Bogotá en la lógica de la Regeneración (1886-1910)
Bogotá en la lógica de la Regeneración (1886-1910)
El municipio en el Estado forjado por el movimiento regenerador
Adriana María Suárez Mayorga
Reservados todos los derechos
© Pontificia Universidad Javeriana
© Adriana María Suárez Mayorga
Primera edición: diciembre de 2020
Bogotá D. C.
ISBN (impreso): 978-958-781-580-1
ISBN (digital): 978-958-781-581-8
DOI: https://doi.org/10.11144/Javeriana.9789587815818
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Pontificia Universidad Javeriana. Vigilada Mineducación. Reconocimiento como universidad: Decreto 1270 del 30 de mayo de 1964. Reconocimiento como personería jurídica: Resolución 73 del 12 de diciembre de 1933 del Ministerio de Gobierno.
Suárez Mayorga, Adriana María, 1979-, autora
Bogotá en la lógica de la Regeneración (1886-1910) : el municipio en el Estado forjado por el movimiento regenerador / Adriana María Suárez Mayorga. -- Primera edición. -- Bogotá : Editorial Pontificia Universidad Javeriana, 2020.
Incluye referencias bibliográficas (páginas 509-548).
ISBN (impreso) : 978-958-781-580-1
ISBN (digital) : 978-958-781-581-8
1. URBANISMO - HISTORIA - BOGOTÁ (COLOMBIA) - 1886-1910 2. MOVIMIENTOS POLÍTICOS - COLOMBIA - 1886-1910 3. DESARROLLO URBANO - HISTORIA - BOGOTÁ (COLOMBIA) - 1886-1910 4. BOGOTÁ (COLOMBIA) - HISTORIA - 1886-1910 5. COLOMBIA - HISTORIA - SIGLO XIX I. Pontificia Universidad Javeriana. Facultad de Ciencias Sociales
CDD 711.40986142 edición 21
Catalogación en la publicación - Pontificia Universidad Javeriana. Biblioteca Alfonso Borrero Cabal, S. J.
inp |
03/12/2020 |
Las ideas expresadas en este libro son responsabilidad de su autor y no necesariamente reflejan la opinión de la Pontificia Universidad Javeriana.
Prohibida la reproducción total o parcial de este material sin autorización por escrito de la Pontificia Editorial Javeriana.
Autora
Adriana María Suárez Mayorga es doctora en Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires, magíster en Historia e historiadora de la Universidad Nacional de Colombia, sede Bogotá. Ha sido becaria de la AECI, de la Fundación Carolina y de la Universidad Nacional de Colombia. Como investigadora, se ha especializado en la historia urbana bogotana y latinoamericana de finales del siglo XIX y comienzos del XX; como docente universitaria, se ha especializado en historiografía y metodología de la investigación. Es autora de diferentes publicaciones, de las cuales cabe destacar tres libros: La escenificación del poder en el espacio urbano capitalino, 1870-1910. La lógica urbana de Bogotá a finales del siglo XIX y comienzos del XX (2017); Tras las huell as de la política exterior española del siglo XVIII (2010); y La ciudad de los elegidos. Crecimiento urbano, jerarquización social y poder político. Bogotá, 1910-1950 (2006). Es miembro fundador de la Red Colombiana de Historia Urbana.
Contenido
Índice de figuras
Índice de tablas
Agradecimientos
Al lector
Introducción
Progreso, modernidad y modernización
Las bases historiográficas
La estructura de la investigación
Capítulo 1 | Meditando el problema en clave histórica
La aproximación al tema en el entorno colombiano
El planteamiento final
Capítulo 2 | Los cimientos de la Regeneración
Los antecedentes requeridos
La ideología regeneracionista
La capital regeneradora
El planteamiento final
Capítulo 3 | La pugna alrededor de la distribución de funciones y atribuciones
Construyendo el Estado regenerador
La gestión urbana capitalina en medio de la conflictividad
El planteamiento final
Capítulo 4 | La antinomia centralización-descentralización
Ordenando el territorio regenerador
La politización de la administración
El municipio como eje de la transformación del país
El planteamiento final
Capítulo 5 | La lucha por la autonomía
Reflexionando sobre el papel del gobierno local
Tanteando los réditos políticos de la autonomía local
El planteamiento final
Capítulo 6 | Las elecciones para regidores municipales en Bogotá
Las elecciones municipales de 1898
Las elecciones de 1904 para regidores capitalinos
El Concejo de Bogotá tras el derrumbe del Quinquenio
Las elecciones para regidores bogotanos de 1909
El planteamiento final
Capítulo 7 | Conclusiones
Anexos
Anexo 1. Contrato celebrado por Abraham Aparicio, Eduardo Posada, Vicente Castro Amado por parte de la administración local y José Domingo Ospina Camacho y Gonzalo Arboleda, dueños del Molino de Tresesquinas. 14 de mayo de 1902
Anexo 2. Periódicos consultados
Referencias
Fuentes primarias
Fuentes secundarias
Índice de figuras
Figura 1. Plano topográfico de Bogotá. Levantado por Carlos Clavijo en 1891 y reformado en 1894 (detalle)
Figura 2. Plan von Bogotá. Realizado por Alfred Hettner, 1888 (detalle de Reisen in den Columbianischen Anden in den Jahren 1882 bis)
Figura 3. Plano topográfico acotado de la ciudad de Bogotá. Realizado por Manuel José Peña, 1906 (detalle)
Figura 4. Plano de Bogotá. Publicado por el Almacén Del Día, 1910 (detalle)
Figura 5. Plano de la ciudad de Bogotá. Realizado por la Secretaría de Obras Públicas Municipales, 1911
Índice de tablas
Tabla 1. Modelo federal. Florentino González (1839)
Tabla 2. División territorial. Florentino González (1839)
Tabla 3. Funcionarios de la administración departamental y municipal, 1886
Tabla 4. Funcionarios de la administración departamental, provincial y municipal, 1890
Tabla 5. Funcionarios de la administración departamental, provincial y municipal, 1893
