PRÓLOGO
La canción no cantada
Ningún mortal vivo había visto un Huso.
Sus ecos aún persistían, en sitios recordados u olvidados, en gente tocada por la magia, en criaturas descendientes de otros mundos. Pero ningún Huso había ardido en una era. Hacía mil años que el último de ellos había desaparecido. Los pasos estaban cerrados, las puertas aseguradas. El tiempo de los cruces había terminado.
Allward era un mundo solitario.
Y así debe permanecer, pensaba Andry Trelland. Por el bien de todos nosotros.
El escudero se concentró en la armadura de su señor, ignorando las primeras gotas de lluvia mientras ajustaba las correas y hebillas sobre el ancho cuerpo de sir Grandel Tyr. Los dedos bronceados de Andry trabajaban rápidamente sobre el cuero y el acero dorado que le eran tan familiares. La armadura del caballero brillaba, recién pulida. Las hombreras y el peto tenían la figura del león rugiente del reino de Galland.
El amanecer despuntó débilmente, luchando a través de las nubes de lluvia primaverales arremolinadas contra las colinas y las montañas apenas visibles. La sensación era como la de estar parado en una habitación con el techo bajo. Andry inhaló, saboreando el aire húmedo. El mundo era opresivo a su alrededor.
Sus caballos resoplaban cerca de ellos, atados trece en fila, repegándose unos contra otros para calentarse. Andry hubiera deseado poder unírseles.
Los Compañeros del Orbe esperaban en el claro al pie de la colina. Algunos custodiaban el camino de peregrinación que llevaba hacia los árboles, esperando al enemigo. Algunos patrullaban el templo invadido de hiedra, con sus blancas columnas como huesos de un esqueleto por largo tiempo abandonado. Los grabados que mostraban eran familiares, escritos por los Ancianos —las mismas letras que Andry había visto en la mítica Iona. La estructura era antigua, más vieja que el vetusto Imperio de Cor, construida para un Huso muerto hacía mucho. Su campanario se erigía silencioso. Adónde condujo alguna vez el Huso que estaba dentro, Andry lo desconocía. Nunca nadie lo había dicho, y él no había conseguido reunir el valor para preguntar. Aun así, lo sentía como un aroma a punto de desvanecerse, como una onda de un poder perdido.
Sir Grandel torció el labio. El caballero de piel pálida frunció el ceño y miró al cielo, al templo y a los guerreros que estaban más abajo.
—No puedo creer que esté despierto a esta maldita hora —espetó con la voz descompuesta.
Andry ignoró las quejas de su mentor.
—He terminado, mi señor —dijo, dando un paso atrás. Revisó al caballero con la mirada buscando un defecto o una imperfección, cualquier cosa que pudiera afectar a sir Grandel en la batalla que se avecinaba.
El caballero hinchó el pecho. Andry había sido escudero de sir Grandel por tres años. Era un hombre arrogante, pero Andry no conocía a un espadachín con su misma habilidad y que además no pecara de soberbia. Era de esperarse. Y todo estaba en orden, desde la punta de las botas de acero de sir Grandel hasta los nudillos de sus guanteletes. El veterano caballero era la imagen misma de fuerza y valentía, el pináculo de la Guardia del León de la reina. Un espectáculo temible y emocionante de contemplar.
Como siempre, Andry se imaginó portando esa misma armadura, el león sobre su pecho, la capa verde sobre sus hombros, el escudo de su padre en su brazo… y no colgando de la pared en el salón de su madre. Sin usarse por años, cubierto de polvo, casi destrozado.
El escudero agachó la cabeza, alejando esos pensamientos.
—Está listo.
—Y vaya que me siento listo —replicó el caballero, apoyando sus dedos enguantados sobre la empuñadura de su espada—. Luego de tantos días de arrastrar mis envejecidos huesos por todo el Ward. ¿Cuánto tiempo hace que salimos de casa, Trelland?
Andry respondió sin tener que pensarlo.
—Dos meses, señor. Casi dos meses al día de hoy.
Conocía la cuenta exacta como conocía sus dedos. Cada día en el camino era una aventura, a través de valles y montañas y regiones salvajes, hacia reinos que él nunca había soñado con ver. En compañía de guerreros de gran renombre e increíbles habilidades, héroes todos ellos. Su expedición estaba a punto de terminar, la batalla era inminente. Andry no tenía miedo de pelear, sino de lo que vendría después.
El fácil y rápido regreso a casa. El campo de entrenamiento, el palacio, madre enferma y padre muerto. Sin nada que esperar fuera de otros cuatro años siguiendo a sir Grandel de la sala del trono a la bodega de los vinos.
Sir Grandel no se dio por enterado de la inquietud del escudero y siguió con su parloteo.
—Husos abiertos de par en par y reinos perdidos que vuelven. Tonterías, nada más. Perseguir un cuento de niños —refunfuñó el caballero mientras se acostumbraba a los guanteletes—. Perseguir fantasmas para fantasmas.
Giró la cabeza hacia sus Compañeros ya preparados para la batalla, de estilo y colorido tan variado como las joyas de una corona. Sus ojos azul turquesa se posaron sobre algunos de ellos.
Andry siguió la mirada de sir Grandel. Se detuvo en las figuras de tensa y rígida postura, de armaduras extrañas y maneras más extrañas aún. A pesar de que llevaban muchos días viajando con los Compañeros del Orbe, a algunos no los sentía en absoluto familiares. Inescrutables como el acertijo de un hechicero, distantes e inconcebibles como un mito. Y erguidos justo frente a mí.
—No son fantasmas —murmuró Andry mientras observaba cómo uno de ellos acechaba el perímetro del templo. Su cabello era rubio y trenzado, su figura ancha y monstruosamente alta. La gran espada que colgaba de su cadera habría requerido de dos hombres para blandirla. Dom, pensó Andry, aunque su verdadero nombre era mucho más largo y difícil de pronunciar. Un príncipe de Iona—. Los Ancianos son de carne y hueso, igual que nosotros.
