Página de créditos

Sin rastro


V.1: octubre de 2021

Título original: Paper Girls


© Alex Smith, 2019

© de la traducción, Cristina Riera Carro, 2021

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2021

Todos los derechos reservados.


Adaptación de cubierta: Taller de los Libros

Imágenes de cubierta: robsonphoto - osons163 | depositphotos

Corrección: Carmen Romero


Publicado por Principal de los Libros

C/ Aragó, 287, 2º 1ª

08009 Barcelona

info@principaldeloslibros.com

www.principaldeloslibros.com


ISBN: 978-84-18216-28-2

THEMA: FFP

Conversión a ebook: Taller de los Libros


Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.

SIN RASTRO

Alex Smith


Traducción de Cristina Riera para Principal Noir






Para mis hijas,

tan maravillosas como pesadas.

¡Os quiero!




Sobre el autor




Alex Smith escribió su primer libro cuando tenía seis años. No era excesivamente bueno, pero estaba plagado de monstruos sobrenaturales. Sus novelas policíacas protagonizadas por el inspector jefe Robert Kett también incluyen monstruos, aunque estos son muy humanos y, por eso, son todavía más aterradores. Entre una novela y otra, también ha publicado doce libros infantiles y juveniles firmados con su nombre completo, Alexander Gordon Smith. Alex vive en Norwich con su esposa y sus tres hijas.

Descubre más en alexsmithbooks.com.

Sin rastro

Quería pasar página, pero el pasado siempre vuelve…


Atormentado por la desaparición de su esposa hace unos meses, el inspector Robert Kett deja su empleo en la Policía Metropolitana de Reino Unido y se traslada a la ciudad de Norwich con sus tres hijas pequeñas, con la esperanza de restaurar la paz en su familia rota y empezar de cero.

Pero la tranquilidad en su nueva vida dura muy poco: dos niñas desaparecen mientras están repartiendo periódicos en bicicleta y todo apunta a que un secuestrador anda suelto por la ciudad. De la noche a la mañana, Kett se verá arrastrado de lleno a uno de los casos más oscuros de su carrera, un misterio que lo enfrentará cara a cara con un mal espantoso y que, a la vez, podría desvelar la terrible verdad de lo que le sucedió a su esposa.



«Un debut apasionante.»

J. D. Kirk, autor de A Litter of Bones


«¡El thriller más emocionante que leerás este año!»

Thrilling Fiction



Alex Smith, el nuevo fenómeno de la novela policíaca internacional


La lectura perfecta para los lectores de Patricia Cornwell, Ian Rankin o Val McDermid


Gracias por comprar este ebook. Esperamos que disfrute de la lectura.


Queremos invitarle a que se suscriba a la newsletter de Principal de los Libros. Recibirá información sobre ofertas, promociones exclusivas y será el primero en conocer nuestras novedades. Tan solo tiene que clicar en este botón.


Gracias por comprar este ebook. Esperamos que haya disfrutado de la lectura.


Queremos invitarle a que se suscriba a la newsletter de Principal de los Libros. Recibirá información sobre ofertas, promociones exclusivas y será el primero en conocer nuestras novedades. Tan solo tiene que clicar en este botón.

Contenido

Portada

Página de créditos

Sobre este libro

Dedicatoria


Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30


Sobre el autor

Capítulo 30


Fue el olor del té lo que lo despertó. Caliente, aromático, cargado y delicioso.

Kett trató de incorporarse, pero se detuvo de inmediato. El dolor que le atenazaba el hombro se propagó por el pecho, el cuello y el brazo. Era un dolor sordo (mitigado por, sin duda, analgésicos potentes, si sus sospechas eran correctas), pero aun así era una agonía. La cabeza también le martilleaba.

Sin embargo, el olor sí que lo hizo sentirse mejor.

Se conformó con abrir los ojos: primero logró abrir uno y después el otro. Y lo que consiguió fue una salva de vítores agudos que casi lo deja sordo. Las reconoció al instante y le arrancaron una sonrisa dolorosa. Cuando se le despejó la visión, vio que Alice y Evie estaban en la cama, encaramadas a su torso con la intención de llenarle la cara de besos.

—¡Eh! ¡Eh! —gritó el inspector Porter. El hombretón se estaba peleando con Moira y, tal como pintaba, iba perdiendo él. El bebé estaba haciendo su movimiento estrella, con el que levantaba los brazos por encima de la cabeza y eso permitía que resbalara de las manos que estuvieran agarrándola como si fuera mantequilla. Por poco se le cae a Porter, quien tenía una expresión de pánico absoluto cuando la dejó en el suelo.

Kett se echó a reír y se arrepintió al instante.

—Con cuidado —les dijo, sin aliento, a las dos mayores mientras estas seguían su ofensiva amorosa—. Dejad que respire.

—¡Papi! No creía que fueras a despertar —dijo Alice, disgustada.

—¿Cuánto tiempo he estado inconsciente? —preguntó Kett mientras las apartaba con la mano buena y rebuscaba entre la niebla de sus recuerdos.

—No mucho —le explicó Porter—. Ni siquiera han empezado a servir el desayuno. Las niñas acaban de llegar. Hace como… cinco minutos. Las ha traído la mujer de Clare.

—Pero han sido cinco minutos que me han dado mucho miedo —se quejó Alice, enterrando la cabeza en el brazo bueno de su padre.

—Muy bien, se acabó por ahora —dijo una enfermera que entró en la habitación y echó a las niñas de la cama con un solo gesto—. Vuestro padre ha sido muy valiente, pero necesita descansar. Estoy segura de que su amigo os puede acompañar hasta la máquina expendedora.

