TIRZA

COLECCIÓN EUROPA

TIRZA

TÍTULO DE LA EDICIÓN ORIGINAL

TIRZA

2006 by Arnon Grunberg

First published in 2006 by Nijgh & Van Ditmar, Amsterdam

Este libro fue publicado con el apoyo

de la Fundación neerlandesa de letras.

Primera edición, 2020

D.R. © 2006, Arnon Grunberg

D.R. © 2020 Catalina Ginard Féron, por la traducción

Director de la colección: Emiliano Becerril Silva

Diseño de portada: Irasema Fernández

Formación: Lucero Vázquez

D.R. © 2020, Elefanta del Sur, S.A. de C.V.

Tamaulipas 104 interior 3,

Col. Hipódromo de la Condesa

C.P. 06170, Ciudad de México

imailiano@gmail.com

www.elefantaeditorial.com

@ElefantaEditor

elefanta_editorial

ISBN LIBRO IMPRESO: 978-607-9321-96-3

ISBN EBOOK: 978-607-9321-97-0

Todos los Derechos Reservados. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, la fotoco pia o la grabación, sin la previa autorización por escrito de los editores.

TIRZA

ARNON GRUNBERG

TRADUCCIÓN: CATALINA GINARD FÉRON

Una pareja es una conspiración en busca de un crimen.

El sexo suele ser lo más parecido que encuentra.

Adam Phillips

ÍNDICE

I. El alquiler

II. El sacrificio

III. El desierto

3

HOFMEESTER SE AFEITA CON RAPIDEZ, PERO A CONCIENcia. De vez en cuando se palpa la cara para comprobar que no ha olvidado ninguna zona. Con esta luz se advierte mejor con el tacto que con la vista.

Ya ha acabado de preparar el sushi y el sashimi. Hofmeester ha comprado con abundancia: está listo para recibir a invitados hambrientos. Como siempre en este tipo de ocasiones, lo acompaña el temor de que no sea suficiente, de que la gente se vaya a casa con hambre o que diga: «Los Hofmeester son muy tacaños». También ha comprado sardinas. Más avanzada la noche, cuando haya buen ambiente, tiene previsto freírlas con ajo. Es un plato sencillo a la par que delicioso. Lo ha preparado otras veces en las noches de verano, y siempre ha tenido éxito.

En el espejo ve a su esposa pasearse por el pasillo, todavía con la bata puesta.

Dentro de una hora llegarán los primeros invitados. Los que llegan pronto porque no se quieren ir demasiado tarde a casa, y que, a pesar de los buenos propósitos se quedan y solo abren el candado de la bicicleta a las cuatro de la madrugada, con la camisa llena de manchas. Resulta tranquilizador observar a los jóvenes que se van emborrachando cada vez más. Sus frenéticos intentos de imitar a los adultos, todos los esfuerzos por fingir lo que todavía no son y —como bien sabe él— no serán nunca. Sus intentos tranquilizan a Hofmeester.

Se lava la cara, fijándose bien en quitarse la espuma de las orejas y la nariz y después busca una camisa y una corbata a juego. Durante unos segundos se queda de pie delante de su ropero en el dormitorio, con una corbata y una camisa en las manos, mirando a su esposa que busca en los armarios donde se quedaron colgando sus vestidos. Entonces, él toma una decisión: sin corbata.

Es la fiesta de Tirza, eso que en otro tiempo se llamaba un guateque. A algo así hay que asistir sin corbata, aunque uno sea el padre de la festejada, y aunque acudan profesores. No todos sus profesores, por supuesto. Él ha dejado lo de las invitaciones a Tirza. Es su noche. Su despedida del liceo, de la pubertad, quién sabe si también de Ámsterdam y de él, Jörgen Hofmeester, el padre que ahora casi ha completado sus tareas paternales. La educación ha terminado, volverá a disponer de tiempo para sí mismo, aunque no tiene ni idea de qué hacer con ese tiempo. El resto de su vida se extiende ante él como un desierto.

Sostiene la camisa delante de su pantalón y comprueba los colores. ¿Hacen juego? Los colores nunca han sido su fuerte. Tal vez debiera decirse de otra manera: la ropa nunca ha sido su fuerte.

Hofmeester tiene algunos profesores favoritos. No se ha perdido ni una sola reunión de padres. Él casi siempre llegaba demasiado temprano, acudiendo a la llamada del deber, y poco a poco fue entablando amistad con ese deber. Habría preferido hacerse amigo de los profesores de Tirza, pero hacer amigos no es su fuerte. En una ocasión, cuando Tirza todavía estaba en primaria, invitó a su maestra a cenar. Fue una velada agradable. Al final jugaron un juego de mesa.

—Tenemos que dejarle bien claro a la maestra de Tirza lo especial que es nuestra hija —le había dicho a su esposa—, y la mejor manera de hacerlo es invitándola de vez en cuando a comer algo. Para que vea a Tirza en su entorno natural.

En un principio, tener hijos había sido sobre todo idea de su esposa. Una mañana durante el desayuno, que ahora se le antoja como un desayuno en otra vida, ella le había dicho:

—Vamos a tener un niño.

—¿Cómo es posible? —había preguntado él.

Y ella le había contestado:

—He dejado de tomar la píldora.

—Un niño —dijo él—. Dios, ¿es que no hay suficientes en este mundo? Y ¿estás segura de que será un niño sano?

Ella se había limitado a decir:

—Si hubiese tenido que esperarte a ti, nunca lo habríamos tenido.

Aquella idea lo había confundido durante toda una mañana, hasta que después del almuerzo decidió aceptar su deber. Esperó a que fueran las cinco y entonces se fue en bicicleta al banco donde contrató un seguro de vida sin decírselo a su esposa. El dinero que recibiera si él moría inesperadamente tenía que ser una sorpresa.

Así encaraba Jörgen Hofmeester la paternidad: como algo que para él se reducía a la necesidad de contratar un seguro de vida antes de que el niño viniera a este mundo.

Cuando nació Ibi, el deber cambió de carácter. Durante los primeros meses, Ibi dormía entre su madre y su padre, pese a que tenía una cuna en su dormitorio. Pero dormía mejor en la cama grande, entre sus dos progenitores.

Y cuando cumplió dos años, el tercer miembro de la familia seguía durmiendo allí. A veces, él despertaba a su esposa para señalarle a Ibi.