Ellos se distinguían fácilmente del resto de los guerreros. Los Ancianos eran seres aparte, seis en total, cada uno como una bella estatua, distintos en apariencia pero de algún modo todos similares. Tan distantes de los mortales como las aves de los peces. Hijos de diferentes estrellas, decían las leyendas. Seres de otro reino, contaban los pocos relatos históricos.
Inmortales, sabía Andry.
Atemporales, hermosos, eternos, distantes… y perdidos. Incluso ahora no podía dejar de observarlos.
Se hacen llamar los Vedera, pero para el resto del Ward, para los mortales que sólo los conocían por la historia antigua o por las narraciones incompletas, eran los Ancianos. Los de su clase eran pocos, pero, al parecer de Andry Trelland, todavía eran poderosos.
El príncipe Anciano levantó la vista mientras rodeaba el templo, encontrando la mirada del escudero con sus feroces ojos esmeralda. Andry bajó el rostro rápidamente, sabiendo que el inmortal podía escuchar su conversación. Sus mejillas se sonrojaron.
Sir Grandel no se inmutó, con la mirada de piedra bajo el yelmo.
—¿Los inmortales sangran, escudero?
—No lo sé, mi señor —respondió Andry.
La mirada del caballero se paseó entre los demás. Los Ancianos provenían de cada rincón del Ward, emergiendo de enclaves medio olvidados. Andry los había memorizado, al igual que había hecho con los cortesanos, en ambos casos para que sir Grandel no pasara un momento vergonzoso en su compañía, y por su propia curiosidad.
Las dos mujeres Ancianas eran un espectáculo en sí mismas, tan guerreras como los demás. Su presencia había sido una sorpresa para los mortales, sobre todo para los caballeros de Galland. Andry aún las encontraba intrigantes, si no es que imponentes. Rowanna y Marigon eran de Sirandel, en las profundidades de Bosque del Castillo, al igual que Arberin. Andry supuso que eran parientes cercanas por su cabello rojo, sus pálidos rostros zorrunos y sus cotas de malla púrpura, tornasoladas como piel de serpiente. Lucían como un bosque en otoño, moviéndose entre sol y sombra. Nour venía de Hizir, el desértico enclave en las Grandes Arenas de Ibal. A los ojos de Andry ellos parecían ser hombre y mujer a la vez. No usaban tipo alguno de armadura, fuera de unas apretadas bandas de seda color ocaso rosado envueltas con piedras preciosas. Su piel era dorada, sus ojos broncíneos, bordeados de negro kohl y de púrpura del color del relámpago, en tanto que su negro cabello había sido peinado en intrincadas trenzas. Luego estaba Surim, quien había viajado más que cualquiera, mortal o inmortal. De piel de bronce y ojos profundos, aún llevaba encima el viaje desde Tarima como un pesado abrigo. Su robusto poni lo cargó a través de la vasta estepa de Temurijon.
Dom era más roble y cornamenta que cualquier otra cosa. Iba vestido de cuero bajo un manto verdigrís, bordado con el gran ciervo de su enclave y su monarca. Sus manos estaban desprovistas de guantes o guanteletes. Un anillo de plata forjado brillaba en su dedo. Su hogar era Iona, escondido en las cañadas montañosas de Calidon, donde los Compañeros se reunieron por primera vez. Andry la recordaba con claridad: una ciudad inmortal de bruma y piedra, gobernada por una inmortal señora enfundada en un vestido gris.
La voz de sir Grandel lo sacó del recuerdo.
—¿Y qué hay de los príncipes Sangre de Cor, descendientes del viejo imperio? —dijo entre dientes. Sus palabras ya eran afiladas como navajas—. Tocados por el Huso, quizá, pero mortales como el resto de nosotros.
Andry Trelland fue criado en un palacio. Conocía bien el tono de la envidia.
Cortael, del Viejo Cor, estaba solo, de pie, apoyando sus botas sobre la piedra rota del camino de peregrinación. Observaba fijamente, inflexible, hacia las sombras del bosque, como un lobo al acecho en su madriguera. También llevaba un manto de Iona, y una cornamenta había sido moldeada en el acero de su peto. Oscuro cabello rojo le caía sobre los hombros, como sangre en el atardecer. No servía a reino mortal alguno, pero había unas ligeras arrugas sobre su rostro, en su adusto ceño y en las comisuras de sus labios delgados. Andry supuso que rondaría los treinta y cinco años de edad. Como los Ancianos, era de sangre de Huso, un hijo de los cruces, sus ancestros mortales habían nacido bajo las estrellas de otro mundo.
Al igual que su espada. Una Espada de Huso. La hoja desnuda reflejaba el cielo en lo alto, llena de luz gris, grabada con marcas que ningún ser vivo era capaz de leer. Su presencia era un estruendo de relámpagos.
El caballero entornó los ojos.
—¿Ellos también sangran?
—Tampoco lo sé —murmuró Andry, retirando su vista de la espada.
Sir Grandel palmeó el hombro del escudero.
—Tal vez vamos a averiguarlo —dijo, y descendió pisando fuerte por la colina. Su pesada armadura emitía un sonido metálico a cada paso que daba.
En verdad espero que no, pensó Andry mientras su señor se unía a los otros Compañeros mortales. Sir Grandel quedó entre los primos North: los otros dos caballeros de Galland. Edgar y Raymon North estaban tan hartos de esta búsqueda errante como sir Grandel, el cansancio en el rostro de uno se reflejaba en el rostro de los otros dos.
Bress el Domador de Toros se abrió paso a empujones, con su amplia sonrisa bajo el yelmo con cuernos. El mercenario picoteaba a los caballeros siempre que podía, para disgusto de ellos y el deleite de Andry.
—Aunque tú no blandirás la espada, de todas formas deberías rezar a los dioses antes de la batalla —dijo una voz profunda, suave como el trueno.
Andry volteó para ver a otro caballero salir de entre los árboles. Okran de Kasa, el brillante reino del sur, inclinó la cabeza mientras se aproximaba, con su yelmo bajo un brazo y su lanza bajo el otro. El águila de Kasan chillaba a lo ancho de su armadura blanco perla, las alas y las garras extendidas para matar. La sonrisa de Okran era una estrella fugaz, un destello sobre su piel negro azabache.