Porter abrió mucho los ojos.

—¿A todas? —balbució el inspector—. ¿A la vez?

—Sí y será mejor que te des prisa —le aconsejó Kett, señalando con la cabeza a Moira, quien, con sus andares de pato, ya salía por la puerta. Alice y Evie la siguieron, las tres riéndose a carcajada limpia. Ya habían olvidado el mal rato que habían pasado por papá.

—¡Joder! Ay, quiero decir jopetas, no, jopelines —farfulló Porter mientras las seguía. Se volvió antes de salir de la habitación—. Ah, te he preparado un té.

—¿En serio? —soltó Kett; la decepción fue casi insoportable. Miró a la mesa que había al lado de la cama y suspiró al ver la taza de un infinito color lechoso que descansaba ahí, dando pena. No era ni caliente, ni aromático, ni cargado, ni delicioso.

—¡He usado tres bolsitas de té! —resonó la voz de Porter por el pasillo.

—¿Y las ha vaciado antes de meterlas? —preguntó la enfermera, levantando una ceja. Le dedicó una sonrisa a Kett—. Ha sufrido una herida por punción profunda en el hombro, pero, por suerte, no llegó a la arteria humeral. La herida que tiene en el pecho es solo un corte, pero necesita puntos y le quedará cicatriz. Pasará un tiempo antes de que pueda volver a cargar con sus niñas en brazos.

Alguien llamó a la puerta y un rostro enfadado, con mucho pelo en la nariz, se asomó.

—Espero que valiera la pena —le comentó Kett a la enfermera. Se centró en el comisario Colin Clare—. Señor.

Clare se acercó a la cama y Kett se alegró de ver que había venido acompañado de la agente Cruel. Por el aspecto que tenían, ni el uno ni la otra habían pegado ojo, aunque Clare tenía mucha peor pinta que la joven agente. Ambos le sonrieron. O, como mínimo, Kett creyó que Clare le sonreía. Era complicado estar seguro porque, a pesar de la sonrisa, seguía pareciendo enfadado.

—¿Las niñas? —preguntó Kett.

—Vivas —contestó Clare—. Las tres, gracias a Dios. Las están tratando por deshidratación. Esos cabrones no les daban de comer y parece que solo Percival les daba algo de beber y apenas unas gotas. Delia Crossan es quien está peor. Estuvo encerrada en esa habitación casi una semana. No sé ni cómo ha sobrevivido.

—Las niñas son más fuertes de lo que se cree —terció Cruel, sentada en un extremo de la cama. Clare asintió.

—Encontramos a Connie en el sótano con una botella de Coca-Cola y un poco de pan de ajo —le explicó el jefe—. ¿Tienes idea de por qué?

Kett trató de incorporarse y Clare lo ayudó y le ahuecó los cojines.

—Creo que cada hombre tenía que secuestrar y luego matar a una de las niñas —empezó Kett—. Figg escogió a Maisie, Stillwater tenía que matar a Delia. Connie le correspondía a Percival, pero este no fue capaz. La escondió y le mintió a Figg. Estaban en ello cuando llegamos. Si hubiéramos tardado un poco más, ahora estarían muertas, o eso creo.

—Qué retorcido —dijo Clare—. Absolutamente retorcido. En los años que llevo trabajando, creo que nunca me había encontrado algo así.

—Todo fue cosa de Figg —explicó Kett—. Lo planeó y organizó todo. ¿Ha sobrevivido?

—¿Figg? —Clare soltó una carcajada, pero no encerraba ninguna gracia—. No. Sacamos a los dos del tanque. Figg murió con los pulmones llenos de mierda, se ahogó en ella.

Ahora era el turno de Kett de soltar una carcajada amarga.

—La última cosa que le dije fue que era un mentiroso de mierda —recordó.

—Bueno, yo no creo en la justicia poética —prosiguió Clare—, pero, oye, en este caso, no la niego. Percival murió desangrado. No entiendo cómo pudo hacer lo que hizo. Maisie nos ha explicado que saltó sobre Figg, ¿que lo empujó?

Kett suspiró y luego asintió.

«Crees que no lo sé, pero sí que lo sé, sé dónde la…».

¿Dónde qué? ¿Figg había estado a punto de decirle a Kett dónde se habían llevado a Billie? Nunca lo sabría. Pero había mencionado a alguien, ¿no? ¿Al Cerdo? ¿O Kett lo habría soñado después de perder la consciencia?

No, no lo había soñado. Era una pista. Un rastro. Era esperanza.

«Te encontraré».

Cerró los ojos y cuando los volvió a abrir, se encontró con que Clare estaba observando el té que tenía junto a la cama con cara de asco.

—Entonces, Porter ya ha pasado por aquí —observó el jefe.

—Se ha llevado a mis hijas a comprar algo de picar —respondió Kett.

—Pobre chaval —dijo Clare.

—¿Y Stillwater? —preguntó Kett—. ¿Qué ha pasado con él?

—Está vivo —le explicó Cruel—. Aunque no volverá a andar bien. Está detenido y se enfrenta a una larga condena en prisión y no solo por los secuestros, sino también por el asesinato de Evelyn Crossan, la madre de Delia. No hay abogado en la Tierra que pueda conseguir que se vaya de rositas.

—Bien —dijo Kett—. Se ha acabado, entonces.

—Se ha acabado —coincidió Clare—. Has hecho un buen trabajo. Los dos. Cruel, te voy a meter en la rotación. Cuanto antes dejes el uniforme y empieces a ir de traje, mejor.

—Gracias, señor —dijo Cruel, con una sonrisa de oreja a oreja.

—No me cabe ninguna duda de que dentro de unos diez años, tú dirigirás el cotarro —prosiguió Clare.