—Mira —le decía—, mira lo bien que duerme aquí.

Y entonces llegó Tirza. La esposa había dicho:

—Si tenemos uno, podemos tener otro más.

Él había asentido y unos meses más tarde volvió a ir al banco para incrementar el seguro de vida.

Hofmeester saca otra camisa del armario y la sostiene a contraluz para ver si han quedado manchas, pero el color no acaba de gustarle. Quiere tener un aspecto cuidado y distinguido. Para los profesores que vendrán, los amigos de Tirza y la propia Tirza. El amarillo no resulta distinguido.

Después del desastre de la esposa fugada, lo llamaron tres profesores, los de matemáticas, alemán y holandés. Se habían enterado —algo así no se silenciaba— y le infundieron ánimos, conocían el fenómeno, a veces por propia experiencia y les parecía admirable lo bien que lo llevaba Tirza dadas las difíciles circunstancias, y no, él no debía preocuparse por Tirza. La señora Van Delven, la profesora de neerlandés que también era la tutora de Tirza, le preguntó:

—¿Quiere venir a hablar, también en relación con Tirza? ¿Le apetecería?

—Bah, no —le contestó él—, no es necesario. Y además tampoco me apetece.

En sí, le gustaba que le hubieran llamado, pero no era conveniente prolongar las charlas en público sobre una esposa desaparecida. Por ello, él siguió insistiendo en que la fuga de su esposa había ido según lo previsto. Que incluso él la había alentado a irse.

—No se le puede llamar fuga —le dijo al profesor de matemáticas—, es más bien que nos hemos tomado unas vacaciones el uno del otro. Le dije: «Márchate, ya volverás».

Si esta noche no vienen sus profesores favoritos, les hablará en otra ocasión o les escribirá una nota. Sus sentimientos por ellos no cambiarán. De vez en cuando pensará en ellos. Al menos una vez por semana, quizá más a menudo.

Sentimientos es una palabra que le llama la atención, como una atracción junto a la carretera. Vuelve a colgar las camisas y la corbata en el armario. Un polo es mejor.

—Tendría que haberme comprado algo nuevo —le dice su esposa—. ¿Qué voy a ponerme ahora? Me llevé lo mejor que tenía. He perdido lo mejor. Y lo demás ya no me va bien. O no me queda bien.

Hofmeester le señala lo que tiene en la mano, un vestido cuya existencia él no logra recordar. Ligero e informal, como le gusta a ella. Además, el tiempo pide a gritos este tipo de ropa.

—No prestas interés —le dice ella—. ¿Es que no ves lo pasado de moda que está? ¿Lo anticuado que es? Además, no puede ser. La grasa...

Se lo queda mirando, en realidad parece desamparada. Desconcertada por los cambios que ha atravesado su cuerpo.

—¿Grasa? —pregunta él—. ¿Qué grasa?

Está actuando como si hubiese vuelto con su amo, piensa él. Para tener esperanzas de liberación hay que haber estado encadenado. Para algunos, la cadena es esperanza.

Él quiere ir al cuarto de Tirza, pero ella lo retiene.

—Jörgen —le dice—. ¿No les extrañará verme otra vez aquí?

—¿A quién?

—A los invitados.

—¿A los invitados? Si no te conocen.

—A eso me refiero. Tal vez se pregunten: ¿quién es esa? ¿Quién es esa señora?

—No lo creo. Vendrán muchas personas. Y una más o menos no llama tanto la atención. Además, se mire por donde se mire, eres la madre de Tirza. Siempre puedes decir eso. Si te preguntan: «¿Qué hace usted aquí?», tú les contestas: «Soy la madre de Tirza». Es una razón plausible para estar en su fiesta.

Ella lo mira dudando, no está convencida. Y en las manos tiene ropa que está pasada de moda. Eso lo empeora todo.

—Pero es que me fugué.

—Nadie lo niega. Pero la gente ya no se acuerda. Lo han olvidado. Tienen mala memoria. ¡Se fuga tanta gente! En el liceo Vossius son comprensivos con este tipo de casos. Al menos lo fueron conmigo.

Sonríe al recordar a los profesores que lo llamaron cuando su esposa se largó con un amor de juventud. No olvidará nunca lo amables que fueron, sin entrometerse. Por lo demás no llamó nadie, al menos no a él.

A Ibi la habían matriculado en el Barlaeus, pero puesto que la experiencia no resultó del todo satisfactoria, decidieron matricular a Tirza en el Vossius. Fue sobre todo Hofmeester quien lo decidió así. Opinaba que Tirza era superdotada. Ya lo pensaba cuando tenía once meses y dio sus primeros pasos. Fueron tan solo cinco pasos, pero aun así se podía decir que caminaba. Él se lo contaba a todo el que quisiera escucharlo. «Ya camina, es precoz». Sobre todo se complacía en contárselo a los padres con hijos de más o menos la misma edad, y se dejaba arrastrar de tal forma por su entusiasmo que no advertía que provocaba irritación. La palabra «precoz» era su muletilla. Cuando Tirza tenía unos meses de vida, él se quedaba por la noche minutos enteros, a veces hasta veinte minutos, inclinado sobre ella, para mirar cómo dormía con los brazos abiertos. A veces sonreía en sueños. Ni siquiera la madre de Tirza comprendía qué miraba él exactamente. Qué veía en el bebé.

Ibi se había mudado a su cuna y ahora Tirza dormía entre ellos. Y si la esposa se iba un momento o volvía tarde a casa, Tirza dormía junto a su padre. A veces, él se quedaba arrinconado porque Tirza tenía tendencia a ocupar mucho sitio, pero eso a él le daba igual. La cama era de ella.

Suavemente, casi con ternura, aparta a su esposa.

Ve que Tirza ha cerrado la puerta de su cuarto y él no quiere molestarla, por ello se va abajo y comprueba la cocina. Todo está preparado. Todo está a punto para servirse y comerse. La composición de colores del sushi y del sashimi aporta una apariencia de profesionalidad, de algo que se sustrae a lo casero. Como si lo hubiese preparado un servicio de catering. Ese es el aspecto que tiene.

Hofmeester no deja nada al azar. Hay que estar preparado para lo que pueda salir mal. El que tiene una excusa es porque no se ha preparado bien para hacer frente a un posible error fatal.

En el jardín ha puesto antorchas, en total cuatro. Las encenderá más tarde, cuando anochezca.