—Mi señor —replicó Andry haciendo una reverencia—. Dudo que los dioses escuchen las palabras de un escudero.
Okran levantó una ceja.
—¿Eso es lo que sir Grandel Tyr te ha dicho?
—Debo disculparme por él. Está cansado después de un viaje tan largo, de cruzar la mitad del reino en estas duras semanas —era el deber de un escudero cuidar de su señor, en palabra y en hechos—. No es su intención insultarlo, ni a su merced ni a nadie.
—No te preocupes, escudero Trelland. No soy de los que se molestan por el zumbido de las moscas —respondió el caballero del sur, agitando una mano de dedos ágiles—. No hoy, al menos.
Andry contuvo la descortés urgencia de sonreír.
—¿Le está diciendo mosca a sir Grandel?
—¿Le dirías si lo hiciera?
El escudero no contestó, y eso fue respuesta suficiente.
—Buen chico —dijo el kasano con una risita y se acomodó el yelmo en la cabeza, fijando el protector de nariz de amatista en su lugar. Un Caballero del Águila tomó forma, como un héroe que emerge de un sueño.
—¿Tienes miedo? —las palabras surgieron antes de que Andry pudiera detenerlas. La expresión de Okran se suavizó, reafirmando su determinación—. ¿Temes al ladrón y su hechicero?
El kasano quedó en silencio por un largo momento, sereno y pensativo. Observó el templo, el claro, y en la orilla de éste a Cortael, el centinela del camino. El bosque estaba salpicado de gotas de lluvia, las sombras cambiaban de negro a gris. Todo parecía tranquilo.
—El Huso es el peligro, no los hombres que lo buscan —dijo con voz suave.
Por más que lo intentaba, Andry descubrió que no podía imaginarlos. El ladrón de espadas, el hechicero malvado. Dos hombres contra los Compañeros: una docena de guerreros, la mitad de ellos Ancianos. Será una masacre, una victoria fácil, se dijo, forzándose a asentir.
El kasano elevó la frente.
—Los Ancianos llamaron a las coronas mortales y yo fui enviado para responder, al igual que tus caballeros. Conozco poco de la magia de Huso o de la Sangre de Cor, y creo aún menos en ella. ¿Una espada robada, un pasaje roto? Todo esto parece un conflicto entre dos hermanos, no algo que le concierna a los grandes reinos del Ward —rio, sacudiendo la cabeza—. Pero no me toca creer en lo que la Anciana monarca dijo o en lo que Cortael advirtió, sólo enfrentarme contra lo que pudiera ser. El riesgo de retirarnos es demasiado grande. En el peor de los casos, nada ocurre. Nadie viene —sus cálidos ojos oscuros temblaron—. En el mejor, salvamos al mundo, incluso antes de que éste supiera que estaba en peligro.
—Kore-garay-sida.
Era fácil recurrir al idioma del pueblo de su madre, que le fue bien enseñado a Andry durante su infancia. Las palabras eran miel en sus labios.
Así lo quieren los dioses.
Okran parpadeó, no estaba preparado para eso. Entonces de pronto sonrió, una sonrisa cuyo peso fue subyugante.
—Ambara-garay —contestó, terminando el rezo con una inclinación de su yelmo. Ten fe en los dioses—. No me dijiste que hablas kasano, escudero.
—Lo aprendí de mi madre, mi señor —respondió Andry, irguiéndose. Tenía un metro ochenta de altura, pero aun así se sentía pequeño bajo la esbelta sombra de Okran. Habiendo crecido en Ascal, Andry estaba acostumbrado a resaltar porque su piel era más oscura, y estaba orgulloso de la herencia que eso delataba—. Ella nació en Nkonabo, hija de Kin Kiane —la familia de su madre, sus parientes, era conocida incluso en el norte.
—Un linaje noble —dijo Okran, todavía sonriendo—. Deberías visitarme en Benai cuando todo esto haya terminado y nuestras vidas sigan su curso.
Benai, pensó Andry. Una ciudad de oro forjado y amatista, asentada en las verdes riberas del Nkon.
El terruño que jamás había visto tomó forma. Las historias de su madre eran una canción en su cabeza. Pero no podía durar. La lluvia caía fría, una realidad imposible de ignorar. El título de caballero estaba a tres o cuatro años de distancia. Toda una vida, era consciente Andry. Y hay tantas cosas más a considerar. Mi posición en Ascal, mi futuro, mi honor. Su corazón se encogió. Los caballeros no son libres de vagar como les plazca. Deben proteger a los débiles, socorrer a los indefensos y, sobre todo, servir a su reino y a su reina. Sin veranear.
Y tengo que pensar en mi madre, que se ha vuelto muy frágil.
Andry forzó una sonrisa.
—Cuando todo esto haya pasado —repitió, agitando una mano mientras Okran descendía la colina con pasos ligeros sobre la hierba húmeda.
Ten fe en los dioses.
En las faldas de las grandes montañas de Allward, rodeado por héroes e inmortales, Andry ciertamente sentía a los dioses a su alrededor. ¿Quién más podría haber puesto en semejante camino a un escudero, el hijo de una noble extranjera y un caballero menor? Heredero de ningún castillo, sangre de ningún rey.
No seré ese muchacho mañana. Cuando todo esto haya pasado.
A la orilla del claro, el príncipe inmortal de Iona se reunió con Cortael. Sus sentidos de Anciano estaban profundamente concentrados en el bosque. Incluso desde la colina, Andry notó la severidad con que tensaba la quijada.
—Puedo oírlos —dijo, y sus palabras sonaron como un latigazo—. Un kilómetro más adelante. Sólo dos, como esperábamos.
—Deberíamos tomar nuestras precauciones con un mago —gritó Bress. El hacha sobre su hombro destelló como una sonrisa contra el cielo.
Los inmortales de Sirandel voltearon a mirarlo como si estuvieran frente a un niño.
