1
ANTES de darme su bendición, mi padre me hizo algunas recomendaciones. Dijo que la capital estaba llena de peligros y que era necesario andar con los ojos bien abiertos. Debía cuidarme de que no me atropellara un tranvía eléctrico, de las malas compañías, de las mujeres de sonrisa fácil, de las obras de teatro impúdicas, de los billetes falsos, de los tónicos milagrosos que vendían en la calle, de los perros con rabia y, sobre todo, de los maleantes que aprovechaban cualquier descuido para robarle al prójimo los calcetines sin quitarle los zapatos.
Muy a pesar de eso, en cuanto bajé del tren, en la estación de San Lázaro, no pude evitar distraerme ante el espectáculo que se ofreció ante mis ojos. Era viernes y una pintoresca multitud entraba y salía del andén. Había hombres y mujeres de pueblo esforzándose con bultos y canastas, incluso algunos trajinaban con guajolotes y gallinas. También vi familias de buena traza seguidas por cargadores que transportaban sus baúles en carretillas. Un hombrecillo con barba de chivo hacía retratos a lápiz, a centavo cada uno, y un poco más allá, un loco vociferaba de modo incomprensible. Una señorita de abriguito blanco, custodiada por una matrona enorme, me lanzó una fugaz mirada azul al pasar.
Afuera de la estación esperaban tranvías tirados por mulas, carruajes particulares y de alquiler, así como algunos automóviles. Pasé junto a varios puestos de comida donde se vendía fruta, cerveza, pulque, agua de horchata, pan, enchiladas… Al permanecer demasiado cerca de uno de los atrayentes fogones, el vapor de una olla me empañó las gafas, así que puse una de mis maletas en el suelo para poder limpiar los cristales.
Si hubiera estado más atento, tal como me recomendó mi padre, habría visto acercarse a un sujeto de camisa azul y gorra calada hasta las orejas. El tipo me dio un empujón al pasar a mi lado y me hizo caer, para luego tomar mi maleta e iniciar una veloz carrera. La sorpresa me impidió reaccionar. Me quedé en el suelo sin saber qué hacer. A tientas recogí mis gafas del piso.
—¡Deténganlo! ¡Es un ladrón! —grité.
Varios transeúntes voltearon, mientras yo señalaba con desesperación hacia donde se alejaba el hombre de la camisa azul, pero nadie intentó darle alcance. Quise ir tras él, pero me ancló el no saber qué hacer con la otra maleta, la cual era bastante pesada.
—No se preocupe, patrón, yo le cuido sus cosas para que alcance a ese sinvergüenza —dijo un tipo que apareció a mi lado.
Miré al desconocido y, en mi desamparo, estuve a punto de aceptar su ofrecimiento. Era un individuo alto y flaco, con los ojos hundidos. Mientras extendía el brazo para confiarle mi equipaje, algo en su mirada —no sabría decir qué— me hizo recelar. No me pregunten cómo, quizá fue solo intuición, pero supe lo que ocurriría: en cuanto le diera mi maleta y corriera tras el ratero, él se iría con mis pertenencias en dirección contraria. Seguramente era cómplice del otro.
¿Qué debía hacer? Si me daba prisa, quizás alcanzara al hombre de la camisa azul, pero ello significaría perder mi otra maleta. Si, por el contrario, permanecía ahí conservaría lo que me quedaba, pero jamás recuperaría el resto. Lo más prudente era no hacer nada y dar por perdida la primera maleta. Sin embargo, en ella iba mi máquina de escribir Blickensderfer, un regalo de mi padre y mi posesión más valiosa. No estaba dispuesto a olvidarme de ella.
Mi cerebro trabajó como una locomotora. En menos de un segundo supe lo que debía hacer. Era un riesgo, pero debía correrlo.
