro de Montfort, Davidson, asiente desde su lugar. En ausencia de la comandante de la Guardia y de Mare Barrow, resulta fácil pasarlo por alto; me había olvidado de él casi por completo.
—Coincido —dice, e incluso su voz es anodina, sin inflexión ni acento—. También nuestros ejércitos necesitan tiempo para recuperarse, y esta coalición lo necesita para recobrar… —hace una pausa y piensa; aún soy incapaz de descifrar su expresión y esto me molesta en extremo. ¿Podrá un susurro infiltrar los escudos de su mente?— para recobrar su equilibrio.
Mi madre no es tan inconmovible como mi padre y fija en el líder nuevasangre su negra y calcinante mirada. Su serpiente la imita y parpadea en dirección al premier.
—¿Así que no hay agentes de inteligencia ni espías al otro lado de la frontera? Perdone usted, señor; yo tenía la impresión de que la Guardia Escarlata —casi escupe este apelativo— disponía de una intrincada red de espionaje tanto en Norta como en la comarca de los Lagos. Tal cosa sería sin duda de gran utilidad, a menos que los Rojos nos hayan engañado respecto a su fuerza —sus palabras destilan aversión como veneno salido del marfil de una víbora.
—Nuestros agentes operan como de costumbre, su majestad.
La general Roja, la rubia con el permanente gesto de desdén, irrumpe en la sala, seguida por Mare. Emergen del acceso en un costado del recinto, que atraviesan para ir a sentarse con Davidson. Se mueven con rapidez y sigilo, como si de esa forma pudiesen evitar que la sala las mire.
Mientras se acomoda en su asiento, Mare fija los ojos justo en mí. Para mi sorpresa, su vista me provoca una emoción extraña. ¿Será vergüenza? No, no es posible, aunque mis mejillas se encienden; espero no colorear mis mejillas, de enojo ni de pena, sentimientos que se agitan por igual en mi interior, y por un buen motivo. Desvío la mirada hacia Cal, así sea sólo para distraerme con el único sujeto en este sitio que se siente más desdichado que yo.
Aunque él aparenta que la presencia de Mare no le afecta, no es su hermano; en contraste con Maven, no sabe ocultar sus emociones. Un tono de plata brota debajo de su piel y colorea sus mejillas, su cuello e incluso la punta de sus orejas. La temperatura de la sala aumenta un poco, por efecto de la emoción que él combate, sea cual fuere. ¡Vaya idiota!, profiero en mi mente. Tomaste tu decisión, Calore, y nos condenaste a ambos. Finge por lo menos que eres capaz de guardar la compostura. Si alguien debiera perder el juicio a causa del desconsuelo soy yo.
Doy por hecho que se pondrá a maullar como un gatito, pero en vez de eso parpadea con violencia y deja de ver a la Niña Relámpago. Cierra un puño sobre el brazo de su silla y su pulsera flamígera relumbra bajo el sol moribundo. Se controla; ninguno de los dos arde en llamas.
En comparación con él, Mare es una roca: rígida, implacable, insensible. No suelta un solo chispazo, únicamente me mira; me perturba pero no me reta. Por curioso que parezca, sus pupilas están desprovistas de su furia habitual; pese a que no son cordiales, tampoco desbordan aversión. Pienso que tiene pocas razones para odiarme ahora. Mi pecho se tensa; ¿sabe que la decisión no fue mía? Seguro que sí.
—¡Me alegra que haya vuelto, señorita Barrow! —le digo en serio; ella siempre es garantía de que los príncipes Calore se distraigan.
En lugar de contestar, cruza los brazos.
Por desgracia su colega, la general de la Guardia, no es tan proclive al silencio; tienta al destino y pone mala cara ante mi madre.
—Nuestros agentes se turnan ya para seguir el repliegue del ejército del rey Maven y nos informan que éste avanza a marchas forzadas hacia Detraon. Maven y algunos de sus generales abordaron navíos en el lago Eris, parece que también en dirección a esa ciudad, en la que, se dice, habrán de celebrarse las exequias del monarca lacustre. Ellos cuentan con un número de sanadores muy superior al nuestro; quien haya sobrevivido a la batalla estará en posibilidad de combatir más pronto que nosotros.
Anabel frunce el ceño y le lanza a mi padre una mirada aniquiladora.
—Sí, la Casa de Skonos está dividida aún entre las dos facciones y la mayoría de sus miembros todavía es leal al usurpador —Como si fuera culpa nuestra; hicimos todo lo posible, convencimos a cuantos pudimos—. Por no mencionar que la comarca de los Lagos tiene sus propias Casas sanadoras de la piel.
Davidson inclina la cabeza al mismo tiempo que hace un amplio ademán y exhibe una sonrisa tensa. Las arrugas en las comisuras de sus ojos delatan su edad. Calculo que tiene alrededor de cuarenta años, aunque es difícil asegurarlo.
Se lleva los dedos a la frente en una extraña especie de promesa o saludo.