—Nosotros somos las precauciones, Domador de Toros —dijo Arberin suavemente, su voz acentuada por su idioma insondable.
El mercenario apretó los labios.
—El Rojo es sólo un embustero entrometido —dijo Cortael sin voltear—. Rodeen el templo; mantengan su formación —el Sangre de Cor era un líder nato, acostumbrado a ordenar—. Taristan intentará escabullirse entre nosotros y abrir un paso antes de que podamos detenerlo.
—Fracasará —exclamó Dom desenvainando su espada.
Okran golpeó el suelo con su lanza en señal de acuerdo, en tanto que los primos North hicieron repiquetear sus escudos. Sir Grandel se irguió, la quijada tensa, los hombros rectos. Los inmortales se les unieron, arcos y espadas en mano. Los Compañeros estaban listos.
Los cielos finalmente se abrieron y la lluvia fría y constante se convirtió en aguacero. Andry tiritó cuando el agua penetró por las grietas de su ropa y descendió a lo largo de su espalda.
Cortael levantó la Espada de Huso en dirección al camino. La lluvia salpicaba la espada, ocultando la arcana silueta del acero. El agua escurría por su rostro pero él estaba como una piedra, recibiendo la tormenta. Andry sabía que Cortael era mortal, pero en ese momento parecía eterno. Un fragmento de un reino perdido, vislumbrado sólo por un momento como a través de la rendija de una puerta a punto de cerrarse.
—Compañeros del Orbe —dijo Cortael levantando la voz.
Un trueno retumbó en algún lugar arriba en las montañas. Los dioses del Ward observan, pensó Andry. Podía sentir su mirada.
La lluvia duplicó su embestida, cayendo a cántaros y convirtiendo el pasto en lodo.
Cortael no vaciló.
—Esa campana no ha sonado en mil años —dijo—. Nadie ha puesto un pie al interior de ese templo ni ha pasado a través del Huso desde entonces. Mi hermano quiere ser el primero. No lo hará. Fracasará. Cualquier vil intención que lo haya traído hasta aquí, aquí terminará.
La espada resplandeció con el reflejo de un rayo. Cortael la apretó con más fuerza.
—Hay poder en la Sangre de Cor y en la Espada de Huso, suficiente para atravesar de un corte a los Husos. Es nuestro deber detener a mi hermano de esta ruina, salvar al reino, salvar al Ward —Cortael observó uno a uno a los Compañeros. Andry sintió un escalofrío cuando su mirada pasó por encima de él—. Hoy lucharemos por el mañana.
La determinación de Cortael no apaciguó el miedo que crecía en Andry Trelland, pero le otorgó fuerza. Incluso si su deber era únicamente observar y lavar la sangre, no se acobardaría. Serviría a los Compañeros y al Ward en cualquier forma que le fuera posible. Hasta un escudero podía ser fuerte.
—Esa campana no ha sonado en mil años —volvió a atronar Cortael. Parecía un soldado, no un príncipe. Un mortal falto de linaje, pero con un deber—. Y no sonará en otros mil.
El trueno volvió a escucharse, esta vez más cerca.
Y la campana resonó.
Los Compañeros se sobresaltaron como si fueran uno.
—Mantenga su posición —dijo Dom. El viento rasgaba la cortina dorada de su cabello—. Esto es obra del Rojo. ¡Una ilusión!
El tañido era hueco y pleno a la vez, un llamado al tiempo que una advertencia. Andry saboreó su ira y su dolor. Parecía repetir un eco hacia delante y hacia atrás a través de los siglos, a través de los reinos. Alguna parte de Andry le ordenó poner tanta distancia como fuera posible entre él y la campana. Pero sus pies siguieron plantados y sus puños apretados. No me acobardaré.
Sir Grandel mostró los dientes y golpeó su pecho con la palma de su mano, acero contra acero.
—¡Conmigo! —gritó, el viejo clamor de guerra de la Guardia del León. Los North respondieron.
Andry lo sintió en su pecho.
Desde la colina, Andry percibió dos figuras que subían por el camino, desdibujadas por las gotas de lluvia. Al que llamaban Rojo hacía honor a su nombre, envuelto en un manto del color de la sangre recién derramada. Se erguía encapuchado, pero Andry podía verle el rostro. El hechicero. Era joven, sin barba, de pálida piel blanca y cabello como el trigo. Sus ojos se veían enrojecidos, incluso desde la distancia. Éstos temblaron cuando se posaron en los Compañeros, escudriñándolos a todos de pies a cabeza. Su boca se movía sin emitir sonido, formando con los labios palabras que nadie podía escuchar.
El otro hombre no vestía una armadura sino pieles gastadas y un manto del color del barro. Era un canalla, la sombra del sol de su hermano. Su yelmo ocultaba su rostro, pero no los rizos rojo oscuro que había debajo.
Su espada, idéntica a la de Cortael, aún seguía en su vaina, adornada con joyas rojas y púrpuras, una puesta de sol entre sus dedos. El ladrón de espadas.
Así que supuestamente esto será la ruina del reino, pensó Andry, desconcertado.
Cortael mantuvo su espada en alto.
—Eres un necio, Taristan.
La campana sonó otra vez, tañendo de vuelta en la torre.
El otro hijo del Viejo Cor permaneció erguido en silencio, escuchando la campana del templo. Y entonces sonrió, una sonrisa de dientes blancos que era evidente incluso bajo el yelmo.
—¿Cuánto tiempo ha pasado, hermano?
Cortael no se inmutó.
—Desde tu nacimiento —propuso finalmente Taristan, contestando por él—. Apuesto a que lo disfrutaste, crecer en Iona. Bendecido por el Huso desde el primer latido —a pesar de que la actitud de Taristan era ligera, su tono casi jovial, el escudero percibió astucia en él. Era como ver a un perro salvaje midiendo a un sabueso entrenado—. Y hasta el último.
—Ojalá pudiera decir que fue un placer conocerte, hermano —replicó Cortael.
A su lado, Dom se mostró furioso.
—Devuelve lo que has robado, ladrón.