Jörgen Hofmeester se dirige al cobertizo, aparta el cortacésped, la pala, la motosierra y algunas herramientas más pequeñas. Así hay suficiente espacio para los invitados a la fiesta que quieran retirarse para besarse discretamente. Sale del cobertizo y mira los árboles. En el jardín de sus padres en el Betuwe también hay muchos árboles, que él, como hijo único, tiene que mantener ahora que ellos ya no están. Hay frutales que podar.

A paso lento vuelve a la casa cruzando el césped. Respira profundamente, está satisfecho. Será una bonita fiesta. Como quería Tirza.

—Esta será mi última fiesta en esta casa —le dijo—, por eso quiero hacerla en grande. ¿Te parece bien, papi? Una fiesta grande de verdad.

—Sí, por supuesto —le contestó él—, pero ¿cómo de grande exactamente? ¿A qué te refieres con grande? ¿Y prefieres que me marche? ¿Quieres que me vaya un fin de semana al Betuwe?

—No —le contestó ella—, quédate. Mis fiestas siempre te gustan, ¿verdad que sí?

Y él asintió.

—Sí —dijo—, mucho.

Cuando regresa a la cocina oye el timbre de la puerta. Espera un momento para ver si van a abrir Tirza o su esposa. Como ninguna de las dos lo hace, él mismo se dirige a la puerta. Las chicas están demasiado ocupadas arreglándose.

Es Ibi. Lleva una pequeña bolsa de viaje, lo que decepciona un poco a Hofmeester, porque significa que no se quedará mucho. En la actualidad vive en Francia, a unos sesenta kilómetros al noroeste de Ginebra.

Él la abraza con dificultad y algo de torpeza, le pisa los pies, se disculpa entre dientes. Y esa disculpa también resulta torpe.

Él esperaba mucho de sus hijas, pero de Tirza más que de Ibi. De Ibi esperaba mucho, de Tirza, todo. Así era. Así hay que decirlo. Todo.

—Me estás aplastando, papá —le dice Ibi—. Cál­mate.

A veces, sus abrazos son demasiado comedidos y otras demasiado entusiastas, resulta difícil encontrar el equilibrio justo.

Él le pone las manos sobre los hombros y da un paso hacia atrás sin soltarla.

—Tienes buen aspecto —le dice sin saber si es sincero y sin haberla mirado realmente.

—Hay mucho trabajo. Ya ha empezado la temporada.

Ibi, casi cuatro años mayor que Tirza, abandonó sus estudios de física para abrir un Bed & Breakfast en Francia. Cuando lo piensa, cuando reflexiona realmente bien sobre ello, Hofmeester se pone enfermo. ¿A quién se le ocurre renunciar a sus estudios de física por un Bed & Breakfast? Sin embargo, Ibi conoció a un francés con el que abrió el negocio. Fue idea de él, por supuesto. ¿Qué persona en su sano juicio propone algo así?

Según Hofmeester, no es un verdadero francés, aunque tenga un pasaporte galo, sino un hombre de color que según las reglas del juego va detrás del dinero de ella. Ya ha arrebatado el honor de su hija, así que ¿qué más le queda? Hofmeester no volverá a hablar del tema. Ha perdido esta batalla.

Cuando ella le contó que ya no seguiría con la física y, por si esto no bastara, informó a su padre y a su hermana sobre su propósito de mudarse a Francia en un futuro cercano, Hofmeester decidió ponerse en contacto con un trabajador social, que lo derivó a un psicólogo.

—¿Cómo se puede cambiar la física por un Bed & Breakfast, cómo se puede renunciar a la ciencia para dedicarse a tender camas? —le preguntó varias veces al hombre durante la primera sesión.

—¿Tal vez eso haga feliz a su hija? —acabó sugiriéndole el psicólogo.

Hofmeester se quedó mirando, desconcertado, a ese traidor de la ciencia, ese embaucador. ¿Cómo que feliz? Que sus dos hijas se doctoraran era algo que él daba por sentado, eso era obvio, era lo mínimo. Él no estaba dispuesto a renunciar a esa obviedad, ¿Y por qué? Por una felicidad breve. Él escupía sobre esa felicidad. Se aferraba a la obviedad del éxito, a cómo se había imaginado la vida de sus hijas. Era una imagen bonita, una visión clásica, grandiosa y poco práctica, pero sobre todo grandiosa. Él las había educado para que sirvieran a la ciencia, no para que plegaran sábanas en un hostal, con un hombre de dudosa procedencia como hostelero. Uno no podía cambiar los ideales por una felicidad viciosa. Se levantó, sin decir una palabra estrechó la mano del psicólogo y nunca más regresó.

Ibi se va a la cocina. Mira a su alrededor.

—¡Dios, cuánto trabajo has hecho otra vez! ¿A cuántas personas esperan? ¿Dónde está Tirza?

—Arriba. ¿Te has enterado ya?

—¿De qué?

—Por Tirza.

—¿De qué? ¿De qué tengo que haberme dado cuenta?

—Que mamá ha vuelto. Ha vuelto a casa. No sé por cuánto tiempo, pero está otra vez aquí.

—Vaya.

La noticia no parece impresionar a Ibi. Tal vez tampoco sea para tanto.

—¿Tienes algo de beber?

—pregunta.

—Por supuesto

Hofmeester piensa que es un mal anfitrión y un mal anfitrión es un mal padre. Abre el refrigerador.

—¿Qué quieres: cerveza, vino o limonada? He preparado limonada. Con limón, agua mineral y algo de azúcar. Todo natural. Como te gusta a ti.

—Leche.

Le llena el vaso. Ella lo vacía de un solo trago. Después se seca la boca con el dorso de la mano.

—¿Te habías enterado o no?

—¿De qué?

Lo mira como si le faltara un tornillo.

—De lo de mamá.

—Sí, ya me había enterado. ¿Tengo que opinar?

—Bueno...

Él duda. ¿Tiene que opinar? Buena pregunta. ¿Qué opina él al respecto?

—No sé si tienes que opinar, pero tal vez tengas algo que decir, y sí, quizá tengas una opinión.

—Es su vida.

De nuevo esa mirada. Seguramente esté cansada del largo viaje. Habrá salido de casa por la mañana temprano. Trasbordo en París. Con el metro de una estación a otra. Él se lo ha dicho tan a menudo: «Si tienes equipaje, toma un taxi, te devolveré el dinero». Pero Ibi considera que los taxis son un despilfarro y a ella le gusta su independencia.