Tabla 6. Funcionarios de la administración departamental, provincial y municipal, 1902
Tabla 7. Consejo Nacional de Delegatarios, 1886
Tabla 8. Aportes voluntarios para enfrentar la secesión de Panamá, 1903: regidores bogotanos que suscribieron la Resolución
Tabla 9. Aportes voluntarios para enfrentar la secesión de Panamá, 1903: funcionarios que posteriormente se adhirieron a la propuesta
Tabla 10. Modelo de Federación municipal propuesto por Modesto Garcés, 1897
Tabla 11. Miembros de la Asamblea Nacional elegidos por Cundinamarca en 1905
Tabla 12. Departamentos creados con la nueva división territorial, 1905
Tabla 13. División territorial, política, administrativa y electoral creada en 1905
Tabla 14. Organización del Distrito capital, 1905
Tabla 15. Pavimentos adoquinados construídos, reparados o embaldosados, 1908
Tabla 16. Pavimentos macadams, 1908
Tabla 17. Pavimentos empedrados, reparados o reconstruidos, 1908
Tabla 18. Pavimentos ennemados, 1908
Tabla 19. Puentes construidos y puentes reparados, 1908
Tabla 20. Colocación/traslación y reparaciones de fuentes públicas, 1908
Tabla 21. Obras (construcciones y reparaciones), 1908
Tabla 22. División territorial establecida por la Ley 65 de 1909
Tabla 23. Votos emitidos por los concejales capitalinos para avalar la Convención
Tabla 24. Junta de Delegados, 1910
Tabla 25. Grupo de Delegados. 9 de septiembre de 1910
Tabla 26. Elecciones para regidores. Ley 7ª de 1888
Tabla 27. División electoral de la provincia de Bogotá para efectos de la Ley 7ª de 1888
Tabla 28. División de la provincia de Bogotá para efectos políticos y fiscales, 1889
Tabla 29. División de la provincia de Bogotá para efectos judiciales, 1889
Tabla 30. División de la provincia de Bogotá para efectos de notaría y registro, 1889
Tabla 31. Miembros de la Junta electoral de Bogotá, 1890
Tabla 32. Lista de los candidatos nacionalistas para la Asamblea de Cundinamarca, 1898
Tabla 33. Lista de los candidatos nacionalistas para el Concejo de Bogotá, 1898
Tabla 34. Regidores elegidos para el Concejo de Bogotá, 1898
Tabla 35. Miembros del Directorio. 31 de diciembre de 1902
Tabla 36. Miembros de la Junta para reformar las circunscripciones electorales, 1902
Tabla 37. Regidores elegidos para el Concejo de Bogotá, 1903
Tabla 38. Regidores elegidos para el Concejo de Bogotá, 1904
Tabla 39. Miembros del Concejo de Bogotá. 19 de abril de 1909
Tabla 40. Miembros del Concejo de Bogotá. 11 de septiembre de 1909
Tabla 41. Individuos propuestos por el diario El Porvenir para ser elegidos concejales de la capital en las elecciones de noviembre de 1909
Tabla 42. Individuos propuestos por “Otro bogotano” para complementar la lista del periódico El Porvenir
Tabla 43. Listado de candidatos para el Concejo de Bogotá. Noviembre de 1909. Directorio constituido por los artesanos
Tabla 44. Listado de candidatos para el Concejo de Bogotá. Noviembre de 1909. Republicanos en general y Republicanos gobiernistas
Tabla 45. Listado de candidatos para el Concejo de Bogotá. Noviembre de 1909. Bloque Unionista (conservadores y nacionalistas) y Bloque de Industriales y Obreros
Tabla 46. Miembros del Concejo de Bogotá elegido popularmente el 14 de noviembre de 1909
A mi abuela,
che, raccontandomi la sua storia, mi ha insegnato ad amare la storia.
Agradecimientos
Las disquisiciones aquí efectuadas no hubieran sido posibles sin la generosidad de quienes con su paciencia, sus críticas y su aliento, compartieron un conocimiento invaluable sobre los temas que abarca la pesquisa; además de gratitud, quiero manifestar mi profunda admiración hacia Gustavo Montañez Gómez, Adrián Gorelik, Germán Mejía Pavony, Iván Padilla Chasing, Marcela Ternavasio y Delfín Ignacio Grueso, porque fueron un sostén permanente en la realización de esta obra. Las ideas que discutieron conmigo en el transcurso de la investigación son la base de los planteamientos propuestos.
También quiero agradecer a las entidades que facilitaron el proceso investigativo al conservar la información que le dio sentido a todos estos años de inquietud intelectual: la Biblioteca Nacional de Colombia, la Biblioteca Luis Ángel Arango, la Biblioteca Nacional de la República Argentina, la Biblioteca de la Academia Colombiana de Historia, el Archivo de Bogotá y la American Geographical Society Library, la cual se encuentra en la Universidad de Wisconsin-Milwaukee (UWM).
Tengo, por último, una deuda infinita con las personas que han estado a mi lado a lo largo del camino. Sin su afecto, este libro nunca hubiera existido.
Al lector
La génesis de este libro se encuentra en la tesis doctoral sustentada en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires en el segundo semestre de 2015. La investigación llevada a cabo es producto de años de reflexión sobre el espacio urbano bogotano, entendido no solo desde la dimensión físico-arquitectónica, sino especialmente desde la dimensión política, social, cultural y, en menor medida, económica.
Interesa enfatizar en esta cuestión porque está directamente ligada a una de las premisas fundacionales de la pesquisa: a saber, que el hecho arquitectónico o físico no explica per se el fenómeno urbano ni el fenómeno urbano se reduce a ese hecho. La afirmación anterior podría parecer una obviedad para un investigador versado en la materia, pero lo cierto es que buena parte de la bibliografía publicada en Colombia mantiene erradamente esa concepción.