Con rápidos dedos, Taristan hizo amago de desenvainar la espada a su costado, dejando al descubierto algunos centímetros de la hoja. Incluso bajo la lluvia el acero resplandecía, y también las líneas grabadas en forma de telaraña.
Contrajo la boca en una sonrisa burlona.
—Eres bienvenido si quieres intentar recuperarla, Domacridhan —su lengua pronunció torpemente el nombre completo del Anciano, a pesar de su esfuerzo. Removió la espada en su vaina, burlándose de todos—. Si eres como las bóvedas de tu familia, fracasarás. ¿Y quién eres tú para privarme de mis derechos de nacimiento? Incluso si soy el menor, el que sobra, es justo que ambos sostengamos una espada de nuestros ancestros, de nuestro reino perdido.
—Esto terminará en ruina —gruñó Cortael—. Ríndete y no tendré que matarte.
Taristan deslizó un pie, moviéndose con la gracia de un bailarín, no de un guerrero. Cortael hizo lo propio, extendiendo la espada hacia la garganta de su hermano.
—Los Ancianos te criaron tal cual eres, Cortael —le dijo—. Un guerrero, un erudito, un señor tanto para los hombres como para los inmortales. El heredero que ha de reconstruir un imperio largo tiempo perdido. Todo para lograr exactamente lo que yo ya he conseguido: hacer que los Husos vuelvan a cruzar. Reunir los mundos. Permitirle a su gente que regrese a un hogar que no ha visto en siglos —le lanzó una mirada a Dom—. ¿Me equivoco, Anciano?
—Abrir un Huso es poner todos los reinos en peligro. Tú destruirías el mundo para conseguir tus egoístas fines —gruñó Dom, perdiendo su actitud inalterable.
Taristan comenzó a caminar, chapoteando en el fango.
—Destrucción para algunos, gloria para otros.
El manto de quietud del Anciano cayó con la facilidad de una capa desechada.
—Monstruo —espetó Dom furioso, con su propia espada repentinamente en alto.
Taristan sonrió de nuevo, burlándose.
Está disfrutándolo, comprendió Andry con repulsión.
Dom rugió.
—No puedes forzar a un Huso. Las consecuencias…
—Ahorra tu aliento —dijo Cortael—. Su destino ha sido trazado.
Taristan se detuvo.
—¿Mi destino ha sido trazado? —susurró. Su voz se tornó suave y peligrosa, una navaja bajo seda.
La ira se acumulaba en él como la tormenta se acumulaba en lo alto.
En la colina, Andry sintió que su corazón latía más rápido y se aceleraba su respiración.
—Ellos te tomaron y te entrenaron y te dijeron que eras algo especial, un emperador que ha regresado, Sangre de Cor y Nacido de Huso —dijo Taristan lleno de rabia—. El último de un antiguo linaje, destinado a la grandeza. El Viejo Cor era tuyo para ser reclamado y conquistado, tuyo para ser gobernado. Qué glorioso destino para el primogénito de una paternidad anónima.
Con un gruñido, se llevó ambas manos al yelmo y se lo retiró, revelando su rostro.
Andry soltó un resuello y quedó con la boca entreabierta.
Los dos hermanos se miraron fijamente, imágenes exactas uno del otro.
Gemelos.
Si bien Taristan se mostraba harapiento y Cortael majestuoso, Andry apenas podía distinguirlos. Ambos tenían el mismo rostro fino, los mismos ojos penetrantes, la quijada adusta, los labios delgados, la frente alta y una manera extraña y distante de todos los que tenían sangre de Huso. Separados del resto de los mortales, semejantes sólo entre ellos mismos.
Cortael retrocedió, afligido.
—Taristan —dijo, y su voz casi fue engullida por la lluvia.
El ladrón de espadas desenvainó su propia Espada de Huso, lo hizo despacio con un movimiento largo. La hoja cantó en armonía con la campana, una exhalación aguda para un grave bramido.
—Cada sueño que hayas tenido te fue inculcado. Cada camino que hayas andado ya estaba trazado —dijo Taristan. La lluvia azotaba la espada—. Tu destino fue elegido el día que naciste, Cortael. No el mío.
—¿Y qué eliges ahora, hermano?
Taristan alzó la frente.
—Elijo la vida que debí haber vivido.
La campana infernal sonó de nuevo, más profundo esta vez.
—Me diste la oportunidad de rendirme —Taristan torció el labio—. Me temo que yo no puedo hacer lo mismo. ¿Ronin?
El hechicero levantó las manos, blancas como la nieve, con las palmas extendidas.
Los de Sirandel se movieron más rápido de lo que Andry pensaba que era posible, y tres flechas salieron disparadas de los arcos. Apuntaron con precisión, al corazón, la garganta y el ojo. Pero a pocos centímetros del rostro de Ronin, las flechas desaparecieron calcinadas. Más flechas volaron, con increíble velocidad. Nuevamente las flechas ardieron bajo la fulminante mirada roja, poco más que humo en la lluvia.
Cortael levantó alto su espada, con la intención de cortar a Ronin por la mitad.
Taristan fue más veloz y bloqueó el golpe haciendo chocar acero contra acero.
—Lo que hayas aprendido en el palacio —dijo entre dientes, sus rostros idénticos muy cerca uno del otro—, yo lo aprendí mejor entre el barro.
Las palmas del hechicero se juntaron y se oyó un rechinar de piedras, otra andana de truenos y el siseo de un líquido sobre algo caliente, como aceite chisporroteando en una sartén. El terror invadió a Andry cuando miró hacia el templo, alguna vez vacío, pero ya no más. Las puertas se abrieron hacia el exterior, empujadas por una docena de pálidas manos manchadas de cenizas y hollín. Su piel agrietada mostraba el hueso debajo o supuraba por las rojas heridas. Andry no podía verles la cara, y por eso se sintió agradecido. Apenas podía imaginar lo horrorosas que serían. Una luz poderosa surgió del interior del templo, tan brillante que enceguecía, mientras las sombras se derramaban por las puertas y se extendían a través del claro.