—¿Y yo, señor? —preguntó Kett.

La respuesta que recibió fue un coro de risas cuando Moira entró con sus andares a la habitación flanqueada por Alice y Evie. Cada una llevaba una barrita de chocolate en la mano. Porter las seguía de cerca, presa del pánico.

—¿Están todas? ¿Dónde está el bebé? ¡Esto es muy estresante, jopelines!

Esta vez, Clare sí que se rio con ganas. Se volvió hacia Kett.

—Tómate un tiempo de descanso —le contestó—. Un descanso de verdad. Pásalo con tus hijas. Te lo has ganado. Y cuando estés mejor, ya hablaremos.

—¿De un nuevo caso? —preguntó Kett y Clare hizo una mueca.

—¡Por Dios, no! Hablaremos de que saques las narices de mi jurisdicción y vuelvas a Londres.

El jefe se echó a reír y Kett hizo lo propio mientras se agarraba el hombro porque el dolor lo atenazaba.

—Y ahora tengo que rellenar todo el papeleo para cubrir todos los huecos y vacíos que dejasteis —les espetó Clare mientras se iba—. Pero muchas gracias, Robbie. Gracias, a los dos. Habéis salvado a esas niñas.

Kett le dedicó un asentimiento y volvió a cerrar los ojos para descansar un poco el cerebro.

—Papi, ¿las salvaste? —preguntó Evie, con la boca llena de chocolate.

—Sí —respondió Porter—. Vuestro padre es un héroe.

—Anda ya —musitó Kett—. Entre todos las salvamos.

—Pues yo creo que eres bastante guay —terció Alice.

—Ay, gracias —replicó Kett, mirando a sus hijas. Por Dios, cuánto las quería—. «Bastante guay» me va de perlas. Venid aquí. Os he echado mucho de menos.

Se sentaron en el filo de la cama y Porter le colocó a Moira en el regazo. Kett abrazó al bebé, que estaba demasiado interesada en su barrita Wispa como para darse cuenta.

—No os volveré a dejar solas, ¿eh? —les dijo—. Os lo prometo. De ahora en adelante, se acabó el trabajo. Solo tiempo en familia.

—¡Yupi! —soltó Alice y se inclinó hacia delante para abrazarlo.

—¡Upi! —la imitó Moira.

—¡Yupi! —se unió Evie. Pero luego puso mala cara—. Papá, tengo que hacer caca.

—Cómo no —repuso este.

—Yo la acompaño —se ofreció Cruel. Le tendió la mano y ayudó a Evie a bajar al suelo.

—Gracias —le dijo Kett—. Y no solo me refiero a esto. Gracias por todo lo que hiciste en esa casa. Me has salvado la vida.

La agente sonrió y condujo a Evie hacia la puerta, pero volvió la cabeza cuando cruzaba el umbral:

—Enseguida volvemos —anunció—. Y no te preocupes, te traeré una taza de té como Dios manda.

Prólogo

Martes


Todo el mundo recordaba la lluvia. La recordaban porque hubo unos días espléndidos en los que el bochorno resultaba casi insoportable. La calle hervía con un calor tan intenso que nadie quería pasear, así que los niños habían salido a la calle en tropel sobre dos ruedas; las bicicletas chirriaban sobre el asfalto reluciente, sus risas resonaban de esa manera tan auténtica como solo puede resonar la risa en verano.

Entonces, de repente, el cielo se oscureció como la piel tras una contusión y se encapotó. Había ocurrido de una forma tan repentina que incluso había pillado a los meteorólogos por sorpresa y se mostraron casi arrepentidos en los partes del mediodía. Se suponía que la tormenta iba a esquivar el este, dijeron, debería haberse dirigido directamente a la costa, donde habría caído en tromba sobre el mar del Norte. En cambio, le había echado el ojo a Norfolk y lo había azotado con una furia que había hecho que las ventanas repiquetearan y los árboles se doblaran hacia atrás. Ni un alma había salido a la calle ese día, a menos que no tuviera otra opción. La ciudad era una galería de rostros fantasmagóricos que contemplaban el aguacero a través de las ventanas empañadas.

Todo el mundo recordaba la lluvia, después. Es lo que mencionaron en todas las declaraciones, en todos los programas. «No debería haber estado trabajando. Su madre tiene que estar loca para haberla dejado salir. Llovía tanto que el agua debió de arrastrarla hasta el mar».

Todo el mundo recordaba la lluvia. La lluvia que hizo que toda la ciudad se quedara encerrada en casa.

Ni un alma había salido a la calle ese día, ni un alma excepto esa pobre chica.

Y el hombre que la secuestró.



—¡Mamá, por favor!

Con once años, cerca de cumplir los doce, Maisie Malone era demasiado mayor como para tener una pataleta, pero era evidente que se había quedado sin alternativas. Había tratado de defender su postura de mil maneras distintas, hasta el punto de que su madre se había tapado los oídos con los dedos y se había puesto a bailar pasando el peso de un pie al otro mientras gritaba «La-la-la-la». Había intentado encerrarse en la habitación, pero su madre la había amenazado con dejarla sin móvil. Había usado el chantaje de siempre: el de huir de casa y no volver jamás. Pero su madre se había limitado a encogerse de hombros y señalar que no iba a hacerlo porque, precisamente, el motivo de la discusión era que Maisie no quería poner un pie en la calle. Así que ¿adónde iba a ir? ¿A esconderse en el armario de debajo del fregadero?

Más allá de montar una pataleta en la desgastada alfombra del salón, ¿qué otra cosa podía hacer?

—Pero es que mira, mamá, ¡llueve un montón!