Ahora que se ha acostumbrado un poco a la proximidad de Ibi, mira lo que lleva puesto. Un pantalón de camuflaje y una camiseta de colores que no acaban de gustarle.

—¿Qué tal? —le pregunta ella dejando el vaso sobre la encimera—. Quiero decir: por lo demás. ¿Qué tal por lo demás?

—¿Por lo demás? Estoy ajetreado —dice él enjuagando enseguida el vaso.

—¿Con qué?

Él advierte su cólera, no, más que eso, su odio. La incapacidad de esconder el odio que permanece encendido mucho después de que los demás lo hayan olvidado todo.

—En la editorial.

Él no le pregunta cómo le va con el hostal. Él ignora por completo su hostal y no podría hacerle un mayor favor. Sin embargo, Hofmeester no ha logrado olvidar que, finalmente, cuando vio que había perdido, le dio dinero para abrir el Bed & Breakfast. En su pasado no hay espacios en blanco. Cosas que ya no quería saber, cosas que intentó eliminar de su memoria. No lo consiguió. Lo sabe todo. O eso cree. La tarea del historiador es seleccionar los detalles importantes para la posteridad, con eso condena al olvido otros detalles. El que no olvida nada, no tiene vida. En el olvido está el futuro. Hofmeester había dejado sus estudios de historia después de medio año y se fue a estudiar alemán y criminología. No podía olvidar nada. Precisamente por ello, buscaba a tientas por su propio pasado, como un ciego.

Para sabotear la verdad basta con tener una mala memoria. Terra incognita. Alguien podría irse de expedición por el propio pasado como si fuera un país desconocido. La selva. Bosquimanos, un caldero. Los caníbales lo reciben y mientras el agua se va calentando lentamente, ya no ve los espacios en blanco como tales, sino precisamente como era. Digamos que como una película. Por fin sabe quién es y entonces el agua empieza a hervir. Todo tiene un precio.

Ella le señala la mejilla.

—Sangras —le dice.

—Acabo de afeitarme.

Ibi arranca un trocito de papel del rollo y se lo pone en la mejilla. Allí están, padre e hija, en actitud torpe, pero íntima. No se puede negar que esto es la intimidad, esto es lo que queda después de los fugaces abrazos en un vestíbulo, en un aeropuerto, en un parking.

En los ojos de ella, él ve una curiosa frialdad que conoce bien, pero a la que no ha podido acostumbrarse y que nunca ha querido comprender. Cuenta con la clemencia de su hija, porque él mismo está dispuesto a ser clemente después de haber sacado la garra. La garra de un depredador, la garra de un verdadero Hofmeester.

—¿Eres feliz? —le pregunta mientras aparta lentamente el papel de la mejilla. Un trocito se queda pegado.

Ella lo mira asombrada, pero es un asombro exagerado, no es auténtico asombro. Es el último resto tenaz de cólera.

—¿Desde cuándo te interesa mi felicidad, papá?

Él da un paso hacia atrás.

—Me intereso por tu bienestar. Eres mi hija. Solo tengo dos hijas.

—El bienestar no es lo mismo que la felicidad. No te muevas, te quitaré esa miga de papel de la mejilla.

Él permanece inmóvil, mientras Ibi le rasca la mejilla, nota la uña de su hija sobre su piel, contiene la respiración e intenta recordar su vida cuando aún no tenía hijas, cuando todavía no tenía un cargo, cuando flotaba en el espacio y —como tuvo que admitir después— como una bala perdida, una bala que aparte de redactor, solo era casero.

El día en que Hofmeester firmó el contrato de compra de esta casa, decidió arrendar la planta superior, pues de lo contrario andaría justo de dinero, con su magro salario. De todas formas, la casa era demasiado grande para él, incluso para una familia.

Al principio la alquilaba por un mes o un trimestre sobre todo a viajantes de negocios. Hombres que trabajan el día entero y que por la noche caían rendidos en la cama para volver a desaparecer a la mañana siguiente temprano enfundados en sus trajes cuidadosamente planchados.

El piso estaba amueblado con muebles baratos pero prácticos. Lo más impresionante era la vista hacia el Vondelpark. Cuando Hofmeester mostraba el apartamento, siempre hacía hincapié en el Vondelpark, y lo hacía de tal forma que parecía que fuera suyo. Su parque, su jardín delantero.

Cuando el hombre de negocios decía: «Sí, está bien, me lo quedo», él sacaba apresuradamente un contrato escrito a mano que podría renovarse cada mes, si así se deseaba.

«Si paga usted al contado —le decía Hofmeester al firmar el contrato en un tono de quien hace una oferta especial que nadie más recibía— el primero del mes, si paga al contado, le haré un descuento del cinco por ciento».

Un descuento del cinco por ciento era algo que los inquilinos siempre querían.

Así pues, el primero de cada mes, Hofmeester subía las escaleras para cobrar el alquiler, que casi siempre estaba preparado en un pequeño sobre. En caso contrario, él esperaba, charlaba un rato, opinaba sobre el clima, pues le gustaba hablar del tiempo y lo hacía con aparente pasión. Y esperaba. Tenía paciencia. Hasta que el inquilino por fin cogía la cartera para sacar el importe acordado.

Cuando los viajantes se iban, Hofmeester siempre encontraba un motivo para no tener que devolverles del todo la fianza, o mejor dicho: en absoluto. Una raja en el papel pintado, un picaporte que se había caído, una grieta en el mármol del lavabo. «Lo siento —les decía— pero eso no estaba aquí cuando se instaló usted hace tres meses. Tendré que arreglarlo. Lo siento, pero me va a costar dinero».

No es que Hofmeester fuera malintencionado, es que necesitaba el dinero. Su futuro dependía de ello. Más tarde también el futuro de sus hijas. ¿Qué es la libertad si no se tiene dinero para costearla? Solo los ricos son libres y ni siquiera siempre.

De vez en cuando, mentía un poco, no le gustaba hacerlo, pero mentía con vehemencia. Señalaba agujeros en el techo que siempre habían estado allí, manchas en el papel pintado que tampoco eran nuevas o contaba los cubiertos en la cocina —también alquilaba los cubiertos— y constataba hipócritamente que habían desaparecido cuchillos y tenedores. Con esas pequeñas mentirijillas hacía su aparición la vergüenza.