Los Compañeros voltearon hacia la conmoción. La sorpresa los dejó boquiabiertos.
—Las Tierras Cenizas —resolló Rowanna de Sirandel. Sus ojos dorados se abrieron con el mismo miedo que Andry sentía en su interior, aunque él no tenía idea de lo que ella quería decir. Por un momento los ojos de ella se movieron del templo a los caballos arriba en la colina. No era difícil adivinar lo que estaba pensando.
Quería huir.
Abajo, con las espadas enganchadas, Cortael le gruñó al rostro a Taristan.
—¿El Huso?
El gemelo le lanzó una mirada maliciosa.
—Ya ha sido roto, el paso está abierto —se movió con la velocidad de un destello y estrelló su codo contra el rostro de Cortael, produciendo un crujido. El gran señor giró y cayó. De su nariz rota surgía un torrente de sangre escarlata—. ¿Qué clase de idiota crees que soy?
Dom atacó, profiriendo un grito de guerra de los Ancianos. Se movió en un grácil arco, hasta que el mago levantó una mano y lo hizo a un lado con apenas un toque, lanzándolo al lodo a algunos metros de distancia.
Los repugnantes cadáveres vivientes del Huso se abrían paso a la fuerza para salir del templo por docenas, tropezando unos con otros. Algunos ya estaban dañados y se arrastraban sobre miembros destrozados que traqueteaban cubiertos por una mugrienta armadura negra. Eran como hombres mortales pero no, torcidos del interior hacia fuera. La mayoría aferraba armas desgastadas por la batalla: espadas de hierro oxidadas y hachas melladas, dagas resquebrajadas, lanzas astilladas. Rotas pero aún afiladas, aún letales. Las flechas acribillaban la horda, los de Sirandel segaron la primera ola como trigo con la guadaña. Podían matarse, pero su número no hacía más que crecer. Desprendían un inconfundible olor a humo y carne quemada, y un viento caliente soplaba desde el interior del templo, desde el Huso, trayendo con él nubes de ceniza.
Andry no podía moverse, no podía respirar. Sólo podía ver los cadáveres atacar a los Compañeros, un ejército sangriento y lleno de cicatrices de un reino perdido. ¿Estaban vivos? ¿Estaban muertos? Andry no podía saberlo. Pero mantenían un extraño círculo alrededor de Taristan y Cortael, como si se les hubiera ordenado que dejaran luchar a los hermanos.
La lanza de Okran danzaba, atravesando gargantas mientras se movía en ágiles círculos. Los caballeros Gallish formaban un triángulo muy bien entrenado, peleaban duro, manchando sus espadas de negro y rojo. Surim y Nour no eran más que dos borrones en la refriega, un baile de la espada corta y las dagas. Dejaban destrucción en su estela, abriéndose camino entre los cadáveres que iban en aumento. Las criaturas peleaban y gritaban con voces inhumanas, chillantes y desgarradas, sus cuerdas vocales estaban hechas pedazos. Andry podía a duras penas distinguir algún rostro —estaban desteñidos más allá de lo reconocible, los cráneos pelados y la piel del color del hueso, del rojo de las cicatrices o pintada de un aceite grasoso. Cubiertos de ceniza, parecían madera quemada, abrasada desde dentro hacia fuera.
El plan era dos contra doce, pensó Andry, petrificado. Pero no, es doce contra docenas. Cientos.
Los caballos resoplaban y tiraban de sus cuerdas. Olían el peligro, la sangre y, sobre todo, al Huso que siseaba al interior del templo. Llenaba sus huesos de un terror fulminante.
Taristan y Cortael se rodeaban mutuamente. La mitad de la armadura de Cortael estaba manchada de fango. Por el mentón le escurría sangre, que caía sobre la cornamenta de su peto. Sus espadas entrechocaban, golpeando con precisión. Cortael era habilidad y fuerza puras mientras que Taristan se batía como un gato de callejón, siempre en movimiento, desplazándose sobre las puntas de sus pies, la espada en una mano y la daga en la otra, utilizando ambas por igual. Golpeaba, esquivaba, usaba el fango y la lluvia para su provecho. Sonreía y se burlaba, escupiendo sangre sobre el rostro de su hermano. Estrelló su espada contra el hombro de su adversario, sobre la chapa ligera y la cota de malla. Cortael externó un gesto dolorido, pero prensó a su hermano en plena retirada. Los gemelos cayeron juntos, rodando a través del fango.
Andry observaba sin parpadear, congelado en su sitio. ¿Qué puedo hacer? ¿Qué puedo hacer? Sus manos temblaban; su cuerpo se estremecía. Toma una espada, maldita sea. Pelea. Es tu deber. Quieres ser un caballero, y los caballeros no se acobardan. Un caballero no se quedaría mirando. Un caballero cargaría por esta colina rumbo al caos, con su espada y su escudo en alto.
Colina abajo, el fango se pintaba de rojo.
Y un caballero moriría en el intento.
Arberin gritó primero.
Un cadáver sujetó su roja trenza y trepó por su espalda. Otro le siguió. Y otro, y otro, hasta que el peso acumulado de los cuerpos derribó al Anciano. Sus cuchillas eran muchas. Blanco acero, hierro negro, mellado y viejo. Pero suficientemente afiladas.
Su carne cedió con facilidad.
Rowanna y Marigon se abrieron paso a golpes hasta su familiar. Se encontraron con un cuerpo aún sangrante. Su vida inmortal había terminado.
Sir Grandel y los North perdían terreno, su triángulo se estrechaba a cada segundo. Las espadas danzaban, los escudos golpeaban, los guanteletes rajaban la carne. Cuerpos se apilaban a su alrededor, pálidas extremidades y cabezas decapitadas. Edgar tropezó primero y cayó como si se hundiera en agua, lentamente, vislumbrando el fin. Hasta que sir Grandel lo tomó de la capa y lo levantó de un jalón.
—¡Conmigo! —gritó por sobre el estrépito. En los campos de entrenamiento del palacio eso significaba sigan adelante, resistan, esfuércense más. Hoy significaba simplemente sobrevivan.