Razón no le faltaba. El sol había dado paso a un clima monzónico en un abrir y cerrar de ojos, la lluvia caía con tanta tenacidad que se había formado un riachuelo que corría colina abajo.

—Ya sé qué pinta tiene la lluvia, Maisie —le respondió su madre mientras salía de la diminuta cocina ataviada con la bata y el pijama (aunque hacía horas que había tocado el mediodía). Llevaba un paquete de cigarrillos Mayfair en la mano y el mismo mechero amarillo recargable que debía de tener desde que Maisie había nacido—. Y también sé que no va a hacerte daño. A menos que seas un gremlin.

Miró a Maisie de arriba abajo.

—Ahora que lo pienso, quizá sí que eres un gremlin. Explicaría muchas cosas.

—¡Mamá!

Quería ponerse a gritar hasta echar abajo la casa, pero no había nada que garantizara una explosión de mamá como montar un berrinche. Tenía un móvil nuevo fantástico, un iPhone 7 (bueno, nuevo para ella, ya que mamá lo había comprado en el Marketplace de Facebook muy barato porque tenía un arañazo en la pantalla), y casi se había quedado sin él una vez por negarse a pasar la aspiradora. No podía arriesgarse a perderlo de nuevo, sobre todo ahora que por fin había descubierto cómo instalarse la app de Minecraft.

—Pues lo hago mañana —suplicó—. Al señor Walker no le importa si llegamos tarde.

—Sí, sí que le importa —respondió mamá mientras se encendía un cigarrillo. Maisie se apartó el humo de la cara con un manotazo y la fulminó con la mirada—. Y no es por él, es por los clientes. Esperan recibir los periódicos a tiempo. No tiene sentido que los tengan una semana después de que hayan sucedido las noticias, ¿no te parece? Entonces ya no serán noticias, sino más bien agua pasada.

Se rio de su propio chiste y Maisie soltó un gruñido.

—Es el periódico gratuito —se quejó—. ¡Pero si no lo lee nadie!

Su madre dio una calada lenta y retuvo el humo en los pulmones. Se volvió para expulsarlo en dirección a la cocina (el único lugar en el que se suponía que podía fumar), pero de todas formas se expandió en todas direcciones, tan denso que provocó dolor de cabeza a Maisie. Todas las paredes de la casa estaban amarillentas y se preguntó si ese sería el color de los pulmones de su madre.

—Maisie, ¿qué te dije ayer? —le preguntó su madre, con una tranquilidad irritante.

Maisie se encogió de hombros, pero lo recordaba demasiado bien.

—Te dije que tenías que cumplir con tu ronda, ¿no es así? Te dije que si lo dejabas para mañana te arrepentirías. Y aquí estamos, a las tres y cuarto de un jueves por la tarde y ¿te arrepientes? Pues claro. Querías hacer este trabajo, querías tener dinero extra. Nadie te obligó a hacerlo y si quieres dejarlo, puedes llamar al señor Walker ahora mismo.

Maisie volvió a clavar el pie en el suelo, pero lo único que consiguió fue sacarle una sonrisilla petulante a la cara gorda y amarillenta de su madre. Por un instante, fantaseó con la idea de hacerlo de verdad, llamar al señor Walker y decirle que se metiera el trabajo por donde le cupiera. Pero le pagaba tres libras la hora y las diez libras que ganaba a la semana ayudaban a pagar todas las cosas para las que la prestación de mamá no daba.

Eso sin contar el dinero extra que conseguía vendiendo las otras cosas.

Además, mamá tenía razón: solo era lluvia.

Suspiró, mirando la puerta.

—Por favor… —intentó una última vez.

Se sorprendió al notar que el brazo de mamá la rodeaba, la estrechaba, con el cigarrillo sostenido a cierta distancia de su cabeza para no quemarle un ojo.

—Estoy orgullosa de ti, holgazana de mi corazón —le dijo mamá—. Estás creciendo muy rápido, te estás convirtiendo en toda una mujercita.

La soltó y le dio un cachete en el trasero.

—Venga, ve y hazlo ya. Meteré unas barritas de pescado en el horno y así nos tomamos unos sándwiches en cuanto vuelvas. ¿Te parece?

Maisie soltó otro suspiro.

—Vale.



Tampoco estaba tan mal tras los primeros segundos. No era una lluvia fría, casi se podría decir que poseía una cierta calidez agradable como la de la ducha. También igualaba la fuerza del chorro, quizá la superara, en comparación con la de casa, que tenía una capa de cal y un chorro lamentable. Cuando se le pasó la impresión de que miles de gotas furiosas le golpearan la cara, Maisie prácticamente disfrutó de la sensación.

El trayecto a través de la urbanización era casi todo cuesta abajo, pero mantuvo una mano agarrada al freno para evitar que las ruedas resbalaran cada dos por tres. El agua corría hacia las alcantarillas y se encharcaba en algunos lugares hasta tal punto que se formaban remolinos. Cada vez que pasaba por un charco, inundaba las aceras vacías y le hacía gracia imaginarse empapando a otras personas (la primera, su madre). La bolsa de los periódicos le pesaba como un muerto en el hombro, pero estaba acostumbrada y tomaba las curvas con cuidado para no caerse.

De vez en cuando, pasaba un coche que se movía casi a cámara lenta, los faros resplandecían a pesar de que era pleno día. Un par de personas la saludaron, otro par la señalaron y se rieron. Una señora mayor incluso bajó la ventanilla y le preguntó si quería que la llevara a casa. No contestó, sabía que no había que hablar con desconocidos, ni siquiera con las personas amables que llevaban vestidos de flores. Mantuvo los pies en los pedales y se esforzó por subir la colina por el otro lado de la urbanización hasta que llegó casi sin aliento a la primera calle sin salida que formaba parte de su ruta.