—Montfort vendrá en su ayuda: pienso solicitar más sanadores, Plateados y ardientes por igual.
—¿Solicitar? —inquiere mi padre con sorna. Mientras los demás Plateados se muestran tan confundidos como él, me vuelvo en mi fila y mis ojos se cruzan con los de Tolly. Arruga el entrecejo; no sabe a qué se refiere el premier. El estómago se me retuerce y muerdo mi labio para contener esa sensación; es común que compensemos nuestras deficiencias a la par, pero esta vez los dos estamos perdidos. Y mi padre lo está también. Pese a mi disgusto con él, esto me asusta más que todo; es imposible que nos proteja de algo que escapa a su comprensión.
Mare no entiende tampoco y frunce la nariz para dejar constancia de su desconcierto. ¡Vaya gentuza!, maldigo para mí. Me pregunto si la eternamente malhumorada y marcada con cicatrices sabrá de qué habla Davidson.
Éste deja escapar una risita. El viejo se divierte. Baja los ojos y oscuras pestañas acarician sus mejillas. Sería apuesto si se lo propusiera; supongo que esto no representa ningún beneficio para sus intenciones.
—Como todos saben, no soy rey —mira a mi padre, Cal y Anabel, en ese orden—. Ocupo mi cargo por voluntad de mi pueblo, que dispone de otros políticos electos para que representen también sus intereses. Ellos deben aprobar todas las decisiones. Cuando regrese a Montfort para requerir más tropas…
—¿Regresará a Montfort? —lo ataja Cal y él para en seco—. ¿Cuándo pensaba decírnoslo?
El otro se encoge de hombros.
—Ahora.
Mare tuerce la boca, no sé si para sofocar una mueca o una sonrisa; es probable que para esto último.
No soy la única que se da cuenta de ello. Cal mira por turnos a la Niña Relámpago y al primer ministro, con desconfianza creciente.
—¿Y qué haremos en su ausencia, premier? —lo interroga—. ¿Lo esperaremos o combatiremos con una mano atada a la espalda?
—Me halaga que otorgue a Montfort tanta importancia para su causa, su majestad —sonríe—, pero lo siento, no puedo infringir las leyes de mi país, ni siquiera en tiempo de guerra. No traicionaré los principios de Montfort y me atendré a los derechos de mis ciudadanos. Después de todo, se cuentan entre quienes le ayudarán a usted a reclamar su país —la amonestación que sus palabras conllevan es tan obvia como la sonrisa que no se aparta de su rostro.
El soberano de la Fisura es mejor que Cal para esto y exhibe su propia sonrisa falsa.
—¡Jamás pediríamos a un gobernante que se volviese contra su pueblo, señor!
—¡Desde luego que no! —añade la marcada con cicatrices con mordacidad patente. Mi padre mantiene la calma ante esa falta de respeto, si bien sólo en favor de la coalición. De no ser por nuestra alianza, sospecho que la mataría al instante, para dar a todos una lección de buena educación.
Cal se tranquiliza un tanto y hace todo lo que puede por controlarse.
—¿Cuánto tiempo durará su ausencia, premier?
—Aunque todo depende de mi gobierno, no creo que el debate sea largo —responde.
La reina Anabel bate palmas, divertida, y su risa ahonda sus arrugas.
—¡No me diga! ¿Y qué es lo que su gobierno considera un debate largo?
Siento de súbito como si viera una obra montada con malos actores. Ninguno de ellos —mi padre, Anabel, Davidson— cree una sola palabra de lo que dicen los demás.
—Una controversia de varios años de duración —contesta Davidson con un suspiro y se pone a la altura del forzado humor de la reina Lerolan—. La democracia es sumamente entretenida; lamento que ninguno de ustedes la conozca aún.
Este remate busca herir y lo logra. A Anabel la sonrisa se le congela en el rostro y ella golpetea los dedos sobre la mesa, con igual propósito admonitorio. Su habilidad puede destruir sin esfuerzo, como las del resto de nosotros. Todos somos letales y nuestros motivos están en juego; no sé cuánto más podré soportarlo.
—Ardo en deseos de verla yo misma.
La temperatura aumenta antes de que estas palabras terminen de salir de la boca de Mare. Es la única que no mira a Cal. Él fija en ella ojos incandescentes al tiempo que su dentadura se posa sobre su labio. Mare no abandona su resolución ni su semblante de plácida indiferencia. Presumo que sigue el ejemplo de Davidson.
Me llevo una mano a la boca para ahogar una risa de sorpresa. Tengo que reconocer el enorme talento de Mare Barrow para disgustar a los Calore. ¿Será que lo planea? ¿Que no duerme mientras trama cómo confundir a Maven o distraer a Cal?
¿En verdad lo hace? ¿Sería capaz de tal cosa?
Mi primera reacción es apagar el rayo de esperanza que ilumina mi pecho, pero después permito que irradie.
Lo hizo con Maven: lo mantuvo ocupado, fuera de balance, lejos de ti. ¿Por qué no habría de hacer lo mismo con Cal?