El Domador de Toros rugía, haciendo girar su hacha y cortando gargantas a cada paso. Su armadura estaba manchada de rojo y negro, sangre y aceite. Pero el mercenario no pudo mantener ese ritmo. Andry quiso gritar cuando el casco con cuernos de Bress el Domador de Toros desapareció bajo la marea de cadáveres.
Los segundos se sentían como horas, y cada muerte como una eternidad.
Rowanna fue la siguiente en caer, medio hundida en un charco, con un hacha clavada en la espina dorsal.
Un golpe de martillo penetró el peto de Raymon North. El gorgoteo húmedo de su aliento moribundo se escuchó sobre el campo de batalla. Edgar se inclinó sobre él, olvidando su espada para sostener contra su pecho la cabeza de su primo. A pesar de los mejores esfuerzos de sir Grandel, las criaturas cayeron con cuchillos y dientes sobre el caballero arrodillado.
Andry había conocido a los North desde que era un niño. Nunca hubiera pensado que los vería morir, y de esa manera tan lamentable.
Sir Grandel era pesado, difícil de derribar, aunque las criaturas lo intentaban. Levantó la vista desde el claro y cruzó una mirada con Andry, que seguía en lo alto. Andry vio sus propias manos moverse, haciendo ademanes sin pensarlo, llamando con señas a su señor para que abandonara la batalla. Conmigo. Sobrevive. En otra ocasión, sir Grandel lo habría reprendido por cobarde.
Esta vez obedeció, y corrió.
Lo mismo hizo Andry, con la espada repentinamente en su puño. Su cuerpo se movía más rápido que su mente, deslizando sus pies sobre el barro. Soy el escudero de sir Grandel Tyr, un caballero de la Guardia del León. Éste es mi deber. Debo ayudarlo. Cualquier otro pensamiento desapareció, todos los miedos fueron olvidados. Debo ser valiente.
—¡Conmigo! —aulló Andry.
Sir Grandel trepó pero las criaturas lo siguieron, tirando de sus extremidades, jalándolo hacia atrás. Levantó una mano enguantada, con los dedos extendidos. No trataba de alcanzar algo, no suplicaba. No pedía ayuda o protección. Sus ojos se abrieron enormes.
—¡CORRE, TRELLAND! —gritó el caballero—. ¡CORRE!
La orden final de sir Grandel Tyr golpeó de lleno contra Andry. Él se detuvo y contempló las rojas fauces de la carnicería colina abajo.
Un cadáver le arrancó la espada al caballero. Él siguió luchando, pero el lodo succionaba sus botas y resbaló, cayendo contra la pendiente y clavando sus dedos entre la hierba mojada.
Las lágrimas punzaban los ojos de Andry.
—Conmigo —susurró. Su voz era una flor que moría congelada.
No fue capaz de ver cómo una espada descendía, y luego otra. El mundo se llenó de manchas frente a sus ojos, puntos negros que se expandían para ocultar su visión. El aroma de la sangre y la podredumbre y las cenizas todo lo consumía. Tengo que correr, pensó. Sus piernas eran como agua estancada.
—Muévete —se ordenó Andry entre dientes, obligándose a dar un paso atrás. Sintió que su padre lo miraba, al igual que sir Grandel. Caballeros muertos en batalla, caballeros que habían cumplido con su deber y no habían renunciado a su honor. La clase de caballero que él nunca sería. Andry envainó su espada. Sus dedos buscaron las riendas de la montura.
Nour estaba muerto sobre los escalones del templo, con sus largos y ágiles miembros extendidos sobre el mármol. Eran hermosos hasta en la muerte. Marigon lloraba abiertamente sobre el cuerpo de Rowanna, pero aún peleaba con un ritmo letal. Aullaba moviendo su cabellera, no un zorro sino un lobo de rojo pelaje. Surim y Dom seguían vivos y luchando, tratando de abrirse paso para llegar hasta Cortael.
La lanza de Okran cayó rota a sus pies, pero no estaba desprovisto de escudo y espada. La armadura blanca de Kasa se tornó carmesí, el Águila manchada por una presa recién muerta.
Andry desató sus riendas con manos temblorosas. Luego volteó hacia el caballo de Okran. El escudero tensó la quijada y puso sus dedos en movimiento. Estaban entumecidos por el miedo, torpes mientras soltaba el córcel del caballero. Puedo hacer esto, cuando menos.
Cortael y Taristan peleaban en el ojo de un huracán sangriento. El lodo se mezclaba bajo sus pies, maltrecho como un campo de torneo. Ahora Cortael lucía igual que su hermano, andrajoso y consumido, muy alejado de un príncipe o un emperador. Ambos jadeaban exhaustos, tambaleándose sobre sus pies, cada golpe era un poco más lento, un poco más débil.
Ronin estaba parado frente a las puertas del templo, donde el aire giraba en un remolino de cenizas. Mantenía los brazos abiertos, las palmas levantadas en adoración a un dios que Andry no conocía. Levantó la cabeza y sonrió en dirección al campanario. La campana sonó en respuesta, como si una campana pudiera hacer tal cosa.
Las espadas de Huso se encontraron al tiempo que un rayo caía, ambas hojas brillaron por un momento con un blanco púrpura resplandeciente.
Uno de los caballos relinchó y reculó, reventando la cuerda. Todos salieron disparados, y Andry maldijo. El cuero se deslizaba entre sus dedos. Andry apretó y se preparó, esperando ser arrastrado por la colina. En lugar de eso, el semental blanco de Dom relinchó, atrapado entre sus manos.
Un grito en kasano rompió nuevamente el corazón de Andry. Okran cayó, su cuerpo atravesado por espadas. Murió viendo hacia el cielo, buscando al águila, a las alas que habrían de llevarlo a casa.
Al otro lado del claro, Marigon perdió una mano de un hachazo, y después la cabeza.