La ciudad estaba desierta, como si hubiera llegado un apocalipsis zombi (un pensamiento que no era tan extraño, en realidad, puesto que todos los que vivían por aquí tenían unos cien años y se movían a la misma velocidad que los muertos vivientes). Dejó la bici fuera de la primera casa adosada y se peleó con la verja. Luego, corrió bajo la lluvia torrencial y se lanzó contra la puerta. Los nudillos dieron un golpetazo contra la madera y se los llevó a los labios con una mueca cuando el dolor le hizo palpitar la mano. El periódico ya estaba empapado en cuanto lo sacó de la bolsa, pero logró meterlo por el renuente buzón y apretó el último trozo con el dedo hasta que entró y cayó.

El primer lado de la calle le llevó menos de ocho minutos, el otro un poco más porque la número 4 tenía un sabueso viejo y malo y siempre tenía miedo de que le arrancara un dedo de un mordisco. Agarró la bici y pedaleó hasta la calle principal para meterse en la siguiente calle sin salida, que era casi idéntica a la anterior. Divisó unos pocos rostros arrugados tras los visillos y les dirigió un saludo poco entusiasta. Si se lo devolvieron, no lo vio. El chaparrón le nublaba los ojos y convertía el mundo en un caleidoscopio de siluetas y colores borrosos.

Terminó esa calle y luego se refugió bajo una parada de autobús, se apartó el pelo empapado de la cara y se sacó las gotitas de lluvia de los labios con un suspiro. La lluvia repiqueteaba contra el techo, caía, inclemente, sobre el asfalto y la encerraba en una jaula hecha de cristal y agua. Se secó las manos tan bien como pudo, se sacó el teléfono de los vaqueros y se le aceleró el corazón al darse cuenta de lo mojada que estaba la pantalla. Pero seguía funcionando y el reloj le indicó que había pasado media hora desde que había salido de casa. De nuevo, la invadió aquel pensamiento: podía llamar al señor Walker ahora, dejar esa estupidez de trabajo, tirar los periódicos ahí mismo e irse a casa.

Sin embargo, si lo hacía, perdía la ronda del sábado. Con esa iba hasta la colina. Con esa sí que ganaba dinero. Veinte libras, algunos días.

Negó con la cabeza y metió el móvil en la bolsa impermeable de los periódicos para tenerlo a salvo. Solo le quedaban tres calles y tampoco podía mojarse mucho más.

Se mentalizó y se adentró en la lluvia, cruzó la calle, el agua le llegaba a los tobillos y le empapaba las deportivas. Se dirigió chapoteando hacia la primera casa adosada, notando los pies muy pesados, y apoyó la bici en el murete de ladrillo medio desmoronado. Se encontraba a medio camino de la puerta, con el periódico en la mano, cuando se detuvo.

La puerta de entrada estaba abierta. No entreabierta, sino abierta de par en par. Desde allí, Maisie veía que el agua se encharcaba sobre la moqueta del pasillo y las gotas caían sobre una mesilla de nogal para el teléfono. Dentro estaba muy oscuro y, cuando echó un vistazo a los dos ventanales de la fachada (uno en el salón, supuestamente, el otro en el dormitorio), vio que las cortinas, gruesas, estaban corridas del todo.

Dio unos cuantos pasos más; a estas alturas, el periódico estaba mustio. Se le disparó algo en la cabeza: no era un ruido, sino más bien una sensación. Era una alarma, instintiva, inconfundible. Algo no iba bien en esa casa. Algo iba muy mal. Se restregó el agua de los ojos y entonces cayó en la cuenta de lo doloroso que era pestañear. A sus espaldas, la calle estaba desierta y en silencio, casi como si fuera un decorado de cartón. Nada parecía real más allá de la furia de la tormenta, como si en cualquier momento fuera a doblarse y arrugarse. La casa esperaba.

«Solo es una casa», se dijo. Y, de repente, la sensación desapareció. Si esperaba un poco más, el periódico se disolvería, así que echó a correr hacia la puerta y lo lanzó dentro y se preparó para salir disparada hacia la calle.

Una voz la detuvo. Una voz que procedía del interior. Débil, aflautada y desesperada:

—Por favor.

Fue como si el día la hubiera llenado de agua de lluvia y esta se hubiera congelado y solidificado de golpe. Durante unos segundos angustiantes, Maisie fue incapaz de moverse. Luego dio un paso atrás con la piel erizada; el cuero cabelludo se le retrajo a tal velocidad que se preguntó si se le caía el pelo.

—¿Por favor? —repitió la voz. Sonaba vieja, a antigualla.

De pronto, Maisie se sintió fatal por haberse planteado siquiera irse. Quizá alguien se había caído y no podía levantarse. Los abueletes tenían accidentes cada dos por tres y se rompían los huesos, lo sabía porque veía Casualty, la serie de los médicos, con su madre.

—Eh… —dijo; se le hizo un nudo en la garganta—. ¿Hola? ¿Necesita ayuda? Eh… Tengo un teléfono.

Metió la mano en la bolsa de los periódicos y lo buscó. No recibió respuesta del interior de la casa, o al menos ninguna que fuera perceptible a pesar del martilleo del aguacero, y se encaminó hacia la puerta, donde estiró el cuello hacia dentro: no quería acercarse más de lo necesario. Detectó un olor extraño, más fuerte incluso que el de la tierra mojada. Era un hedor pútrido, como cuando no se saca la basura en pleno verano, un olor que le hizo pensar en los hospitales. Se le cerró la garganta.