Le agradecí al tipo su atención y le entregué mi maleta. Luego emprendí la carrera, simulando ir tras el ratero. Sin embargo, al dar la vuelta a la primera esquina me detuve y, tras ocultarme entre la multitud, miré hacia atrás. Tal como lo había sospechado, aquel hombre tomó mis cosas y emprendió la huida. El peso de la maleta le impedía moverse con prontitud por lo que no me resultó difícil seguirlo. Supuse que iría a reunirse con su compinche. Quizás abordaría algún transporte. En lugar de eso siguió corriendo y cruzó a trompicones la calle. Más adelante atravesó un sembradío de maíz y se dirigió hacia un conjunto de barracas. De vez en cuando volteaba para ver si alguien lo seguía. Por fortuna no advirtió mi presencia. Avanzó entre las casuchas, las cuales formaban un laberinto de pobreza y suciedad. En un recodo lo perdí de vista. Supuse que había entrado en alguna de aquellas chozas improvisadas, pero no sabía en cuál.
Volví corriendo a la estación y busqué a alguien con autoridad. Vi entonces, recargados en una columna, a dos gendarmes que al parecer tomaban atole. Atropelladamente y casi sin aliento, les conté lo ocurrido y les rogué que me ayudaran. Me miraron con indolencia. Dijeron que no podían abandonar sus puntos de vigilancia. Insistí, pero no logré nada. Me recomendaron ir al cuartel de policía más cercano y hacer la denuncia.
—¡Para entonces ya será muy tarde! —exclamé—. Debemos actuar de inmediato.
Sin medir las consecuencias comencé a increparlos. Se irritaron, pero no me contuve. Les dije que su deber era resguardar a los ciudadanos y no estar perdiendo el tiempo.
—Cálmese usted, o tendremos que detenerlo por alterar el orden y por faltas a la policía —me dijo en tono amenazante uno de los genízaros.
Algunos curiosos se detuvieron, entre ellos un militar. Por sus galones supe que se trataba de un teniente. Me pareció haberlo visto en el tren, aunque no estaba del todo seguro.
—¿Qué ocurre aquí? —preguntó.
Le informé que me habían robado el equipaje y que creía saber dónde se escondían los bandidos. También le dije que los gendarmes no querían auxiliarme para recuperar mis pertenencias.
—Lléveme a donde se ocultan esos ladrones —ordenó el oficial, al tiempo que desenfundaba su pistola y verificaba que estuviera cargada.
—Un momentito —intervino uno de los gendarmes—. Dese cuenta, mi teniente, que este es un asunto del fuero común. Acuérdese que un militar no puede intervenir.
—Eso está por verse, caballeros, pues, al parecer, están demasiado ocupados para atender este asunto —respondió el oficial mirando con intención los sendos jarros de atole que aún sostenían los policías.
—Mire, estábamos interrogando al joven aquí presente. ¿Quién nos asegura que dice la verdad?
—¡No estoy mintiendo! —me defendí.
—Estamos perdiendo el tiempo —interrumpió el militar y, luego, dirigiéndose a los gendarmes, agregó—: Si no les resulta demasiado molesto, pueden acompañarnos.
De esta manera, el militar, los dos policías y varios curiosos me siguieron hacia las barracas. Al vernos llegar, algunas personas de aquel miserable chiquero salieron de sus viviendas, pero en cuanto advirtieron que en el grupo figuraban un militar y dos policías, volvieron a encerrarse en sus chozas.
Finalmente nos detuvimos en el lugar donde perdí de vista al ladrón. Había varias viviendas donde podía estar escondido, pero ignoraba en cuál. Una indígena desharrapada y descalza nos miraba en silencio. Me acerqué a ella y rápidamente le describí a los dos sujetos. Luego le pregunté si los había visto. No respondió. Quizá la presencia de tanta gente la intimidaba, o tal vez no hablaba español. Sin embargo, aunque no pronunció palabra alguna, noté que miraba con nerviosismo hacia una de las casuchas.
—¡Debe ser allí! —informé a los demás y corrí hacia el lugar.
Mi intención era tocar hasta que alguien abriera, pero el teniente tenía otros planes. Se adelantó y, cargando con el hombro, echó abajo el mugriento tablón que hacía las veces de puerta. Entre la penumbra distinguí una cama, una mesa desvencijada y varias sillas burdas. En una de las paredes colgaba un grabado de la Virgen.
