PRIMER CAPÍTULO

Dios es asunto delicado de pensar; imagínate un huevo:
si apretamos con fuerza, se parte; si no
lo sostenemos bien, se cae.

Dicho del abuelo Celestiano, reinventando
un viejo proverbio macua
.1

SOY FELIZ NADA MÁS QUE POR PEREZA. LA INFELICIDAD da una trabajera peor que enfermedad: hay que entrar en ella y salir de ella, alejar a los que nos quieren consolar, aceptar pésames por una porción del alma que ni llegó a fallecer.

—Levántese, señor de las perezas.

Es la orden de mi vecina, la mulata doña Luarmina. Yo respondo:

—¿Perezoso? Yo lo que ando es blanqueando las palmas de las manos.

—Palabrería de pícaro...

—¿Sabe una cosa, doña Luarmina? El trabajo es lo que oscureció al pobre del negro. Y, quitando eso, para lo único que sirvo es para vivir.

Ella ríe con aquel modo lánguido de ella. La gorda Luarmina sonríe solo para dar rostro a la tristeza.

—Usted, Zeca Perpétuo, hasta parece mujer.

—¿Mujer, yo?

—Sí, mujer es la que se sienta en estera. Usted es el único hombre que he visto sentarse en la estera.

—¿Qué quiere, vecina? La silla no sirve para dormir.

Ella se aparta, pesada como pelícano, sacudiendo la cabeza. Mi vecina protesta que no hay hombre con seso tan escaso como yo. Dice que nunca vio pescador que dejara escapar tanta marea.

—Pero usted, Zeca, es que ni tiene idea de la vida.

—¿La vida, doña Luarmina? La vida es tan simple que nadie la entiende. Es, como decía mi abuelo Celestiano, sobre que pensemos Dios o no-Dios.

Además de eso, pensar acarrea mucha piedra y poco camino. Por eso yo, un jubilado del mar, ¿qué es lo que me queda por hacer? Eximido de pescar, me eximo de pensar. Aprendí en los muchos años de pesquería: el tiempo anda por olas. Uno lo que tiene que hacer es ponerse suavecito, y siempre agarra aventón en una de esas ondulaciones.

—¿No es verdad, doña Luarmina? Usted conoce esas lenguas de nuestra gente. Dígame, señora mía: ¿cuál es la palabra para decir futuro? Sí, ¿cómo se dice futuro? No se dice en la lengua de este lugar de África. Sí, porque futuro es una cosa que, existiendo, nunca llega a haber. Entonces yo me vuelvo suficiente del actual presente. Y basta.

—Lo único que yo quiero es ser un hombre bueno, doña.

—Lo que usted es, es un mentirosón.

La gorda mulata no quiere enternecer parloteo; y tiene razón, siendo mi vecina desde hace tanto. Ella llegó al barrio después de la muerte de mis padres, cuando heredé la vieja casa de la familia.

Por aquellos tiempos, yo todavía pescaba en largos viajes, semanas de ausencia en los bancos de Sofala.2 Ni notaba la existencia de Luarmina. Además de que ella, en cuanto desembarcó, se internó en la Misión, en preparación para monja. Se quedó enclaustrada en esas penumbras donde se murmuran conversaciones con Dios.

Solo unos años más adelante ella salió de esa reclusión, y se instaló en la casa que los curas le habían destinado, muy cercana a mi domicilio. Luarmina costurereaba —era su sustento—. En los primeros tiempos, ella continuaba sin llamar la atención. Solo la notaban las mujeres que entraban en sus dominios. De lo demás, apenas me llegaban los perfumes de su sombra.

Un día el cura Nunes me habló de Luarmina, de sus nebulosos pasados. El padre era un griego, uno de esos pescadores que quedaron anclados en costas de Mozambique, del lado de allá de la bahía de S. Vicente. Ya fue con los antepasados hace mucho. La madre murió poco tiempo después. Dicen que de disgusto. No debido a la viudez, sino a causa de la belleza de la hija. A lo que parece, Luarmina enloquecía a los hombres importantes, que andaban como buitres alrededor de la casa. La señora maldecía la perfección de su hija. Se dice que, enloquecida, cierta noche intentó golpear el rostro de Luarmina. Solo para afearla, y de ese modo alejar a los pretendientes.

Después de la muerte de la madre, enviaron a Luarmina hacia el lado de acá, para que ella se amoldara en la Misión, entregada a oración y crucifijo. Había que componer a la moza por fuera, almidonarla por dentro. Y así fue como ella se dedicó a hilos, agujas y dedales. Hasta que se trasladó a su actual domicilio, en los alrededores de mi existencia.

Solo mucho después de retirarme de las pesquerías me vine a dar cuenta de que estaba arrimando deseos hacia la vecina. Comencé por cartas, mensajes a distancia. A cuenta de mis insistencias enamoradoras, Luarmina ya había aprendido las mil defensas. Ella siempre me deshacía los favores, negándose.

—Déjeme tranquila, Zeca. ¿No ve que yo ya no estrujo sábanas?

—¡¿Qué idea, doña vecina?! ¿Quién le dijo que yo tenía esa intención?

Sin embargo, ella tiene razón. Mis visitas son para cazarle un descuido en la existencia, pellizcarle una ternura. Solo sueño siempre lo mismo: arrebujarme con ella, arrastrado por esa ola grande que nos hacer inexistir. Ella resiste, pero yo regreso siempre al lugar de ella.

—Doña Luarmina, ¿qué es eso? Parece que de verdad se volvió monja. Un día, cuando le llegue el amor, usted ni lo va a reconocer.

—Déjeme, Zeca. Yo soy vieja, lo único que me hace falta es un hombro.

Confirmando esa afirmación de inutensilio, ella se frota las rodillas como si ellas fueran las culpables de su cansancio. Las piernas de ella, por la manera como se hinchan, dificultan las vías de la sangre. Le congelan los pies, uno los toca y son bloques de hielo. Y ella siempre se queja. Un día, aproveché para ofrecerme:

—¿Quiere que le caliente los pies?

Escalofriando expectativas, ella hasta aceptó. Incluso yo quedé así, medio hechizado, el corazón atropellando el pecho.

—¿Me los calienta, Zeca?

—Sí, los caliento; pero..., por la parte de dentro.

Buscaba un desliz en la defensa de ella, pero recibí calabazas. Yo estaba como aquel que fue a lavar la mano y ensució el jabón; o aquel que quería arreglarse la uña y se cortó el dedo. Con esta edad que tengo, yo ya debía conocer los debidos procedimientos, las delicadas tácticas de abordaje. Pero no. Mi fallecido abuelo siempre decía:

—Cuando jóvenes, solo nos enseñan lo que no sirve. Cuando viejos, solo aprendemos lo que es inútil.