—¿Hola? —repitió, esta vez más fuerte. Era imposible ver algo ahí dentro, no había suficiente luz. El mundo bien podría haber terminado a mitad de ese pasillo—. Voy a llamar a una ambulancia, aguante.

Nada.

Encontró el móvil y se tuvo que contener para no soltar un chillido de triunfo. Le temblaban las manos, tenía el pulgar demasiado húmedo para desbloquearlo. 

—Un momento —dijo, mientras tecleaba la contraseña—. Todo saldrá bien.

Ninguna respuesta.

—Venga ya, caray —le gruñó al teléfono. 

Al fin, se desbloqueó y echó un vistazo al número de cobre clavado a un lado de la puerta, tratando de recordar con qué nombre de flor habían bautizado esta calle sin salida: ¿la Geranio? ¿La Margarita? Se puso tan nerviosa que durante unos segundos no se acordaba siquiera de cuál era el número de emergencias.

«¡Es 999, idiota!».

Lo marcó, se llevó el móvil al oído y escuchó el tono.

«Venga, va».

No se produjo ningún movimiento en la casa, solo emanaba una oscuridad profunda, densa y silenciosa que le revolvió el estómago. La observó con atención mientras trataba de distinguir algo, de divisar una silueta, una arista o un contorno que la orientara.

¡Ahí! ¿No había algo? ¿Una sombra más negra entre la penumbra? Alta, delgada. ¿Un reloj, quizá? ¿Un perchero? Fijó la vista mientras el teléfono sonaba y sonaba y…

La silueta se movió a toda velocidad. Maisie tuvo la repentina sensación de un tren que entraba en un túnel, una ráfaga de oscuridad tan veloz e inesperada que el grito perforó el aire antes incluso de que ella supiera que lo iba a proferir. El muro de sombras salió disparado hacia ella, acaparando la entrada, y una mano se le aferró a la mandíbula.

El teléfono hizo clic y una voz suave preguntó cuál era la emergencia, pero no podía contestar.

Otra mano le agarró el pelo, le giró la cabeza y la metió en la casa de un tirón. Y, oculto por los truenos de la tormenta, el mundo de Maisie se fundió en la negrura.

Capítulo 1

Miércoles


—¿Hemos llegado ya?

Hizo falta hasta la última pizca de paciencia que le quedaba a Robert Kett para no pisar el freno de golpe y salir corriendo del coche entre gritos. En honor a la verdad, llevaba tres horas con esta sensación, desde que el Volvo de diez años, de color verde mierda de paloma, había arrancado de la puerta de su casa en Stepney y había iniciado el exasperante trayecto hacia el noreste. Dos de las tres niñas que iban atrás le habían planteado esta pregunta cada diez minutos. La tercera solo tenía dieciocho meses y era demasiado pequeña para articular frases enteras, pero sus gritos incansables lo habían compensado con creces.

Fuera, el mundo ardía. La inusual tormenta de verano del día anterior parecía haber vertido hasta la última gota de humedad del cielo y el sol brillaba con la contundencia de un martillo. Llenaba el parabrisas de Kett como si fuera líquido y convertía el asfalto en un espejismo titilante. Había entrecerrado los ojos con tanta fuerza y durante tanto rato que tenía la sensación de que le habían comprimido la nuca en un torno de banco.

—Papá, ¿hemos llegado?

Adelantó al camión y volvió al carril de la izquierda de la A11 antes de echar un vistazo por el retrovisor. Alice lo estaba mirando con el ceño fruncido, la mandíbula se le movía mientras masticaba un chicle que le había durado todo el trayecto. Una furgoneta blanca los adelantó, un destello cegador del sol se coló en el coche y, durante una fracción de segundo, la niña de siete años pareció su madre, como si Billie estuviera ahí sentada, detrás. Fue un espejismo tan poderoso que Kett tuvo la sensación de que le habían arrancado el cerebro de la cabeza, el vértigo le hizo aferrarse al volante como un astronauta a la deriva haría con el amarre.

Volvió a centrar la mirada en la carretera y no tragó más que polvo.

—¿Papá? —repitió Alice.

—¿Papá? —se hizo eco su hermana de tres años, Evie—. Tengo hambre.

—¿Papá?

—Pa-pa —soltó la bebé antes de proferir un berrido furioso que parecía una bocina. Era tan alto que Kett tuvo que cerrar los ojos un segundo y, al hacerlo, por poco no se pasa la salida. Puso el intermitente, se desvió y el sol, clemente, cayó sobre su hombro. Pareció que el coche se enfriaba diez grados al instante.

—¡Tengo hambre! —lloriqueó Evie—. Tengo que hacer caca.

—¿Estamos llegando? —preguntó Alice.

—Sí —respondió él y, por primera vez ese día, no era una mentira—. Estamos llegando. Solo quedan diez minutos, te lo prometo.

Aunque quizá fuera un poco más, porque no recordaba exactamente dónde iba. Había pasado los primeros doce años de su vida ahí arriba, pero de eso hacía ya treinta años y las carreteras habían cambiado mucho desde entonces. Se había llegado a plantear parar en el arcén y encender el navegador por satélite, pero si se detenía ahora entonces había muchas probabilidades de que las niñas se bajaran del coche con o sin su permiso y los gritos de Moira cuadruplicarían su potencia.

Al escudriñar el bosque en busca de las habituales señales verdes, divisó una que indicaba el norte de la ciudad y dio un volantazo para incorporarse al desvío. Alguien hizo sonar el claxon cuando le cortó el paso y, en un momento de furia ciega, casi se planteó bajarse del Volvo, sacarlos del coche y arrestarlos ahí mismo en el arcén.