En la habitación había una mujer con un niño en brazos. También estaban los dos tipos que me habían robado: el de camisa azul y el flaco de los ojos hundidos. Se encontraban en cuclillas sacando las cosas de mis maletas y examinándolas. Parte de mi ropa estaba esparcida en el suelo. El flaco tenía en sus manos mi máquina de escribir. Ambos se quedaron inmóviles en cuanto nos vieron.
—¡Quietos! —ordenó el teniente.
—¡Están detenidos! —exclamó uno de los gendarmes.
Los ladrones se pusieron de pie con actitud desafiante. El flaco levantó mi preciada Blickensderfer, como si fuera a lanzarla contra nosotros. Eso me horrorizó. No obstante, en cuanto vieron las armas apuntándoles, decidieron recular. Su semblante hostil cambió, volviéndose medroso. Servilmente suplicaron que no les hiciéramos daño. El bebé comenzó llorar.
Los gendarmes intervinieron para aprehender a los ladrones, mientras yo me dirigí a donde estaban mis cosas y comencé a examinar mi máquina para comprobar que no tuviera ningún daño. Los curiosos que nos habían acompañado también quisieron entrar, pero el militar los echó fuera.
—Espero que no le falte nada —señaló con amabilidad.
—Creo que está todo —respondí, aunque no estaba seguro—. Le agradezco su ayuda, señor… perdón, teniente…
—Martín Urdaneta, teniente de caballería —dijo con aplomo.
—Muchas gracias. Mi nombre es Tristán Quintanilla. No sé qué hubiera hecho sin su ayuda. Me siento en deuda con usted, estoy para servirle.
—Olvídelo. Lo importante es que todo salió bien. Es mejor que en lo sucesivo tenga más cuidado.
Todos regresamos a la estación con los ladrones maniatados. Los policías actuaban con ridícula suficiencia, como si el arresto hubiera sido iniciativa suya, y no del teniente. Cada dos pasos propinaban empellones y golpes mal disimulados a los detenidos aunque estos no opusieran resistencia.
El jefe de la estación fue enterado de los hechos y gestionó lo necesario para que resguardaran a los delincuentes. Una vez que recuperé mis pertenencias no deseaba otra cosa que irme lo más pronto posible de allí. Estaba exhausto y hambriento. Sin embargo, se me informó que debía acompañar a las fuerzas del orden al cuartel de policía para relatar cómo había ocurrido todo y firmar la denuncia policial.
Volví a agradecerle al teniente su ayuda. Él se despidió cortésmente de mí y se retiró mientras yo me quedaba a esperar la conclusión del papeleo. Allí estuve casi dos horas, tiempo durante el cual repasé lo ocurrido. Me sentía orgulloso de mí mismo. Nunca me he considerado valiente; sin embargo, había logrado recuperar mis cosas en lugar de quedarme con los brazos cruzados, lamentándome del robo.
También pensé en los hombres que me habían arrebatado mis cosas. Eso me hacía sentir una inexplicable incomodidad. Ambos ladrones merecían la cárcel, eran bandoleros. No obstante, el recuerdo de la casucha en la que vivían, la mujer con el pequeño, el grabado con la Virgen y el lamentable estado de la vivienda me provocaban tristeza. Sentí pena por ellos.
Finalmente, a eso de las seis de la tarde, llegaron dos vehículos. En uno subieron al de la camisa a azul y al flaco. Yo abordé el otro. Durante el camino uno de los gendarmes, de manera comedida, me dijo que, por favor, no mencionara nuestra discusión, ni la intervención del militar; sus superiores podrían malinterpretar los hechos al conocer aquellos detalles. Respondí que no diría nada y nos estrechamos la mano sellando el acuerdo. Se llamaba Apolinar. Después de un tiempo tendría la oportunidad de cobrarme aquel favor.