Él odiaba a los inquilinos que no decían por sí mismos: «¿Lo dejamos entonces a la mitad de la fianza?».

¿Y por qué no toda la fianza? Odiaba a los inquilinos que le obligaban a mentir, porque eran tacaños, porque se lo querían quedar todo. Por ello, él, que había completado con éxito sus estudios de alemán —bien es cierto que debido a las circunstancias no pudo sacarse el doctorado, pero eso era una minucia, eso tenía explicación—, se veía obligado a registrar la planta superior de su casa en busca de nuevos defectos. Él, que tenía cosas mejores que hacer, debía negociar sobre cuánto costaría blanquear una pared de dos por cuatro. Había inquilinos que decían: «Mañana compraré un bote de pintura y lo haré yo mismo. Así usted se ahorrará muchas moles­tias y yo mi dinero». Pero esa no era la idea. No se trataba de la pared ni de la pintura, sino de la fianza que no podía devolverse, puesto que ya se había esfumado.

Hofmeester se escaqueaba con agilidad, exageraba, suspiraba, gemía, provocaba compasión y entonces, sin motivo aparente, se ponía agresivo. «Si no podemos ponernos de acuerdo antes de su partida, venga a buscar la fianza, pero no la conseguirá, puesto que no tiene derecho a esa fianza, no tiene ninguna base, ha destrozado usted el apartamento». Blandía el puño y lo decía en serio, se dejaba llevar por las negociaciones como otro por una película, un libro o una obra de teatro. Había momentos en que se perdía a sí mismo, entonces tenía que llamarse a sí mismo al orden, respirar profundamente. Después, volvía a estar bien. Un hombre tiene que poder controlarse, pues de lo contrario lo harán otros por él.

Al igual que les sucediera a sus padres que, en los años noventa —aunque bien pensado tal vez fuera ya en los años ochenta—, se habían vuelto cada vez más extra­ños. No era demencia, era otra cosa, una enfermedad sin nombre. Dado que no sabía qué hacer al respecto, Hofmeester hizo que declararan incompetentes a sus progenitores. Él tuvo que encargarse de todo, administrar el dinero, la casa y el jardín. Hizo transferir el patrimonio de sus padres a su propia cuenta. Lo necesitaba. No podía decirse que fuera realmente inmoral, puesto que ellos eran legalmente incapaces. El abogado se lo había asegurado. Esas palabras lo explicaban todo. Legalmente incapaces.

Antes, el padre de Hofmeester tenía una ferretería en Geldermalsen, mientras que su madre cantaba en un coro, pero con eso no ganaba dinero. Cantar era su pasatiempo.

Y él, el hijo único, había trepado, eso era lo que había que hacer, eso era lo que se esperaba de él. Que trepara, pues solo los más ricos no tenían a nadie que los mandara.

Los padres de Hofmeester eran unos mandados, eso se les veía, se les podía oler.

Una vez que se había vuelto a calmar, le explicaba amablemente al inquilino que le había dejado permanecer cinco días más en la vivienda sin cobrarle nada. Y finalmente le decía: «¿Sabe qué? Le perdonaré esos días adicionales, pero nos olvidamos de la fianza. Borrón y cuenta nueva. Borramos la fianza. ¿Satisfecho?».

Acto seguido, se iba escaleras abajo a toda prisa, acosado por un sentimiento de desprecio hacia sí mismo que solo lograba reprimir convenciéndose por enésima vez que lo hacía por su familia. Primero por él y por su esposa, más tarde sobre todo por sus hijas. Por su futuro. En una ocasión oyó decir en la iglesia que los santos necesitan un pasado. Los pecadores un futuro. Sus hijas eran la excepción a esta regla: necesitaban un futuro y, no obstante, no eran pecadoras.

Poco a poco, los inquilinos empezaron a quedarse más que unos cuantos meses. Eso le ahorraba a él la molestia de buscar a un nuevo ocupante cada trimestre. De todos modos había renunciado a recurrir a una inmobiliaria que aplicaba unas tarifas terriblemente altas por unos servicios deplorables.

Hofmeester prefería hacerlo él mismo. Escogía al inquilino con sumo cuidado, como si fuera un novio para su hija. Colocaba anuncios en casi todos los periódicos para encontrar al inquilino ideal. El más tranquilo, limpio, fiable y ordenado. Preferiblemente uno que tuviera una vivienda en otro sitio, que solo buscara un apeadero, que estuviera empadronado en otra ciudad. Ponía mucho cuidado en mantener sus ingresos adicionales lejos de las manos del fisco, pues la libertad y el hambre eran enemigos. Y aunque él nunca había pasado hambre, el miedo que le habían inculcado por ella jamás lo abandonó.

Si el inquilino no había introducido a tiempo el sobre con el importe acordado en su buzón, a Hofmeester no le quedaba más remedio que subir la escalera cada primero de mes. Ese era el ritual que él repetía todos los meses. Su culto. Así y solo así servía él al Todopoderoso. El primer día del mes iba a buscar lo que era suyo.

Cuando volvía abajo, siempre con la sensación de haberse ensuciado, contaba el dinero en la sala de estar para luego guardarlo en un lugar seguro hasta tener suficiente para llevárselo discretamente a una cuenta en el extranjero. Primero Luxemburgo, después Suiza. Y mientras lo contaba y recontaba, le asaltaban con regularidad ideas de independencia financiera. Asaltar, esa era la palabra, las ideas lo asaltaban y no lo soltaban. En esos momentos, lo secuestraban sus propias visiones. Calculaba a cuántos años estaba de esa independencia. Contaba los meses que faltaban. Ojalá que la enfermedad y la muerte no apareciera antes que la independencia económica. Era cuestión de décadas, o tal vez menos, si el clima bursátil le era favorable.

Sin embargo, la alegría sobre el capital que crecía poco a poco en el extranjero, que debía garantizar que Ibi y Tirza no conocieran nunca la pobreza, que las puertas que solo se abrían para los ricos se abrieran también para ellas, que pudieran estudiar en las mejores universidades del mundo, se veía mermada por el humillante paso que Hofmeester tenía que dar cada primero de mes. Él no comprendía por qué el inquilino no iba a darle personalmente el alquiler, pese a que ya le había instado a hacerlo algunas veces. Pero el primero del mes a las ocho de la noche si el inquilino todavía no se había presentado, él salía y llamaba a la puerta que había junto a la suya. La puerta que daba acceso a la vivienda que Hofmeester alquilaba. Ya no aguantaba más. No podía esperar, tal era el miedo a que se olvidaran de él.