«Pero ya no estás de servicio», se recordó. «Al menos, no técnicamente. Por eso hemos venido aquí: para alejarnos».

Alejarse de Londres. Alejarse del trabajo. Alejarse de todo lo que le recordaba a Billie, su esposa.

Dio un pisotón al freno solo para molestar al de atrás y redujo la velocidad a paso de tortuga a medida que se aproximaba a los semáforos que había delante. Justo entonces cambiaron al rojo y pisó fuerte el acelerador: el viejo Volvo rugió al sobrepasar el semáforo y se incorporó a la ronda de circunvalación. Observó el retrovisor y vio que el coche de detrás frenaba con un chirrido. El rostro rojo del conductor esbozó una mueca a través del parabrisas.

Quizá ya no estaba de servicio, pero no había nada que le impidiera comportarse como un gilipollas.

—Noto que se me escapa la caca —dijo Evie.

—Por el amor de Dios —gruñó—. Aguanta un poquito, ya casi hemos llegado.

Por suerte, estaban a caballo entre la hora del almuerzo y la de la merienda y las carreteras estaban bastante despejadas. Aceleró por la circunvalación, observando una ciudad que casi había olvidado y que, sin duda, lo había olvidado a él. Más allá del centelleo de la aguja de la catedral, bañada por la luz dorada, no había una sola cosa que recordara de su infancia. Alguna que otra vez, un coche de policía lo adelantaba y él lo saludaba por instinto y cuando una ambulancia pasó zumbando con la sirena a todo volumen, tuvo que reprimir la urgencia de seguirla. Mantuvo la cabeza recta y la velocidad constante mientras ascendían por la colina.

—Evie se ha hecho caca —anunció Alice, con una carcajada cruel.

—¡No! ¡Eso tú! —respondió esta.

—¡Te has hecho caca en los pantalones!

—¡Me haré caca en tus pantalones! —chilló Evie.

Llegados a este punto, a Kett casi se le escapa una sonrisa. Redujo la velocidad y examinó los nombres de las calles hasta encontrar el que quería y se desvió de la calle principal. Hasta que vio la casa enfrente, no se acordó de respirar. Le pareció que era la primera vez que lo hacía en todo el día y dejó que el alivio inundara su cuerpo. Las niñas lo presintieron: todas se quedaron calladas.

La calle estaba concurrida, había coches aparcados a ambos lados y Kett tuvo que seguir un poco más hasta encontrar un espacio. Aparcó y chocó con el bordillo de la acera. Luego, apagó el motor y, durante un solo segundo de felicidad, no se oyó ningún otro sonido que el susurro suave del viento entre los árboles de fuera.

—¿Ya está? —gritó Alice a mil decibelios—. ¿Ya hemos llegado?

El padre asintió y las niñas se pusieron a vitorear con tanto ímpetu que podrían haber hecho añicos todas las ventanas de la calle. Moira profirió un ruido que podía interpretarse tanto como de alegría como de terror, Kett no estaba seguro. Abrió la puerta del conductor, las bisagras chirriaron casi tanto como sus articulaciones cuando salió del coche y se estiró. Alice ya se había desabrochado el cinturón y estaba pasando hacia delante.

—¡No! —gritó Evie, mientras se peleaba con su sillita—. ¡Espérame!

Kett cerró los ojos y reprimió una repentina oleada de ansiedad. Lo que daría porque Billie estuviera aquí ahora mismo, por oír su voz tranquilizadora, por ver su sonrisa. Habría calmado a las niñas en un santiamén.

«Pero ya no está», se recordó. «Ya no está». 

Kett abrió los ojos, el sol brillante lo achicharraba y hacía que le palpitara la cabeza.

—Venga —dijo, ayudando a Alice a salir del coche—. Vamos a empezar nuestra nueva vida.

Capítulo 2


Al final resultó que su nueva vida no quería empezar.

—Venga, va, jopelines —dijo Kett mientras hacía juego con la llave en la cerradura Yale. Moira se retorció en sus brazos con la fuerza de una cría de oso. Las manos regordetas no dejaban de darle manotazos en la cara y hacían que abrir la puerta de la casa resultara todavía más difícil de lo que debería. A su espalda, Alice estaba sentada sobre el bajo murete del jardín delantero mientras Evie trataba a toda costa de subirse a su lado.

La llave no abría. Kett soltó una maldición y se pasó la bebé al otro brazo.

—Papi, tengo muchas ganas de hacer caca —dijo Evie mientras se separaba del murete y agarrándose el trasero.

—Ya va, ya va, cariño —le respondió con los dientes apretados—. Solo un momentito. Aguanta y di: «¡No puedes pasar!».

Dio la vuelta hasta el otro lado de la casa. Era una construcción sencilla con tres habitaciones, de paredes gris guijarro y con los marcos de las ventanas pelados como si tuvieran caspa. Alguien, seguramente el agente inmobiliario, había hecho una chapuza tratando de cortar los arbustos, ya que a Kett le habría venido bien un machete para abrirse paso mientras cruzaba la verja destartalada que llevaba al jardín trasero. La sostuvo abierta para las niñas, que enseguida se pusieron a correr en círculos exaltados alrededor de la hierba amarillenta, ladrando como si fueran perros.

Parecía bastante seguro, así que dejó a Moira sobre el césped, quien enseguida empezó a caminar como un pato siguiendo a sus hermanas. Había otra puerta en este lado que seguramente conducía a la cocina y que trató de abrir con el pomo, a sabiendas de que estaba siendo demasiado optimista. Por supuesto, la puerta estaba cerrada con llave, aunque todo el armazón se movió cuando intentó abrirla.