Cuando llegamos al cuartel de policía, de nueva cuenta me vi obligado a relatar los hechos. Mientras hablaba, un escribiente consignaba todos los detalles. Más adelante tendría que ratificar las acusaciones ante el agente del ministerio público en el juzgado de instrucción, así que debía estar disponible cuando fuera requerido. El funcionario me preguntó de dónde venía y qué estaba haciendo en la ciudad.
—Soy de Jalapa —expliqué—. Vine a la capital a trabajar.
—¿Así que en este momento no tiene empleo? —me preguntó receloso el oficial.
—Acabo de llegar. Ni siquiera me he instalado en la casa de huéspedes. Pero tengo una recomendación para trabajar en El Imparcial.
—¿Una recomendación? ¿De quién?
—Del obispo de Veracruz, monseñor Joaquín Arcadio Pagaza —expliqué, al tiempo que sacaba la carta del bolsillo interior del saco, pero el funcionario no mostró interés en leerla—. Es muy amigo del director del diario. Siempre he querido ser periodista, sabe usted. Sé escribir a máquina bastante bien y en Veracruz trabajé durante un tiempo como…
—Está bien, entiendo, no me explique más. Estoy demasiado ocupado para historias. Puede irse, pero déjele al secretario su dirección. Ya lo llamaremos —dijo en ese momento; pero nunca lo hicieron.
Antes de irme no pude dejar de preguntar un tanto acortado.
—¿Qué harán con los dos hombres que intentaron robarme?
—Ah, qué usted. Qué se fija, son raterillos comunes, gentuza del arroyo; no vale la pena preocuparse por ellos. Terminarán, como todos, en la Cárcel de Belén.
Cuando salí de aquel lugar el viento frío me cruzó el rostro con ráfagas hirientes. La calle estaba desierta. No había personas ni coches a la vista. Ignoraba qué tan lejos quedaba la pensión en la cual me alojaría. Intenté regresar al cuartel para pedir informes, pero cambié de idea; ya había tenido suficiente. Tomé mis maletas y eché a caminar.
2
SOLO preguntando una y otra vez logré llegar al número 17 de la Calle de la Magnolia. Eran alrededor de las diez de la noche. Me dolían los pies a causa de la caminata, además, el peso de las maletas había provocado que ya no sintiera los brazos.
El portón estaba cerrado y por más que golpeé con la pesada aldaba en forma de mano, nadie acudió a abrirme. En las ventanas no se veía ninguna luz. Continué tocando durante varios minutos hasta que, finalmente, escuché una voz de mujer del otro lado.
—¿Quién va? ¿Qué se ofrece?
—Buenas noches, soy Tristán Quintanilla. Busco a la señora Martina Meléndez.
—¿Para qué la quiere?
—El señor Arnulfo Quintanilla, mi padre, le envió un telegrama hace unos días avisándole de mi llegada. Dejó apartada una habitación para mí.
—Ay, señor, vea usted; ya es muy noche.
—Sí, lo sé, pero no pude llegar antes.
Escuché el ruido de un cerrojo al ser descorrido. La puerta se abrió, primero unos centímetros y luego por completo, mostrándome el rostro una mujer bajita de unos cuarenta años que me observaba con cierta desconfianza. Se cubría del frío con un rebozo y sostenía un quinqué.
—Yo soy Martina Meléndez. Pensé que ya no iba a llegar, lo esperábamos como a mediodía.
—Lo siento mucho, tuve un pequeño percance en la estación y sinceramente no me fue posible…
Tras algunos instantes de duda, la mujer se hizo a un lado para permitirme el paso a un penumbroso recibidor. La única fuente de luz era la del quinqué.
—Tuvo suerte de que aún no me fuera a dormir —dijo y agregó—: Le informo que esta es una pensión decente. No acostumbro recibir a nadie después de las nueve y media, pero con usted haré una excepción. Venga por aquí.
Del recibidor pasamos a una estancia en la que logré distinguir una larga mesa, varios sillones y otros muebles. Salimos a un patio y, al final de este, había una escalera por la que subimos. El único ruido era el canto de los grillos.