Se presentaba incluso en domingo, pues el primero del mes era el primero del mes. Para Hofmeester no había domingos, puesto que él tenía un sueño. Y ciertamente él perdonaba a sus deudores, como también ellos lo perdonaban a él. El dinero era perdón. Finalmente, a la hora de la verdad, el perdón siempre era dinero.

Pero ni siquiera ese perdón podía evitar que durmiera mal a partir del veintisiete o veintiocho del mes. En sus sueños se le aparecían el inquilino, el sobre y los defectos de su casa. Soñaba que subía por la escalera hacia la vivienda del inquilino y que todo había desaparecido, los muebles, los cubiertos, el propio inquilino, la ropa, los armarios, todo, lo único que quedaba era un escape y el cadáver de un gato en el lavabo, que se hallaba en un avanzado estado de descomposición. Pese a que el inquilino tenía tajantemente prohibido traer animales domésticos. Ni siquiera peces de colores.

Su sueño acababa siempre con el sonido suave, pero irritante del agua que goteaba sobre una alfombra. Y con el cadáver de un gato en el lavabo, Hofmeester que recorría la vivienda gimiendo en busca de un sobre perdido con el alquiler. Sus pesadillas estaban mojadas por los escapes, húmedas por el moho, y llenas de pelos de gato. En su sueño lo visitaban los fantasmas inmobiliarios.

Un buen día, desesperado y tenso como estaba por la falta de sueño, tuvo una idea.

—Ibi —dijo.

Su hija tenía entonces doce años, tocaba el violín, jugaba al tenis y todos reconocían que era guapa e inteligente.

—Ibi —volvió a decir—, ¿quieres ganarte cinco florines y un helado?

Ella asintió con expresión soñadora. Era una niña soñadora. Otros la llamaban insulsa. Él no, él prefería soñadora.

—Entonces tienes que ir arriba a ver al inquilino, y decirle: «Vengo a buscar el alquiler». Él te dará un sobre y tú me lo traerás. No remolonees ni aceptes nada más. Eso sí: sé amable en todo momento.

La acompañó hasta la puerta delantera, abrió y se quedó mirando mientras ella llamaba al timbre del inquilino.

La vio entrar. Una de las dos niñas de sus ojos. Había que decir que era un encanto de niña. Él lo decía a menudo: «Hay que decir que es un encanto de niña». Como si se tratara de una constatación objetiva fuera de toda duda. Algo así como la gravedad.

Cuando la oyó subir por las escaleras, cerró la puerta y esperó con impaciencia en su propio vestíbulo a que volviera, con la mirada fija en el felpudo y los brazos cruzados.

Ella volvió pasados dos minutos. Hofmeester agarró el sobre como un animal hambriento. Contó el dinero una vez y otra. Los billetes pasaban por sus manos como si fueran naipes que tuviera que barajar. Después guardó el dinero en el aparador, en un lugar secreto, y tras haberle acariciado el pelo rubio, le dio a Ibi cinco florines y algo más para un helado.

—¿Puedo comprarlo ahora? —le preguntó ella.

—¿Qué?

—El helado.

—Sí —le dijo su padre—, puedes ir a comprarlo ahora. Vete. Pero rápido, porque cenaremos enseguida.

Y ella salió corriendo. Aliviada y feliz. No agobiada por la vergüenza o la suciedad que se hubiera quedado pegada a ella. Ella no sabía lo que era la suciedad.

A partir de aquel día se convirtió en una tradición que Ibi cobrara el alquiler.

Ibi hacía lo que el padre ya no podía. Cada primero de mes, subía a buscar aquello que le correspondía por derecho a la familia Hofmeester.

Al cabo de un tiempo, se había acostumbrado tanto a hacerlo que a menudo era ella misma la que decía: «Papá, es el día uno. Me voy arriba».

Y él había empezado a confiar en sus talentos, su encanto, su comprensión de la psique humana, lo que equivalía a comprender la psique del inquilino. Incluso se diría que ella disfrutaba cada vez más de esta ocupación tan trivial, que a ojos de Hofmeester era casi perversa, que le parecía indigna de él y que le hacía sentirse cada mes más sucio, cada escalón más inmundo. Sin embargo, había una diferencia importante entre Ibi y su padre: Hofmeester cobraba el alquiler, mientras que ella solo tenía que fingir que lo hacía. Cuando subía la escalera, imitaba a su padre. Se podría decir que lo parodiaba. No era adulta, pero actuaba como si lo fuera, ¡y cómo! Lo hacía con convicción. Y aquella imitación era la redención, al imitarlo, exorcizaba los demonios de su padre. En su imitación, en su exageración en ocasiones grotesca, estaba su libertad.

Con el tiempo, Hofmeester ya no tenía que avisarla. «No remolonees ni aceptes nada más. Vuelve enseguida», pues ella se sabía las reglas, conocía el manual de instrucciones del ritual e incluso se enorgullecía de desempeñar su misión cada mes de forma impecable. Para ella, el alquiler era un botín que había que capturar para después recibir parte de los ingresos.

Algunas veces, al regresar de su expedición a casa del inquilino, le decía a su padre: «Dice que si te parece bien que pague dentro de unos días».

Entonces, Hofmeester le contestaba: «Por supuesto que me parece bien, pero entonces será sin el cinco por ciento de descuento. Doy ese descuento si paga en efectivo el primero del mes, no si paga en efectivo el tercero o el cuarto, en tal caso es el importe completo. No lo olvides. El primero del mes se acaba a medianoche y entonces se paga el precio completo».

Y el día tres o cuatro, cuando ella aparecía con el importe completo, él se sentaba al escritorio y lo contaba con la calculadora delante de él. Por supuesto, el dinero en el extranjero aumentaba, es lo que debe hacer el dinero, pues es fértil y en las manos adecuadas se multiplica como la mala hierba. Mientras tanto, Ibi contemplaba a su padre que contaba el dinero, con una mirada de complicidad y algo que podría calificarse de ternura. Como si ella tuviera más juicio. Ya no era el padre el que la miraba enternecido, sino la hija la que observaba a su padre con benevolencia.