Surim y Dom rugieron, incapaces de alcanzarla, dos islas en el mar de sangre. Las olas se cerraron primero alrededor de Surim. Le silbó a su caballo, pero el poni de la estepa ya estaba en la refriega, peleando a su lado. El animal murió despedazado antes de que pudiera alcanzarlo. Fue también el final de Surim.
Andry perdió la voz, no pensaba siquiera en rezar.
Dentro del círculo, Cortael gritó su rabia. Sus ataques fueron de nuevo feroces. Con un golpe de espada derribó la daga de Taristan, que al caer se hundió en lo profundo del fango. Con otro, desarmó a su guardia y clavó la Espada de Huso muy hondo en el pecho de su hermano.
Andry quedó inmóvil, con un pie en el estribo, sin atreverse a sentir esperanza.
El ejército de cadáveres también se detuvo, sus quijadas abiertas y ensangrentadas. Sobre los escalones, Ronin dejó caer las manos, abriendo grandes sus ojos escarlata.
Taristan cayó de rodillas, con la espada sobresaliendo de su cuerpo. Estaba pasmado. Por encima de él, Cortael lo miraba sin alegría ni triunfalismo, su rostro estaba inmóvil, excepto por la lluvia que lo lavaba.
—Tú mismo te hiciste esto, hermano —dijo lentamente—. Pero aun así, pido tu perdón.
Su gemelo se atragantó. Era difícil formar las palabras.
—No es… no es tu culpa haber nacido primero. No… no es culpa tuya haber sido elegido —tartamudeó Taristan, contemplando su herida. Cuando levantó sus negros ojos, su mirada era dura, resuelta—. Pero sigues subestimándome, y de eso sí eres culpable.
Con una mueca desdeñosa, sacó de su propio pecho la espada, cuya hoja salió aceitosa y roja.
Andry no podía creer lo que veían sus ojos.
—Esas campanas no han sonado por los dioses en mil años —dijo Taristan, poniéndose nuevamente en pie, con una Espada de Huso en cada mano. A su alrededor, las criaturas emitían extraños sonidos, como risas de insectos—. Y hoy no doblan por tus dioses. Doblan por los míos. Por Él. Por Lo Que Espera.
Cortael trastabilló hacia atrás, aterrado. Levantó una mano entre los dos, indefenso, a la merced inexistente de un hermano olvidado.
—¡Destruirás el Ward por una corona!
—Un rey de cenizas sigue siendo un rey —se jactó Taristan.
Entre el pantano de cuerpos luchaba Dom, abriéndose paso a golpes hacia su amigo.
No va a lograrlo, pensó Andry. El mundo giraba a su alrededor. Está demasiado lejos, todavía está demasiado lejos.
Taristan clavó la Espada de Huso de Cortael en el lodo a su lado, favoreciendo su propia espada. Cortael nada pudo hacer para detenerlo mientras la levantaba. No había adonde moverse, ni adonde correr. Su rostro se descompuso, un príncipe reducido a mendigo.
—Hermano…
La hoja conectó un golpe certero, traspasando la armadura y la malla hasta el corazón de Cortael. El heredero del Viejo Cor cayó de rodillas, con la cabeza colgando sobre los hombros.
Taristan apoyó una bota en el pecho de Cortael para sacar la espada, dejando que el cuerpo se desplomara.
—Y un hombre muerto permanece muerto —dijo entre dientes, mirando el cadáver con desprecio.
Levantó nuevamente su arma, listo para cortar en pedazos el cuerpo de su hermano.
Pero su espada se encontró con otra, una espada de Iona en la mano del último Compañero en pie.
—Déjalo —gruñó Dom, furioso como un tigre. Empujó a Taristan con facilidad.
El Anciano se plantó entre Taristan y el cuerpo de su amigo, los pies en posición para una nueva pelea a pesar de estar deshecho, asediado y exhausto. La espada de Cortael, ensangrentada e inútil, aún estaba erguida en el fango, una lápida que los esperaba a los dos.
Taristan rio abiertamente, divertido.
—Las historias dicen que los de tu clase son valientes, nobles, la grandeza encarnada. Deberían decir que también son estúpidos.
Los labios de Dom se movieron, delatando una sonrisa. Sus ojos, los ojos del Anciano de un reino inmortal, eran sorprendentemente verdes. Por un instante se dirigieron a la parte alta de la colina, hacia el escudero plantado firmemente sobre la silla del semental blanco.
El corazón de Andry se aceleró. Tensó la quijada con absoluta determinación. Asintió, una sola vez.
El Anciano silbó, alto y afinado. El caballo echó a correr, cargando colina abajo. No hacia la batalla, sino alrededor de ella, a un lado de las criaturas, los cuerpos, los Compañeros caídos y muertos.
Moviéndose a la velocidad que sólo un inmortal podía presumir, Dom se lanzó por la espada de Cortael, saltando de cabeza para sacar la espada del fango. La arrojó mientras giraba para levantarse, usando todo el impulso para lanzar la espada como una jabalina, hacia arriba y sobre las cabezas llenas de cicatrices del ejército del Huso. Voló como una flecha disparada desde su arco. Un último estertor de victoria ante la derrota absoluta.
Taristan rugió mientras la espada y el semental competían en una carrera de velocidad.
El mundo de Andry se redujo al destello del acero que aterrizó sobre la resbaladiza hierba más adelante. Sentía al caballo debajo de él, todo músculos y miedo. El escudero estaba entrenado para cabalgar, adiestrado para pelear desde la montura. Se colgó hacia un lado, apretando fuerte con los muslos, y estiró sus dedos morenos.
La Espada de Huso se sintió fría en su mano.
El ejército gritó pero el semental no perdió el paso. El pulso de Andry batía fuerte al mismo ritmo que los cascos que golpeaban el suelo debajo de él, un terremoto que resonaba en su pecho. Su mente se nubló, una bruma mientras cada Compañero caído aparecía frente a él, sus finales irrevocablemente grabados en su memoria. No se entonaría canción alguna sobre ellos. Ninguna gran historia los respaldaría.
Era demasiado. Todos sus pensamientos se fragmentaron y se reformaron, fundiéndose en uno solo.
Fracasamos.