—Veo que viene usted muy cansado, así que no lo molestaré en este momento con sus datos. Eso podemos dejarlo para mañana. Qué pena no poder ayudarlo con sus maletas; el empleado que se ocupa de eso ya se fue.
—No se preocupe, yo puedo con ellas —dije, aunque la verdad es que cada paso me resultaba un martirio.
—Y tampoco puedo ofrecerle nada de cenar —agregó—, pues apagamos el carbón y no quedó prácticamente nada en la cocina. ¿Se conformaría con pan y leche?
—Sí, muchas gracias —respondí.
Me condujo por un pasillito con varias puertas. Nos detuvimos en una de ellas. Una vez adentro fue hasta la mesa y encendió una lámpara de aceite.
—Esta será su habitación. No es muy grande pero, como verá, está limpia y la ventana da a la calle. El retrete se encuentra afuera, en el patio. Aquí no tenemos electricidad, ni otras extravagancias de gente rica, pero no le faltarán sábanas limpias ni comida caliente. ¿Qué le parece?
Le respondí que el sitio estaba muy bien, y pensé que era mejor de lo que esperaba, aunque, la verdad sea dicha, lo mismo habría afirmado si en lugar de esa habitación me hubiera asignado una caballeriza. Estaba tan extenuado que me daba igual; lo único que deseaba en ese momento era dormir. Por desgracia aún tuve que esperar a que me trajera el pan y la leche prometidos, los cuales devoré en un instante. En cuanto la mujer se fue, me quité los botines y me tumbé en la cama con la ropa puesta.
Poco antes de caer dormido pensé en mi familia. Me pregunté qué estarían haciendo mis padres y mis hermanos en ese momento. Seguramente habrían terminado de cenar y estaban conversando en la mesa antes de irse a dormir. Un pensamiento me llevó a otro y fue así como recordé lo ocurrido una mañana, poco antes de salir de Jalapa. Estaba sentado en una banca del Parque Lerdo reflexionando sobre mi futuro. Entre mis familiares y compañeros de escuela tenía fama de raro porque me gustaba pasar mucho tiempo solo, pensando en mis cosas y leyendo novelas. Era fanático de Los tres mosqueteros y Las aventuras de Rocambole. Unos decían que terminaría volviéndome loco; otros, que como ya llevaba gafas solo me faltaba el bastón para lucir como los viejos que se sentaban en las bancas de la plaza para tomar el fresco al anochecer.
Aquel día en particular me encontraba bastante inquieto. La posibilidad de ir a la Ciudad de México y hacerme periodista ya no era una fantasía, sino una realidad. Me había costado mucho trabajo conseguir el permiso de mis padres, quienes no entendían por qué deseaba irme tan lejos para meterme en un oficio que, de todas maneras, no me daría para vivir. Papá quería que me quedara en Jalapa para trabajar, al igual que mis hermanos, en el negocio familiar. Sin embargo, al ver que mis intereses eran otros, me propuso que estudiara leyes allí mismo, en Jalapa. Una vez que me recibiera, podría dedicarme a lo que me viniera en gana. No estuve de acuerdo, y aunque siempre he respetado a mi padre, me mantuve firme. “Si no me deja ir a la capital —le dije— me volveré poeta”. La amenaza lo dejó sin palabras. Al parecer, la idea de ver a su hijo convertido en poeta era más de lo que podía soportar.
Debo decir en favor de mi padre que cualquier otro hubiera considerado inaceptable una actitud como la mía. Tal rebeldía era castigada severamente, pues un hijo no debía contradecir los deseos de su progenitor. Sin embargo, papá y mamá eran personas comprensivas y, en el fondo, ambos se daban cuenta de que, a diferencia de mis hermanos, yo no haría buen papel en la fábrica de sombreros de la cual era dueño mi padre. Tampoco tenía madera de abogado. De esta forma, llegamos a un acuerdo: mi padre pagaría mi estancia en la Ciudad de México durante cinco meses. Si en ese tiempo lograba abrirme camino y sostenerme por mis propios medios, accedería a que ejerciera el periodismo. En caso contrario, debería regresar a Jalapa y hacer lo que él ordenara.