La comprensión de la ciudad no se limita entonces a estudiar lo construido; para poder aprehenderla en toda su magnitud es preciso aceptar que es un universo complejo en donde se cruzan diversas fuerzas e ideologías que inevitablemente permean el espacio edificado, a la par que se ven permeados por él. La ciudad es el locus por antonomasia del proceso histórico; lo construido es tanto un producto social, político y cultural, como una inversión o un desafío técnico.
La historia urbana, campo disciplinar en el que se inscribe este texto, tiene sus cimientos en dicha constatación; ello no implica, empero, como bien lo plantea Bernard Lepetit (2001), que sea una disciplina totalizante, pues se afinca en el reconocimiento de que es en esa multiplicidad de enfoques, de miradas, que convergen en la urbe, en donde radica su esencia.
Fundamentada en esta conceptualización, la disciplina histórica concibe la ciudad como un espacio históricamente construido que se nutre de modelos, nociones e intereses procedentes de los diversos sectores de la sociedad que se encuentran inmersos en la lógica que es inherente a todo régimen político: el damero, la infraestructura, la arquitectura, ponen en escena esos intereses, los sacan a la luz (Mejía Pavony, 1999; Suárez Mayorga, 2006, 2011). Pensar lo urbano supone entonces pensar la trama como si fuera un “observatorio de las relaciones entre los hombres”, donde disímiles pasados “se encuentran formando nuevos sistemas” (Lepetit, 2001, p. 15).1
La necesidad de escudriñar la esfera local a partir del estudio del municipio y de la administración municipal, con miras a comprender el desarrollo urbano bogotano, es el punto de partida del presente texto. La elección de esa esfera como escala problemática (Lepetit, 2001, p. 58) no responde a una mera preferencia metodológica sino que encarna la reivindicación de una postura teórica: coincidiendo con Lepetit, aquí se sostiene que la especificidad de la historia urbana reside principalmente en una mudanza de escala que no es de tipo geográfico ni cronológico.2 Los estudios realizados en este campo de conocimiento deben tipificarse por el abandono del horizonte historiográfico que exige la elaboración de una historia total de la ciudad, para dar paso a pesquisas más prudentes que se encarguen de ubicar, en las múltiples dimensiones de la urbe, “cuestiones parciales” (2001, p. 58).3
Tales ideas tienen como precursor a Henri Lefebvre, quien determinó que el fenómeno urbano debía ser examinado a partir de tres niveles: el global (G), el mixto (M) y el privado (P). El primero de ellos, que es en el que se ejerce la autoridad, lo definió como “el de las relaciones más generales”, cuya materialización se traduce en “una parte del terreno construido” (“edificios, monumentos, proyectos urbanísticos de gran envergadura, nuevas ciudades”) y en una parte del no construido (“carreteras y autopistas, organización general del tráfico y de los transportes, del tejido urbano y de los espacios neutros, defensa de la ‘naturaleza’, etc.”) (Lefebvre, 1976, p. 86).
El segundo, el nivel “mixto, mediador o intermediario”, lo definió como el “nivel específicamente urbano”, en el que se revelan las funciones relacionadas con “el territorio circundante” y con las estructuras (comerciales, de transportes, etc.) que se ponen, o bien al servicio de “la vida urbana propiamente dicha”, o bien al servicio de las localidades más pequeñas o pueblos aledaños (Lefebvre, 1976, p. 87).
El tercero, el nivel privado, lo definió como el ámbito del habitar, es decir, no solamente el de “la familia, el grupo de vecinos y las relaciones ‘primarias’” (Lefebvre, 1976, p. 88), sino, sobre todo, el de los seres humanos que se apropian de su hábitat con la finalidad de instituir un nexo que trasciende “el lugar de habitación” para articularse “con lo posible y lo imaginario” (pp. 88-89).4
La investigación aquí efectuada se sitúa en lo que sociológicamente se llama el nivel mezzo, que es el que se ocupa tanto del estudio de las instituciones (representadas aquí en las entidades municipales que tienen la potestad de tomar las decisiones sobre el desarrollo bogotano) como de los actores sociales que hacen parte de ellas. Sin embargo, en aras de esclarecer el vínculo poder local-poder central que se dio en Bogotá durante el período 1886-1910, se optó por establecer un enlace con el nivel macro o nivel global, en el cual el Estado se configura como voluntad y como representación: como voluntad, porque “los hombres” que detentan el poder estatal “tienen una estrategia o estrategias políticas” que buscan imponer en la grilla, y como representación, porque allende esa imposición, la ciudad es el lugar por excelencia para que se produzca la convergencia de “imágenes particulares del tiempo y del espacio” (Lefebvre, 1976, p. 85).5
El municipio ha sido poco estudiado en el medio colombiano, precisamente por las dificultades metodológicas y analíticas que reviste, generó que, desde el inicio, este libro se proyectara como un trabajo destinado a profundizar en aquellos aspectos en los que la historiografía sobre la capital no ahondaba o, por el contrario, ahondaba con base en premisas que un análisis histórico adecuado pone fácilmente en entredicho. Más que puntualizar sobre las obras realizadas en la urbe, lo que interesa saber es por qué se hicieron, qué juegos de poder se entretejieron a su alrededor y qué se derivó de estos procesos.
Los resultados obtenidos con base en este esquema facultan, en efecto, para advertir acerca de la urgencia de crear una nueva historiografía sobre Bogotá. Una historiografía basada en una gran amplitud de fuentes primarias, recopiladas e interpretadas rigurosamente, que aprehenda la ciudad desde la realidad local, en vez de subsumirla a lo sucedido en la esfera nacional, y que asuma el carácter multifacético del espacio, admitiendo que se pueden utilizar distintos y complementarios niveles de observación para analizarlo.