Cuando había reunido lo suficiente, Hofmeester se tomaba dos días libres y viajaba a Suiza para depositar el alquiler en un banco de confianza. Allí, unos expertos lo invertían en su nombre para que él estuviera más cerca de la independencia económica. Poco a poco, pero más cerca. Día tras día. Hora tras hora. Minuto tras minuto.

Ibi se fue haciendo mayor, pasó a secundaria, empezó a maquillarse, si es que no lo hacía ya cuando estaba en primaria, se aplicaba más maquillaje, tenía arranques de mal humor, insultaba a sus padres y perdió el interés por el violín —¡oh, las amargas decepciones de la educación!—, pero lo que se mantenía inmutable era el ritual: el primero del mes subía a buscar el alquiler.

Y cuando volvía con el sobre miraba con picardía a su padre, como si supiera lo que acababa de hacer, como si se diera cuenta en qué colaboraba, como si comprendiera que él era incapaz de hacerlo. Como si se percatara de su vergüenza. Y esa comprensión hacía que fuera menos libre, la unía al hombre al que tenía que llamar «papá».

Cuando él acababa de contar, la abrazaba, la apretaba contra su pecho y permanecía un momento así. La sencilla misión había adquirido importancia, significado. Era lo que unía a padre e hija, era su secreto, aunque no fuera un verdadero secreto, era lo que los vinculaba. En realidad era el único momento en que volvían a ser padre e hija y no extraños que casualmente viven en la misma casa, utilizan el mismo cuarto de baño y de tanto en tanto se sientan a la misma mesa.

Él ya no le daba dinero para un helado, sino para una falda o una película. Ya no le decía para qué era, sino que se limitaba a dárselo. En silencio, con un guiño. A veces, cuando veía que la independencia económica estaría antes de lo esperado al alcance de la mano —en aquellos años, la bolsa colaboraba mucho—, le daba un aumento a su hija.

A menudo, ella volvía a bajar con noticias del inquilino, que quería dejar el apartamento o que deseaba prorrogar el contrato. Le ahorraba a su padre aquello que él odiaba. Y al cabo de dos años era como si siempre hubiese sido así. Como si tuviera que haber sido así. La familia Hofmeester tenía una empresa familiar.

Un inquilino se iba y otro venía, pero la hija mayor de Hofmeester subía cada primero de mes a la planta superior. No le costaba mucho, no podía negarse: a ella le pagaban de buena gana. Pagarle a ella era un placer. Que fuera ella personalmente a recoger el sobre era un favor que se le concedía al inquilino.

Desde que cobraba Ibi había menos quejas sobre manchas de humedad en el papel pintado o sobre la calefacción que no daba suficiente calor o una ventana que no cerraba bien. Su sonrisa borraba las quejas, sus piernas hacían evaporarse la sospecha de que todo era muy caro. Sus ojos compensaban el grifo que goteaba. Ibi pesaba más que los defectos del apartamento amueblado.

Hasta que una noche de otoño, el primero del mes —siempre el primero del mes; cuando Hofmeester recordaba su vida veía siempre una interminable serie de días de pago—, Ibi subió y tardó más de lo habitual. Hofmeester leía un periódico vespertino, mientras escuchaba un concierto para violonchelo de Elgar, pero cuando llegó a la página de opinión —leía el periódico como si fuera un libro—, empezó a preocuparse. Hacía más de media hora que se había ido. Él siguió leyendo, pero no captaba los artículos de la página de opinión. Se quedaba colgado después de cada frase y sus pensamientos se desviaban hacia su hija.

Bueno, no podía siempre coger el dinero y largarse, de vez en cuando tenía que quedarse a charlar. Se acordó de otros tiempos, cuando le tocaba realizar esa desagradable tarea. Pero una charla de media hora ya no era una charla. Era una conversación, era media cena.

Ya se había acercado dos veces a la puerta para ver si ella volvía, como quien mira los tranvías que tardan en llegar. Con la estúpida idea de que servirá de algo mirar. De que bastará una mirada imperiosa para que aparezca lo que no llega.

No podían haberla asaltado, pues no tenía que cruzar la calle.

Él lo comprendía cada vez menos. Su esposa había salido a buscar a Tirza que se había quedado a jugar en casa de una amiguita. Hofmeester no tenía a nadie con quien compartir su inquietud. Apagó la música, salió al jardín para mirar su manzano y entre las ramas del árbol espió arriba, a las ventanas detrás de las cuales se escondía el inquilino, pero no vio nada especial. Solo las cortinas que colgaban desde siempre y que en realidad habría que lavar. Nada se movía. Era una hermosa noche a principios de octubre. Nada se agitaba entre los matorrales. Nadie gritaba. Solo había silencio. El eterno silencio.

Regresó al salón, no podía hacer mucho más, y cogió el periódico que había dejado en el sofá.

Unos días antes, Ibi había cumplido quince. Algunos de los regalos que había recibido seguían expuestos en el aparador. Es lo que hacían siempre que una de las niñas cumplía años. Lo llamaban la mesa de los regalos. No dejaron de hacerlo, ni siquiera cuando Ibi cumplió los quince. Como tampoco dejaron las serpentinas. Hofmeester las colgaba tal como antes cobraba el alquiler: de forma sistemática y con dedicación.

Miró los regalos, un reloj que le había regalado a Ibi, ella se lo había pedido. Y él había buscado uno bueno, se había pasado días buscándolo. Era un reloj caro, pero eso era lo de menos cuando tu hija cumplía quince. Él quería comprar uno con el que ella estuviera contenta, uno que quisiera de verdad y que mostrara con orgullo a sus amigas.

En la mesa de los regalos también había un pantalón y un juego que él no comprendía. Un bañador. Dos libros. Un dibujo de Tirza, el dibujo de un barco. El resto ya lo habían quitado, comido o utilizado.