Así pues, me había salido con la mía. Más aún, por intervención de la maestra de mi hermana, la profesora Concepción Quirós Pérez, directora de la Escuela Industrial para Señoritas y gran amiga del obispo de Veracruz, había conseguido una carta de recomendación firmada por él y dirigida al director de El Imparcial, don Rafael Reyes Spíndola. ¿Qué más podía pedir?
Sin embargo, pocos días antes de abordar el ferrocarril interoceánico y alejarme de mi amada tierra, comencé a sentir miedo. Por primera vez fui consciente de la barbaridad que estaba a punto de cometer: dejaría atrás familia, amigos y todo lo que conocía para irme a una ciudad lejana y desconocida sin más armas que una máquina de escribir y una carta de recomendación. ¿Qué pasaría si no resultaba? ¿Sería capaz de volver a casa y dar la cara? ¿Lograría soportar la burla de la gente? Pensé que, quizá, no era tan buena idea después de todo. ¿En qué me basaba para creer que podría destacar en el periodismo? Mis logros hasta ese momento eran muy modestos, si acaso un par de artículos pequeños en El Correo de Orizaba y uno más largo sobre las fiestas de mi pueblo en El Dictamen de Veracruz. No era mucho. Más bien, no era nada. Con esos antecedentes, ¿cómo se me había ocurrido que podría trabajar en el que, según creía, era el mejor periódico de México?
En ese momento, como si hubiera sido invocada por una fuerza superior, la maestra Quirós pasó por el parque Lerdo. A sus sesenta y cuatro años conservaba mucha de la vitalidad y el entusiasmo que la habían caracterizado siempre. De seguro iba a su casa, en la calle Emparan. Al verme, se aproximó sonriendo a la banca en la que me encontraba sentado.
—¡Qué sorpresa! Aquí está nuestro futuro periodista —dijo juntando las manos.
—Buenos días, maestra —de inmediato me puse de pie.
—¿Está usted listo para la gran aventura?
—Pues, verá, ya no estoy tan seguro. He estado pensando y…
—¡Jesús! ¡Un momento! —me interrumpió—. ¿Cómo dice? ¿Cómo que ya no está tan seguro?
—Tal vez debería esperar. No sé, adquirir más experiencia y luego, pues.
La sonrisa se borró del rostro de la profesora. Se cruzó de brazos.
—Escúcheme usted muy bien, Tristán Quintanilla —su tono de voz me resultaba desconocido—, voy a hacer como que no escuché lo que dijo, voy a borrar de mi memoria sus palabras. Usted no pudo haberlas dicho porque, después de tanto esfuerzo, después de haber logrado convencer a sus padres y de haber involucrado a tantas personas en su empresa, incluyéndome a mí y al señor obispo, no puede echarse para atrás. No lo creo tan tonto como para desperdiciar una oportunidad como la que se le presenta, ni tan irresponsable como para jugar de esa forma con su futuro. No está obligado a ir. Es usted libre de decidir sobre su vida, es cierto, pero no lo veo vendiendo sombreros. Tampoco tiene pinta de abogado. Quizá le entró miedo. Eso es normal, pero no es razón para renunciar.
No supe qué responder, así que me quedé callado. La profesora Quirós también permaneció en silencio durante unos instantes. Fue un momento incómodo que, por fortuna, duró poco. Finalmente, una sonrisa volvió a dibujarse en su rostro.
—Buena suerte y no olvide escribir de vez en cuando para contarme cómo le va —dijo mientras retomaba su camino.
Así fue como, días después, acompañado de mis padres y mis hermanos, fui a Veracruz con el fin de abordar el tren que me conduciría a la Ciudad de México.