La lectura de la historia local, departamental y nacional del territorio patrio debe hacerse, por consiguiente, desde un ángulo diferente al que hasta ahora ha primado: no es desde la nación ni desde la animadversión sentida desde la región como se entiende la capital; es desde la capital y su interacción con las otras dos instancias como se comprende apropiadamente la realidad histórica bogotana. Haciendo una suerte de paráfrasis con una de las máximas más importantes de la época examinada, es ostensible que en tanto no se comprenda el municipio, no se podrá entender la República.6
La aserción precedente se arraiga en la certidumbre de que para estudiar la ciudad no solo se debe analizar cuál es la expresión material de los lazos sociales que caracterizan a determinada comunidad, sino también cuál es el papel que cumplen las instancias involucradas en el proceso de afianzamiento o debilitamiento de un determinado ordenamiento político. Como lo plantea Lefebvre (1974), “el espacio ha sido siempre político” (p. 221).
La política constituye un elemento crucial para comprender la producción tanto física como social del espacio, en la medida en que se erige en un referente cardinal para examinar la acción de los grupos e individuos que conforman el entorno urbano; de hecho, es justamente la facultad que poseen las urbes para autogobernarse o para escoger, por medio de la representación popular, a sus dignatarios la que genera que la administración municipal adquiera una significación trascendental en la esfera nacional.7
Bogotá no puede comprenderse por fuera de estos preceptos porque su condición de “cerebro i corazón” (Suárez Mayorga, 2015, p. 219) de la República, adquirida en el siglo XIX, hizo de ella un escenario inmejorable para entender el país.8 La lucha por la autonomía local que comienza a finales de dicha centuria es justamente lo que permite comprender por qué la corporación capitalina se convirtió a partir de 1909 en un lugar privilegiado para hacer política en Colombia.9 No es producto del azar, por ende, que figuras de tanta relevancia a nivel nacional como Alfonso López Pumarejo, Laureano Gómez, Jorge Eliécer Gaitán y Eduardo Santos, hicieran parte del Concejo bogotano; es, en contraposición, un indicio palmario de la trascendencia que adquirió el gobierno municipal para mantener la institucionalidad republicana.
Indiscutiblemente, lo acaecido en el período en estudio es parte de un proceso histórico de largo aliento que ha sido decisivo para el desarrollo posterior del territorio patrio. El discurso ideológico sobre el cual la Regeneración legitimó su poder caló más hondo entre los connacionales que sus propias acciones: en los colombianos actuales, incluso sin ser conscientes de ello, persiste la impronta de un pensamiento decimonónico.
Vale anotar que los razonamientos que se efectuarán a continuación parten de una concepción concreta de la historia: aquella que entiende esta disciplina según el nexo pasadopresente-futuro. La investigación histórica supone dentro de este contexto situarse en tres temporalidades diferentes que implican: a) un proceso de desciframiento, en la medida en que ese pasado “ido, muerto, lejano”, inteligible, es “ajeno” a la propia experiencia (Tenorio Trillo, 2012, p. 61); b) un proceso de comprensión, en cuanto es necesario (siempre que sea factible) traducir esa realidad al presente para lograr construir una interpretación acerca de lo ocurrido, y c) un proceso de discernimiento, porque es precisamente en “el hacer y el re-hacer” (p. 69) donde, además de dialogar con los muertos, se puede pensar o incluso, proyectar el futuro.
La cristalización de esa tríada no es una tarea sencilla. Los historiadores frecuentemente están expuestos a muchos dilemas, dudas, tentaciones, que en ocasiones llegan a suscitar que de antemano el investigador suponga “que existe evidencia en el pasado de lo que el presente [...] dicta” (Tenorio Trillo, 2012, p. 74). El riesgo que se corre al darse esta situación es que la pesquisa se oriente a encontrar tales testimonios, originando con ello no solo que se traduzca con impunidad lo que sucedió, sino, sobre todo, que se “plagi[e], tergivers[e], malentiend[a]”, el ayer (p. 76).10
La singularidad del oficio histórico radica, en síntesis, en reconocer los límites de la profesión: por más que se emplee una metodología sistemática para recopilar, examinar e interpretar las fuentes, debe admitirse que es tácitamente imposible aprehenderlas por completo, prueba de lo cual es que muchas transitarán varias veces por distintas manos antes de ser apreciadas a cabalidad. Si bien es cierto que en la labor de quienes se interrogan por el tiempo que pasó “siempre ha de regir la certeza de que nada es construible, reconstruible o ‘deconstruible’ del todo” (Tenorio Trillo, 2012, p. 77), también lo es que la pertinencia de aquello que sea posible de descifrar, comprender, rumiar, dependerá fundamentalmente de la rigurosidad con que se aborde el problema de estudio. Quizás el pasado no se pueda resucitar, pero el desafío que representa la disciplina histórica consiste en aproximarse a él desde la “imaginación” (p. 54) del presente, haciendo uso de las herramientas teóricas, analíticas y metodológicas que sean apropiadas para la temática específica que se va a tratar.
La escritura de la historia no puede vislumbrarse, en consecuencia, como un acto aislado, sino que debe inscribirse en una sucesión de pesquisas precedentes; el universo historiográfico en el que se inserta cualquier investigación relacionada con esta área de conocimiento resulta por ello primordial para generar argumentos inéditos que trasciendan la simple enunciación de los acontecimientos.