Entonces decidió llamar a la puerta. Esto ya duraba demasiado. Seguro que el inquilino —se llamaba Andreas y era un joven arquitecto alemán— la entretenía con esas quejas absurdas con las que ya había abordado unas cuantas veces a Hofmeester en la calle. ¡En plena calle! Los inquilinos ya no tenían modales. Ni cultura. Él lo notaba, lo veía y leía al respecto. La gente se había vuelto arrogante, la arrogancia flotaba en el aire como un humo grasiento. Eso es lo que Hofmeester olía por las noches cuando salía a pasear por el Vondelpark. Una combinación de holgazanería y arrogancia que se había apoderado de la gente en la ciudad, una combinación que asustaba a Hofmeester, que lo excluía, porque él no podía participar, porque él había comprendido que esa arrogancia era el enemigo natural de su idealismo profundamente arraigado: los hijos tienen que salir mejor parados.

Tener en cuenta todo lo que puede salir mal es lo contrario que la arrogancia.

Negó con la cabeza, aunque nadie podía verlo. No se puede molestar a una niña de quince años con los defectos de un apartamento amueblado.

Hofmeester llamó a la puerta junto a la suya. Con insistencia, pero tampoco demasiado rato. Un casero tenía que ser siempre amable. Convendría volver a barnizar la madera, quizá el próximo año. Ahora no. Ahora había que ahorrar, pues de lo contrario nunca conseguiría la independencia económica.

Lo más probable era que Ibi se hubiese ido a comprar. Pero sabía que primero tenía que entregarle el alquiler, ¿no? Siempre era puntual. Conocía la importancia del ritual. Sabía lo que significaba para su padre.

Nadie abrió. Había llamado, pero no abrían. Al parecer, el arquitecto no estaba en casa, o dormía.

La inquietud de Hofmeester aumentó. Sacó su manojo de llaves del bolsillo del pantalón y buscó la llave de la vivienda del inquilino. Entre semana, si estaba casualmente en casa durante el día, entraba a escondidas en la casa del inquilino. No para espiarlo, sino solo para mirar lo que sucedía allí, para averiguar con quién se las veía realmente. Para ver qué tipo de persona era. Abría armarios y cajones, pero casi nunca encontraba material incriminatorio. Como mucho algo de porno, una misiva de una agencia de cobros, cartas de amor. Él lo revisaba todo fugazmente. Había que ser precavido. Pero una cosa le había quedado clara: si la gente tiene secretos, no los guardan en su apeadero.

Llamó una vez más. Por si acaso. Insistió un poco más, pero tampoco demasiado, pues hubiese sido descortés.

Tampoco esa vez obtuvo respuesta.

Abrió la puerta con cautela, bien pensado, un poco como un ladrón, con un vago sentimiento de culpa, y subió la empinada escalera. Lentamente. Advirtió que le faltaba el aliento.

Aquella noche fue la primera vez que se dio cuenta de que se hacía mayor. Con la llegada de los achaques se acababan inevitablemente las últimas ilusiones de la juventud. Y la falta de aliento era un achaque, nadie podía negarlo.

Jadeó. Oyó música. Algo moderno, pero con violines. Así que había alguien en casa, o el arquitecto se había olvidado de apagar la música. Era como dejar las lámparas encendidas o poner la calefacción en invierno con la ventana abierta. Cada año eran más decadentes y descarados. Ni siquiera era decadencia, era una indiferencia perversa que Hofmeester se tomaba como una ofensa personal, porque él no se lo podía permitir. Porque él se negaba a permitírselo.

La sensación de ahogo aumentó. Se detuvo a media escalera. No serían problemas de corazón, ¿verdad? Tal vez tuviera que hacerse una prueba, un cardiograma, ¿o cómo se llamaba eso? En cualquier caso una prueba completa y radical. Tiempo atrás fumaba cigarros, pero lo dejó cuando su esposa llevaba a Ibi en el vientre. Los cigarros no podían ser, era otra cosa. Otra dolencia desconocida era la causante de su ahogo.

A medida que subía, la música se hacía más penetrante. Podía entender cada palabra de la letra, pero no le prestó atención. Nunca le había costado tanto esfuerzo subir unos cuantos escalones. Así empezaba la muerte, con el ahogo en la escalera. La vida era una broma. Eso era.

Hofmeester entró en la habitación que hacía las veces de salita. La puerta estaba abierta. No hacía falta llamar.

El inquilino estaba detrás de Ibi. Con el pantalón bajado hasta los tobillos.

La hija de Hofmeester apoyaba el torso desnudo sobre la mesa del comedor que él había escogido y que le parecía sumamente adecuada para un apartamento que debía alquilarse amueblado. Llevaba la falda vaquera remangada, como despellejada. Despellejada, esa era la palabra que se quedó en la cabeza de Hofmeester. Despellejada. Despellejada.

La escena le recordó a determinadas películas que emitían después de medianoche en turbios canales. Y encima con esa música.

Todas sus preocupaciones por la falta de aliento habían desaparecido. Ya no recordaba que en la escalera estuviera pensando en una muerte prematura.

Durante un segundo se quedó mirando a su Ibi. Entonces dio un paso hacia delante. Con la mano izquierda —todavía jadeaba un poco— agarró una pequeña lámpara de pie que había escogido su esposa, pero que les había parecido inadecuada para su propia casa. Las sobras se trasladaban al piso de arriba.

Su hija estaba siendo penetrada como una bestia. Era una escena que uno se esperaba encontrar en una granja, en un establo. No en la mejor parte de la calle Van Eeghenstraat.

Hofmeester silbaba al respirar.

Agarró con más fuerza la lámpara de pie. No lograba moverse. Tenía la sensación de que lo penetraban a él, duro y profundo. Como si los golpes no fueran destinados a su hija, sino a él. Como si lo humillaran a él, el casero, el propietario de este edificio, humillado en su propia casa. Le dolía todo el cuerpo. Todo su cuerpo se ahogaba.

Tenía la curiosa sensación de que lo desgarraban. Cuanto más miraba, más se convencía de que era a él a quien el inquilino penetraba, con dureza e indiferencia. Con desdén.

Por fin lo oyeron.

Al menos, el inquilino lo oyó. El hombre se volvió, vio a su casero, soltó a Ibi, apartó las manos de su cintura.

El arquitecto hizo algo que Hofmeester no soportaba: se rio. Con su pantalón, un pantalón gris, bajado hasta las rodillas. Se reía como si fuera un chiste, un encuentro desafortunado, pero cómico. La sonrisa de hilaridad en el rostro del arquitecto. Podía resultar un pelín incómodo, pero bien pensado era desternillante. Eso era lo que transmitía. Hilaridad, solo hilaridad.

Nada de vergüenza, nada de miedo, solo una sonrisa.