—Usted sería entonces un buena emisaria de Norta —intento ofrecer una apariencia aburrida, poco interesada, nada ansiosa; no deseo que nadie se dé cuenta de que arrojo el hueso demasiado lejos, sabedora de que el cachorro correrá tras él. La Niña Relámpago me mira de pronto y alza un centímetro las cejas. ¡Vamos, Mare! Me alegra que nadie en este lugar pueda leer mi mente.
—No hará lo que dices, Evangeline —me reprende Cal de inmediato—. Sin afán de ofender, primer ministro, no sabemos lo suficiente de su nación…
Inclino a un lado la cabeza y parpadeo en dirección a mi prometido. Mi cabello de plata resbala sobre la armadura de escamas en mi clavícula. Por pequeño que sea, el poder que tengo ahora aviva mis sentidos.
—¿Y qué mejor forma entonces de conocer la República Libre? La Niña Relámpago será recibida como heroína, Montfort es un país nuevasangre y la presencia de Mare contribuirá a nuestra causa, ¿no es así, premier?
Fija en mí su mirada inexpresiva, con la que siento que me perfora. Ve todo lo que quieras, Rojo.
—No tenga usted la menor duda.
Calore se tensa en su silla. Su abuela asoma a su lado, menuda en comparación con él, aunque el parecido entre ambos destaca todavía: los mismos ojos broncíneos, anchos hombros y nariz recta; el mismo corazón guerrero y, en definitiva, idéntica ambición. Mientras ella habla, no le quita los ojos de encima, temerosa de su reacción.
—¿De modo que Lord Jacos y Mare Barrow representarán al legítimo rey de Norta junto con…?
La pulsera de él chisporrotea y escupe una llamita roja que llega muy despacio a sus nudillos.
—El legítimo rey de Norta se representará a sí mismo —asegura, con la vista puesta en el fuego.
Al otro lado de la sala, Mare aprieta los dientes. Aun cuando debo hacer acopio de toda mi moderación para guardar silencio, canto y bailo dentro de mí. ¡Qué fácil fue conseguirlo!
—¡Tiberias…! —silba Anabel y él no se molesta en atenderla; la reina Lerolan no puede presionarlo. Todo esto es obra tuya, vieja tonta. Lo declaraste rey; ahora debes obedecerlo.
—Admito que poseo un poco de la curiosidad natural de mi tío Julian y mi madre —expone Cal y el recuerdo de la reina Coriane lo suaviza. Debo reconocer que no sé mucho de ella; Coriane Jacos no era un tema del agrado de Elara—. Me gustaría visitar la República Libre y descubrir si todo lo que se dice de ella es cierto —su voz se diluye; ve a Mare como si quisiera que correspondiese a su mirada, pero ella no lo hace—. Me place ver las cosas directamente.
Davidson asiente con un brillo en las pupilas y su inexpresiva máscara cae por un segundo.
—Será usted muy bienvenido, su majestad.
—¡Gracias! —Cal extingue su fuego antes de batir los nudillos sobre la mesa—. Entonces está decidido.
Su abuela frunce los labios como si hubiera comido algo muy amargo.
—¿Decidido? —ríe—. ¡Nada está decidido todavía! Debes sentar tus reales en Delphie y proclamar tu capital; conquistar territorios, obtener recursos, ganarte a la gente, atraer más Grandes Casas a tu bando…
Él no da marcha atrás.
—Necesito recursos, abuela, soldados, y Montfort los tiene.
—¡Eso es muy cierto! —dice mi padre con una voz estruendosa que despierta un viejo temor en mi corazón.
¿Le encolerizó o le agradó que yo haya causado este enredo? De niña conocí los efectos de contrariar a Volo Samos: era convertida en un fantasma, ignorada, no deseada, hasta que la inteligencia y el mérito me permitían recuperar su cariño.
Lo miro de soslayo. El rey de la Fisura se yergue en su trono, pálido y perfecto. Bajo su acicalada barba adivino una sonrisa y lanzo un callado suspiro de alivio.
—Una petición de boca del propio rey legítimo de Norta obrará maravillas en el gobierno del premier —continúa mi padre—, lo que no podrá menos que reforzar nuestra alianza. Lo indicado es entonces que yo también envíe un emisario, en representación del reino de la Fisura.
¡Que no sea Tolly, por favor!, gime mi mente. Por más que Mare Barrow prometió que no lo mataría, no confío en su palabra, y menos aún en una circunstancia tan oportuna. Ya lo veo suceder: un accidente absurdo que es todo menos eso. Y Elane tendría que marcharse igual, como su diligente y buena esposa. Si mi padre envía a Tolly, recibiremos a cambio un cadáver.
—Te acompañará Evangeline.
La náusea acaba de golpe con mi alivio.
No sé si pedir otra copa de vino y vomitarlo todo a mis pies. Cada voz de las muchas que se arraciman en mi cabeza grita lo mismo:
Todo esto es obra tuya, niña tonta.