Finalmente cabe señalar que, con el propósito de conocer a fondo el ámbito municipal bogotano, este texto se divide en ocho capítulos: en el primero, se establece el marco conceptual e historiográfico de la investigación; en el segundo, se analiza cómo se concibió el gobierno local en el pensamiento de Florentino González, con el fin de sentar las bases de lo que algunos letrados finiseculares plantearían al respecto durante la Regeneración; en el tercero, se examina el pensamiento de los líderes del movimiento regenerador; en el cuarto, se confronta la legislación expedida en materia de régimen municipal con el accionar de cada una de las esferas gubernamentales que tenían potestad sobre el desarrollo de la ciudad; en el quinto, se indaga sobre la administración distrital en el contexto político nacional a través del debate centralización-descentralización; en el sexto, se ahonda en los principios que fundamentaron el reclamo de los capitalinos por la autonomía local; en el séptimo, se estudian las elecciones para concejales bogotanos desde las postrimerías de la centuria decimonónica hasta la primera década del siglo XX, y en el octavo, se concluye la argumentación.11
Notas
1 La traducción del portugués es mía.
2 Lepetit acuñó la noción de escala problemática para designar tanto los distintos niveles o desniveles de articulación que confluían en la ciudad, como las distintas y complementarias escalas de observación que se podían adoptar para analizar el espacio urbano.
3 La traducción del portugués es mía.
4 Para ampliar esta cuestión, véase Lefebvre (2013).
5 El término grilla se utiliza en el sentido que lo hace la historiografía argentina; en concreto, se refiere “a la parrilla de manzanas que cuadriculan el territorio” de la ciudad (Gorelik, 2004, p. 19).
6 Esta última frase debe entenderse en un doble sentido: en tanto no se entienda el municipio de Bogotá y en tanto no se entienda el municipio como pieza clave del ordenamiento territorial instaurado por el movimiento regenerador. En las fuentes de la época, las palabras Municipio, Provincia y Departamento usualmente van con mayúscula; sin embargo, en adelante solo se escribirán así cuando sean citas textuales.
7 Al respecto, véase Gottdiener y Budd (2005). Estos postulados se enmarcan en la nueva sociología urbana, corriente emergida en la década de 1980 que aboga por “entrelazar explicaciones políticas y culturales junto con consideraciones económicas” (Gottdiener y Feagin, 1990, p. 227), mediante la introducción en el análisis de cuatro áreas de observación: a) el contexto global, b) los actores urbanos, c) el espacio, y d) el Estado. Sobre esta temática, véase también Gottdiener (1998).
8 “La alusión mas antigua” que hasta el momento se conoce del término cerebro i corazón de la República “se remonta a 1874, año en el que Miguel Samper escribió un artículo en el Diario de Cundinamarca, en el que responsabilizaba al Estado cundinamarqués de la ‘mugre, oscuridad e inseguridad’ que el Municipio exhibía. La trascendencia de su disertación reside en que él denunciaba la injusticia que constituía que ‘el Estado tratara a la capital como no querría ser tratado por la Nacion’. La convicción que primaba en su razonamiento era que la localidad representaba la médula de la patria, circunstancia que además de otorgarle a Bogotá una posición hegemónica dentro del entorno nacional, la convertía en un claro reflejo” de lo que era Colombia pues, a su juicio, “las carencias urbanísticas” que exteriorizaba el damero citadino “eran la prueba fehaciente de las falencias” que tenía el país (Suárez Mayorga, 2015, p. 219).
9 Sobre el Concejo bogotano para el período 1910-1950 véase Suárez Mayorga (2006). Municipalidad, Cabildo y Concejo o Consejo Municipal son sinónimos utilizados en la Regeneración para hacer referencia a la “corporación popular” creada por la Constitución de 1886 para “ordenar lo conveniente” a la localidad (República de Colombia, 1911, p. 59). Hay que anotar que el término Concejo se encuentra escrito con c y con s en las fuentes consultadas.Téngase en cuenta que en este libro la palabra localidad hace referencia a lo que en la mencionada carta magna se denominó, indistintamente, el municipio o el Distrito municipal. No debe confundirse, por lo tanto, con la organización en localidades que actualmente rige en Bogotá.
10 Las palabras inscritas en los signos [] no pertenecen al texto original, pero se utilizan para darle coherencia a la redacción de la cita; este mismo procedimiento se utilizará a lo largo del escrito. De igual forma, se utilizará para anotar la actualización ortotipográfica de los números y cantidades tomados de documentos originales, que, por su carácter variado, no aparecen bajo el mismo criterio en sus presentaciones.
11 Se utiliza el término distrital en alusión al Distrito municipal establecido en la Constitución de 1886.
Introducción
¿Cuál es la composición social de las ciudades victorianas y de los concejos municipales? ¿Cómo eran el prestigio social y el poder económico reflejados en la acción política? ¿Hasta qué punto los cambios en la estructura social y las fluctuaciones de ingreso y empleo determinaron las líneas principales de la política ciudadana? ¿Cuáles fueron las relaciones entre los grupos “establecidos” y nuevos en la vida local? ¿Hasta dónde la creación de maquinaria continuada para la administración municipal cambió el carácter de la dirigencia local? Todas estas cuestiones pueden ser respondidas sólo en el contexto de la vida de ciudades particulares. (Briggs citado por Almandoz, 2008, p. 75)1
Hay que comenzar este escrito explicando bajo qué parámetros se concibe la conformación del Estado. La historiografía producida en torno a dicha temática para entender la esfera colombiana se ha caracterizado por partir de un sustrato común: la teoría de Max Weber, según la cual el Estado es entendido como “una comunidad humana que se arroga (con éxito) el monopolio del uso legítimo de la fuerza física dentro de un territorio dado” (Bolívar, 1999, p. 12).