3
AL día siguiente, sábado 12 de enero, tocaron a la puerta de la habitación para anunciarme que el desayuno se serviría en media hora. Era una voz femenina, pero no me pareció que fuera la de la señora Meléndez. Sonaba mucho más joven. Me levanté con gran esfuerzo y, tras ponerme las gafas, tomé mi reloj del buró, donde lo había dejado, junto con unas monedas, mi cortaplumas y la llave del cuarto. Eran las ocho de la mañana. No acostumbraba despertar tan tarde. En casa solía levantarme a las cinco y media, de lunes a viernes; los fines de semana un poco después, pero jamás a las ocho, pues mi madre no lo permitía. A manera de justificación, me dije que el día anterior había sido una jornada agotadora y era natural haber dormido de más.
Casi de inmediato volvieron a tocar a la puerta. Me levanté y crucé la habitación para abrir. Sentía un intenso dolor en los brazos, resultado de haber cargado mis maletas mientras recorría la ciudad en busca de la pensión. Al pasar frente al espejo del ropero me vi reflejado en él; lucía desastroso, con el pelo en desorden, la corbata desanudada y la ropa del día anterior llena de arrugas. Al principio no me importó, pero en cuanto abrí la puerta y vi a la linda muchacha que estaba afuera, me sentí avergonzado de mi aspecto. Era una chica morena y esbelta, más o menos de mi edad, que traía un aguamanil y una jofaina de loza. Me miró con sus enormes ojos negros sin dar importancia a mi turbación —al menos eso pensé.
—Mi madre le manda esto —dijo con sequedad.
—Gracias —respondí tomando los utensilios y simulando cierta indiferencia.
Tras lavarme la cara, me puse la camisa menos arrugada que encontré en mi revuelta maleta y bajé a desayunar. Al entrar en la estancia vi con más claridad lo que la noche anterior solo habían sido sombras: la planta baja era una amplia habitación decorada de manera sencilla, pero con buen gusto y dividida en dos por un arco. Una sección estaba ocupada por la sala de estar y la otra por el comedor. Una puerta situada a la derecha conducía, según supe después, a la cocina y a la bodega. Había dos grandes ventanales que daban a la calle y uno más desde el que se podía ver el patio.
El comedor contaba con una larga mesa a la que estaban sentadas varias personas. Algunas levantaron la vista en cuanto entré, el resto discutía acaloradamente o leía algún diario. Tras saludar un tanto mosqueado, tomé asiento en el único lugar libre. En ese momento entró la señora Meléndez con una olla; detrás venía la muchacha que había visto poco antes, sosteniendo una jarra de vidrio con leche y una de barro que, supuse, contenía café.
—Buenos días, caballero —dijo la señora Meléndez dirigiéndose a mí—. ¿Qué tal durmió?
—Muy bien, muchas gracias —era verdad, pues había caído completamente rendido.
—¿Alguna queja de la habitación?
—No, la verdad, ninguna. Todo está muy bien —aseguré con cortesía.
Tras poner la olla sobre la mesa, la cual contenía tamales, procedió a presentarme con los pensionistas. Dos de ellos no interrumpieron el debate que sostenían, así que la señora Meléndez los hizo callar de manera amable pero enérgica.
—A ver, un poco de atención, por favor. Dejen de discutir por un momento y escuchen: este es el señor Quintanilla, nuestro nuevo huésped. Es originario de Veracruz y estará con nosotros una temporada.
Volví a saludar, esta vez con un asentimiento y un intento de sonrisa. Luego la señora Meléndez me presentó a cada una de aquellas personas. Había un matrimonio maduro de apellido Servín, procedente de Guadalajara; un profesor de escuela, moreno y de aspecto malhumorado que se llamaba Eulogio; las señoritas Palma —Marta y María—, que eran hermanas y a quienes les calculé entre cuarenta y cinco y cincuenta años; y un viejo español de boina descolorida y dientes amarillentos, el señor Zubizarriaga.
—¿Cómo lo toma? —me dijo la joven morena, quien se había acercado a mí sin que lo notara.
—¿Perdone usted? —me desconcertó la forma tan confiada en que me abordaba.
—El café. ¿Lo toma solo o con leche?
—Ah, con leche, si es tan amable.