—¡Paaaaaaaaapáááááá! —gritó Evie, con una angustia evidente.

Kett se sacó el móvil del bolsillo e hizo caso omiso de la fotografía de él y Billie que tenía como salvapantallas (Billie con un vestido de seda azul, con una margarita en su pelo de color miel, sonriendo mientras lo besaba en la mejilla en la boda de unos amigos dos años antes). Abrió la aplicación del correo electrónico en busca del número del agente inmobiliario. Detrás de él, Moira había vuelto a chillar y enseguida Evie hizo lo mismo. El ruido elevó al máximo el contador de estrés que Kett tenía en la cabeza y antes de que fuera consciente de lo que hacía, había alzado un pie, dado un paso adelante y asestado una patada con la bota de policía del número 46 junto a la cerradura de la puerta.

No podía resistir: la madera vieja se astilló cuando aplastó la pared. Tembló como un jugador de boxeo al que han dejado fuera de combate y cayó hacia atrás, así que Kett usó una mano para aguantarla. Echó un vistazo atrás: las tres niñas lo observaban con los ojos y la boca abiertos de par en par. Un alegre borboteo de risa le brotó del pecho.

—Esto no ha pasado —anunció—. Venga, vamos.

Levantó al bebé y sostuvo la puerta para que Alice y Evie entraran. El interior de la casa, por suerte, era fresco. Las persianas de la cocina estaban bajadas hasta la mitad y el aire era denso debido al polvo. Había estado en muchas casas a lo largo de los años y, por instinto, sabía que esta llevaba mucho tiempo vacía. Las superficies se habían limpiado y se habían barrido los suelos, pero los tiradores parecían grasientos por la falta de uso y había telarañas viejas que recorrían la cinta de la persiana. Hacía semanas que no se movía de sitio.

Con todo, se estaba fresco. Se estaba tranquilo.

Se estaba en casa.

—¡Corre, papá! —lo apremió Evie.

—Ven, vamos a buscar el baño.

Abrió el grifo para eliminar el plomo del agua mientras contemplaba cómo Alice y Evie salían disparadas hacia el pasillo. Moira estaba inmersa en un intento de recuperar la libertad, pero la agarró bien mientras se peleaba con el móvil y por fin encontró el teléfono del agente inmobiliario. Salió de la cocina mientras llamaba y divisó un pasillo corto con una escalera que conducía arriba, hacia el sol. Alice y Evie estaban en el salón, brincando sobre el sofá y reduciéndolo a polvo.

—Con cuidado —les dijo; sus palabras estaban cargadas de tanta autoridad como esperaba. Continuaron saltando y Kett volvió a salir al pasillo donde descubrió un pequeño aseo debajo de las escaleras. Se trataba de una casa pequeña y se maldijo por haberse creído las fotografías que había visto por internet. Los trucos que usaban en los portales inmobiliarios eran pura magia, ángulos bajos y buena iluminación. Era casi un delito.

—Evie —la llamó Kett—. El baño, venga, que no quiero que estrenes la casa nueva.

—Ya no hace falta —respondió.

—Claro, cómo no —gruñó—. Me cag…

—Buenas tardes, ha llamado a Shackley’s, Dawn al habla, ¿cómo puedo ayudarle?

La joven voz que había al otro lado de la línea parecía experimentar el culmen del aburrimiento. La bebé la oyó y chilló un «¡Hiya!» al oído de Kett, así que se dio por vencido y la dejó en el suelo.

—Sí, hola —respondió—. Me llamo Robert Kett, he alquilado una de vuestras propiedades, en la calle Morgane, la número 8.

—¿Sabe el código postal? —preguntó Dawn.

—No, pero estoy bastante seguro de que no tenéis dos casas en el número 8 de la calle Morgane. La llave no abre.

Dawn hizo estallar una pompa de chicle.

—Claro —contestó ella—. Pues debería abrir.

—Ya sé que debería abrir —repuso, tratando de no perder la paciencia—. Las llaves normalmente abren, si no ¿qué sentido tienen? Pero no en este caso.

—Puedo hacer que vaya un cerrajero a última hora de la tarde.

—Ya hemos entrado —le contestó—, pero tendréis que mandar a alguien para arreglar la puerta.

—No puede entrar a la fuerza —le dijo Dawn, con un tono tan monótono como si fuera un contestador automático—. Tendrá que esperar…

—Dawn —la interrumpió Kett—. Deja que vuelva a presentarme y esta vez como es debido. Soy el inspector jefe Robert Kett, de la policía metropolitana. —Dawn dejó de mascar lo que fuera que tuviera en la boca y no interrumpió a Kett—. Necesitamos que la casa sea segura antes de esta noche. A juzgar por el estado de la puerta, es evidente que estáis incumpliendo vuestras obligaciones como agentes. Si lo preferís, puedo denunciarlo y, no sé, quizá empezar una investigación sobre la seguridad de vuestros inquilinos…

—Eh… —repuso Dawn—. Mandaré a alguien que llegará en menos de una hora.

—Perfecto —le respondió.

Dio por terminada la conversación mientras ella todavía balbuceaba una respuesta. Odiaba tener que usar su cargo en la policía, y más ahora que técnicamente no podía hacerlo, pero había gente que se merecía que les hicieran pasar un poco de miedo (mucho) y Dawn la Aburrida, sin duda alguna, formaba parte de ese grupo.

—Hola —dijo al ver que Moira subía por las escaleras—. Ya habrá tiempo de explorar, peque.

La estaba cogiendo en brazos cuando le sonó el teléfono y respondió sin mirar la pantalla.

—Más te vale que siga en pie, Dawn —gruñó.