Lejos de desconocer los reparos formulados por algunos investigadores en cuanto a que esta definición “es sólo uno de los modelos posibles de conformación” estatal, lo que se quiere remarcar es que quienes comulgan con el pensamiento weberiano coinciden en aceptar que “el monopolio de la violencia” se encuentra indefectiblemente “atado a la configuración del Estado” (Bolívar, 1999, p. 12).2
La manera de acercarse al problema desde “la sociología, la ciencia política, y en menor medida, la historia, ha sido el método comparativo”, pues se considera que es el modo más idóneo de hallar “regularidades y patrones mucho más generales” (Forero Hidalgo, 2009, p. 232). Los análisis realizados para Colombia haciendo uso de la comparación señalan de modo ostensible el peso que tiene en ellos la obra de Charles Tilly, Barrington Moore y Michael Mann, cuyos textos son de citación obligatoria. No obstante, más allá de si la argumentación gira alrededor de preguntase por el “proceso de construcción del orden a partir del conflicto” (Ansaldi y Giordano, 2012, p. 15) o “de qué manera y hasta qué punto la organización denominada ‘Estado’ logra controlar los principales medios de coerción dentro de un territorio definido” (López-Alves, 2003, p. 24), lo cierto es que la guerra está en el centro de las disquisiciones.
Tal situación es, en efecto, la que explica por qué el contexto colombiano encarna un escenario inmejorable para poner a prueba dichos planteos; sin embargo, el hecho de reducir la explicación al fenómeno de la violencia, entendido como la capacidad o incapacidad del Estado para concentrar “de forma legítima el monopolio del poder de la coacción” (Forero Hidalgo, 2009, p. 232), ha fomentado que en el medio nacional no se tomen en consideración, o que se rechacen de plano, investigaciones realizadas desde otras perspectivas que son ciertamente pertinentes para comprender lo acaecido en el país.
En consonancia con lo que algunos años atrás sugirió Ingrid Bolívar (2010), acabar con este reduccionismo académico es esencial para poder replantear tesis historiográficas que continúan vigentes en la esfera nacional. La solución reside entonces en empezar a cuestionarse de qué manera “el conocimiento producido sobre el Estado” en virtud de este enfoque “tiende a ‘colonizar’, ignorar y/o despreciar experiencias políticas locales y regionales” (p. 94) que son cruciales para vislumbrar el proceso de configuración estatal en suelo patrio.
Un inconveniente que se denota al respecto es que ese universo comparativo recurrentemente está cimentado en un saber relativo a cada uno de los casos examinados. La propensión a centrar la atención en aquellos elementos que son cardinales para refutar o validar el referente teórico ocasiona que se recurra a las generalidades. La obsesión por definir las variables comparativas idóneas en función de un corpus teórico determinado suscita que los investigadores se olviden de que toda teorización es inútil si la interpretación dada no es consecuente con la realidad histórica.
Testimonio de lo anterior es el libro de Fernando López-Alves (2003) en el que las periodizaciones empleadas para abordar el ámbito colombiano omiten acaecimientos trascendentales para entender los principios sobre los cuales se erigió el Estado que forjó el movimiento regenerador. En tal dirección, afirmar que el mandato de Rafael Reyes va de 1904 hasta 1910 no solo supone eliminar la presidencia de Ramón González Valencia (1909-1910), sino, sobre todo, desconocer la relevancia que este último dignatario tuvo en la agudización de la lucha por la autonomía municipal, al mantener la política restrictiva y autoritaria del régimen reyista en materia local.3
Igualmente, aseverar que “el país experimentó un proceso intenso de centralización del poder y construcción del ejército durante las presidencias conservadoras de Rafael Núñez (1877-1889)” (López-Alves, 2003, p. 145) implica pasar por alto el origen liberal del cartagenero y negar la presidencia del general Julián Trujillo (1878-1880).4
En la misma línea, asegurar que la Regeneración “abarcó el período entre 1869 y 1900” (López-Alves, 2003, p. 146) obliga a hacer un recorte que si bien es justificable para la primera fecha si —y solo si— se acude al discurso pronunciado ante el Congreso el 1º de febrero de 1869 por el presidente electo, el general liberal Santos Gutiérrez,5 difícilmente podría aceptarse para el otro extremo de la cronología propuesta: aunque el golpe de Estado perpetrado por José Manuel Marroquín el 31 de julio de 1900 encarnó un acontecimiento trascendental en la época, otorgarle el fin del movimiento regenerador sería desconocer que fue precisamente la intransigencia de este dignatario frente a la insurgencia liberal la que dio pie para que se produjera la pérdida de Panamá y la posterior llegada de Rafael Reyes al mando.6
Finalmente, la interpretación proporcionada por López-Alves (2003) en lo que incumbe a la configuración del Estado colombiano sugiere que el siglo XIX debe entenderse como un continuo que va de 1810 a 1900. Tal posición es errada, pues es tangible que las medidas adoptadas por la Regeneración no se pueden equiparar a las medidas liberales de mediados de siglo ni a las medidas de la etapa posindependentista. La lectura que se haga de la centuria decimonónica debe afincarse en la asunción —y este es uno de los postulados medulares del presente libro— de que cada etapa histórica representó un decurso particular que debe ser examinado en su especificidad; si bien existieron problemas transversales para toda la centuria decimonónica (el municipio como ordenamiento político-administrativo es uno de ellos), su resolución atendió al contexto del momento.
Interesa llamar la atención sobre estas cuestiones porque ponen de manifiesto que el dato histórico no es simplemente un dato, sino un testimonio de lo acaecido. Ignorarlo o tergiversarlo no es un asunto menor: únicamente conociendo las bases de la ideología regeneracionista es factible hablar de la génesis del movimiento.
Progreso, modernidad y modernización
Una segunda acotación que se debe hacer concierne a la forma en la que aquí se enuncian los términos modernidad y modernización: el argumento que en esta dirección se sostiene es que ambos deben entenderse a la luz de la noción de progreso que se impuso entre los letrados de la época en estudio, la cual lo concebía como un estadio ideal (tipificado por una sociedad justa, próspera, y democrática) al que se debía arribar.7
En 1900, Antonio José Uribe dio relieve a esta conceptualización en un editorial publicado en el periódico La Opinión, en el cual aseveró que el país vivía en el atraso a pesar de tener “muchas riquezas naturales, una juventud enérgica é inteligente, una numerosa clase social de gran cultura, un Ejército disciplinado, de valor incomparable, y una masa popular sufrida, en su mayor parte laboriosa” (U., 1900a, p. 101).8 A su juicio, todos estos elementos, “dirigidos con acierto”, podrían llevar a Colombia “á un grado de progreso en el cual nada tendría que envidiar á sus hermanos de la América española” (p. 101).
La alusión del diplomático antioqueño a que, dirigidos con acierto, esos atributos conducirían al país al grado de progreso que lo pondría a la par con las demás repúblicas hispanoamericanas no era un recurso retórico, sino un indicio palmario del enfrentamiento que por entonces había entre dos posturas antagónicas que convivieron durante la Regeneración y que causaron una serie de debates que son imprescindibles para entender adecuadamente dicha etapa:9 una, fue la postura preconizada por aquellos letrados que anhelaban ser espectadores de las transformaciones materiales que, desde su perspectiva, traerían consigo la prosperidad del territorio patrio, y la otra, fue la postura defendida por los regeneradores, quienes reivindicaban la ausencia de esos cambios con el fin de priorizar la exaltación de los valores sobre los cuales se edificaba la ideología regeneracionista (por ejemplo, la virtud y el perfeccionamiento moral).10 La persistencia del antagonismo entre ambas posiciones no solo marcó los decenios en estudio, sino que además sentó las bases del decurso histórico posterior.
Inscrito en este horizonte, un interrogante que hasta ahora no se ha mirado con detenimiento, para los años que van de 1886 hasta 1910, es hasta dónde los procesos de transformación que la historiografía colombiana ha identificado acudiendo a esa noción de progreso se inscriben dentro de la “idea de modernidad” (Gorelik, 2014, p. 8).11 Tal como lo plantea Adrián Gorelik (2014), no se “trata, entonces, de definir un comienzo ontológico” de la misma, “sino de situar en la historia el momento” en que esos cambios “fueron interpretados como modernos, a la vez que fueron coloreados por esa interpretación, dotándolos de una dinámica” que incide “en las representaciones” (p. 7). La “espiral” que resulta de esa ida y vuelta es justamente lo que dicho autor llama modernidad (p. 7).12
Las pesquisas más relevantes en la materia señalan que esa la idea de modernidad supone la confluencia de la conciencia y la experiencia de un mundo que transmuta; en otras palabras, la “conciencia de tiempo específico, es decir, la de tiempo histórico, lineal e irreversible”, que camina “irresistiblemente hacia adelante” (Calinescu, 1991, p. 23), debe estar acompañada de las “transformaciones sociales y materiales” (Gorelik, 2014, p. 8) que cristalizan esos signos de cambio en la realidad. Y este último proceso es precisamente el que se conoce como modernización.13
La pertinencia de la definición anterior reside en que permite vislumbrar por qué la ciudad moderna se erige en “el sitio por antonomasia” de dicha metamorfosis, pues al identificarla con la noción “de progreso (o con sus costos)” (Gorelik, 2014, p. 8) se convierte en un instrumento inmejorable para arribar a ese estadio ideal de desarrollo.
Hablar de ciudad moderna implica, por consiguiente, hablar de un momento histórico en el que se da la confluencia de un proceso de modernización urbana con el nacimiento de una variedad de “valores y visiones” (Berman, 1991, p. 2) que daban cuenta de esas transformaciones. La experiencia del cambio, reflejada en las alteraciones físicas que sufre el espacio urbano, tales como la ruptura de los patrones tradicionales de asentamiento, la variación en el uso de ciertas áreas, la creación de barrios obreros, la dotación de servicios domiciliarios, etc., se une así a las representaciones surgidas de esos cambios, dándole de esta forma origen a esa ciudad moderna.14
Hay que hacer énfasis en este punto porque una dificultad persistente en las investigaciones que se enfocan en el espacio urbano bogotano de fines de la centuria decimonónica hasta mediados del siglo XX es la utilización indiscriminada de los conceptos ciudad moderna, modernización y modernidad, sin atender a las particularidades de cada uno de ellos. Lo que en esta dirección se quiere subrayar es que para comenzar a reflexionar adecuadamente sobre la materia es indispensable comprender que “la idea de ‘ciudad moderna’” nace de una “idea de modernidad” que, tal cual ha sido definida por los especialistas en el tema, “combina una experiencia histórica con una conciencia histórica” (Gorelik, 2014, p. 8).
La traducción de estos planteamientos al período en estudio constriñe a proponer una tesis central del libro: si bien no se puede negar que la actitud exhibida en estos años por algunos letrados colombianos anunciaba de modo incipiente (al exigirle al Gobierno que se pusieran en marcha los adelantos que requería el país para progresar) esa conciencia de tiempo específico de la que habla Matei Calinescu, lo cierto es que todavía no estaban dadas las condiciones para que en ese momento confluyeran, “en relación necesaria, las transformaciones sociales y materiales con las representaciones culturales que buscaban comprenderlas, criticarlas o guiarlas” (Gorelik, 2014, p. 8). Todavía no se había producido el cambio estructural requerido para que se juntaran, usando la terminología de Marshall Berman, “los procesos de ‘modernización’ y los ‘modernismos’” (p. 8).15 Bogotá, analizada bajo este lente, no experimentó ese cambio estructural durante la Regeneración porque los regeneradores legitimaron su poder en valores que marcaron “la vida institucional del país con el sello de la lucha contra la modernidad” (González, 1997, p. 49).
Las bases historiográficas
Tras realizar las aclaraciones de tipo teórico-conceptual, es preciso aludir de modo sucinto al sustrato historiográfico del que se nutre esta investigación. Una primera observación a efectuar es que, aunque en las últimas décadas se ha propagado la idea de que “el espacio local constituye una unidad analítica peculiar” (Ternavasio, 1992, p. 56) que posee una validez indiscutible dentro de la historia política para examinar el proceso de conformación de los Estados nacionales, la anuencia a este precepto no ha estimulado con la misma diligencia en todos los países del continente americano la iniciación de pesquisas sobre el tema.16
Tal vacío historiográfico se debe a las dificultades que se presentan para encontrar fuentes que permitan analizar a profundidad la [esfera municipal], así como a las singularidades del medio andino que, buena parte de las veces, se acentúan en el territorio [colombiano. Consecuencia] de lo anterior es que los investigadores han tenido que recurrir a formular planteamientos de tipo general que, o se encuentran a la espera de ser corroborados, precisados o refutados, en investigaciones posteriores, o no son pertinentes al revisar el problema desde la escala local. (Suárez Mayorga, 2018, p. 778)17
Más que abordar en detalle las diferentes fuentes secundarias consultadas, lo que se pretende en este apartado es enunciar algunas precisiones acerca de la manera en la que en la esfera latinoamericana se ha estudiado el papel cumplido por la administración local en el transcurso del siglo XIX. Con frecuencia, el acercamiento a este problema se ha presentado esclareciendo cuál fue el accionar de los cabildos luego de la declaración de emancipación del imperio español y qué modificaciones se dieron con la sanción de la Constitución de Cádiz, en aras de explicar la continuidad o la ruptura que sufrieron algunas instituciones coloniales.18
La predilección por aproximarse de este modo a dicha cuestión ha generado un cierto auge de la perspectiva constitucionalista, la cual se afinca en la idea de que, después de las guerras independentistas, el municipio se convirtió en la “célula política básica detentadora de soberanía” y las “comunidades locales” se erigieron “en fuentes de derechos políticos” (Irurozqui Victoriano, 2004, p. 24).
Lo sucedido en el territorio neogranadino es diciente a la luz de esta conceptualización: pese a que tan pronto se dio la ruptura con la Metrópoli se promulgaron actas de independencia y textos constitucionalistas (testimonio de lo cual es la Constitución de Cundinamarca del 4 de abril de 1811), ninguno de esos documentos estableció un ordenamiento administrativo basado en el ámbito local. Solo a partir de la promulgación de la carta magna gaditana, se reivindicó al municipio como pieza esencial del engranaje gubernamental.19
La característica fundamental de la Constitución Política de la Monarquía Española, aprobada el 19 de marzo de 1812 y jurada en los territorios americanos meses después, fue en efecto, la regulación “en materia de organización territorial del poder” de un “Estado unitario descentralizado” (Salvador Crespo, 2012, p. 11), situación que generó que la discusión sobre los artículos relativos a los municipios y a las provincias se estructurara alrededor de la preservación de la autonomía local y la función de las localidades como órganos de representación popular.20
“El gobierno interior de los pueblos” quedó allí establecido mediante la creación de “ayuntamientos” (Constitución de Cádiz, 1813, p. 101) en “aquellos lugares de población inferior a mil almas y cuyas circunstancias particulares, agrícolas o industriales lo aconsejasen” (Salvador Crespo, 2012, p. 31).21 Las atribuciones que se les otorgaron quedaron circunscritas a: desempeñar “la policía de salubridad y comodidad”; “auxiliar al alcalde” en todo lo que perteneciera a “la seguridad de las personas”, los “bienes de los vecinos” y la “conservación del orden público”; administrar e invertir “los caudales de propios y arbitrios conforme á las leyes y reglamentos”; recaudar y repartir “las contribuciones”, remitiéndolas a la “tesorería respectiva”; “cuidar de todas las escuelas de primeras letras” y demás instituciones “de educación” que se pagaran “de los fondos del común”; velar por “los hospitales, hospicios, casas de expósitos” y el resto de “establecimientos de beneficencia”, bajo las reglas que se prescribieran; vigilar la “construcción y reparación de los caminos, calzadas, puentes y cárceles, de los montes y plantíos del común, y de todas las obras públicas de necesidad, utilidad y ornato”; “formar las Ordenanzas municipales” y “presentarlas á las Cortes para su aprobación por medio de la diputación provincial”, y “promover la agricultura, la industria y el comercio [según] la localidad y circunstancias de los pueblos”, así como todo aquello que les fuera “útil y beneficioso” (Constitución de Cádiz, 1813, pp. 104-105).22
Los ayuntamientos adquirieron gracias a las competencias reseñadas “algunas características descentralizadoras y democráticas”, en la medida en que se reconoció que “los vecinos de los pueblos” eran las únicas personas que conocían “los medios de promover sus propios intereses” y que no había “nadie mejor que ellos” para adoptar las prescripciones oportunas en el instante en que fuera preciso “el esfuerzo reunido de alguno o de muchos individuos” (Salvador Crespo, 2012, p. 23).
Empero, si bien existió esa voluntad de permitir que los municipios se encargaran de dirigir su propio rumbo, es tangible que los constitucionalistas no estaban pensando en avalar la total autonomía municipal, razón por la cual en la norma se ordenó “la inspección de la Diputación Provincial” y “la imposición del jefe político como presidente de la corporación” (Salvador Crespo, 2012, p. 24).23 El corolario de lo anterior fue que el ayuntamiento se erigió en un ente en el que sus miembros debían ser
elegidos por los vecinos en razón de la eficacia, pero donde [era] oportuno el control de una autoridad política legitimada por la voluntad nacional. De este modo, el régimen municipal de la Constitución de 1812 [pretendió] un municipio que recupe[rara] la tradición nacional, pero en realidad condu[jo] a una institución sometida al poder ejecutivo. (Salvador Crespo, 2012, p. 24)
La dualidad que encarnó esta situación ocasionó que en el transcurso del siglo XIX los municipios lograran constituirse en “un poder que limitaba la capacidad de injerencia del Estado en las sociedades locales”, suscitando en consecuencia numerosos choques entre ambos “formatos representativos” en torno a la “pervivencia de las libertades territoriales y corporativas” (Irurozqui Victoriano, 2004, p. 24).