Después supe que aquella joven se llamaba Matilde y que era la hija de la señora Meléndez. Mientras me servía noté su hermoso pelo recogido en un moño y sus labios gruesos y carnosos. La miré durante unos momentos y advertí que me sostenía la mirada, en lugar de bajar la vista como hacen las muchachas de mi tierra. Ese detalle me llamó la atención.
—¿Así que es usted de Veracruz? —preguntó una de las señoritas Palma—. ¿De qué parte exactamente?
—De Jalapa —respondí con amabilidad.
—Bonito lugar —comentó la otra hermana—. Bueno, en realidad nunca he estado allá, pero dicen que es bonito.
—Y a ver, ¿qué opina de lo que está ocurriendo en su tierra, joven? —intervino el profesor Eulogio.
—¿Ocurriendo? —mi sorpresa fue evidente.
—¿Cómo? ¿Acaso no está usted enterado? ¡Esto es realmente increíble! —el tipo parecía irritado.
Entonces intervino el español, quien en tono condescendiente suavizó las cosas.
—Acabáramos, déjele en paz, Eulogio. No agobie al chaval, ¡que acaba de llegar, hombre! ¿Qué va a pensar de nosotros?
—¡Es que no me entra en la cabeza! ¡No concibo que la gente no sepa lo que ocurre en su propio país… aunque esté sucediendo frente a sus narices!
El español resultó un sujeto bastante simpático. De inmediato me explicó a qué se refería el profesor: apenas el lunes pasado había ocurrido un motín en una fábrica de tejidos, ubicada en Río Blanco, cerca de Orizaba. Los obreros iniciaron una huelga y las cosas terminaron muy mal. Los inconformes lanzaron piedras y trataron de quemar la fábrica, pero la policía rural lo impidió. El problema no terminó allí, pues los trabajadores estaban tan molestos que incendiaron la tienda de raya y varias casas de gente importante, luego fueron a la cárcel local y liberaron a los presos. Las tropelías continuaron hasta que intervino el ejército. Al parecer, el 13° Batallón abrió fuego contra los manifestantes.
—Hicieron bien —intervino el señor Servín—. No se pueden permitir ese tipo de desmanes; no señor. El gobierno ha sido muy tolerante con los revoltosos, pero todo tiene un límite. Es necesario mantener el orden y hacer valer la ley.
La señora Servín asintió con expresión grave, indicando con este gesto que apoyaba lo dicho por su marido.
—Le informo, señor Servín, que el ejército disparó contra gente desarmada —reviró el profesor Eulogio en tono beligerante—. Eso no es mantener el orden, ni hacer valer la ley, eso es asesinar a la población a sangre fría. Se sabe que había mujeres y niños entre las víctimas. Los muertos fueron muchos. ¡Se habla de cincuenta personas!
—¿Cincuenta? Exagera profesor, como siempre. ¿De dónde saca tanto muerto? —se burló el señor Servín—. El periódico dice muy claramente que hubo una docena de bajas entre la población, lo cual era inevitable dadas las circunstancias.
—¿De qué periódico me está usted hablando? —ironizó a su vez el profesor—. ¿De El Universal? ¿De El Popular? Esos solo dicen lo que el gobierno les ordena.
—Estoy hablando de El Imparcial.
—¡Hombre de Dios! ¡No me haga reír! Ese es el peor de todos. Ese periodiquejo es un simple portavoz de Díaz y de su política. Todo lo que se dice en sus páginas es mentira.
—¡Calma, calma, señores! —intervino finalmente la señora Meléndez—. En esta casa no tolero que se hable de política y menos que se critique al general Díaz. Vamos cambiando de tema. El joven Quintanilla va a pensar que somos unos barbajanes.
Los ánimos se calmaron poco a poco. La señora Meléndez no solo era la dueña de la pensión, sino que, a juzgar por lo que acababa de ver, gozaba de una autoridad indudable sobre la tertulia. En la mesa reinó entonces el silencio y todos comenzamos a disfrutar de nuestros tamales. Pasado un rato, una de las señoritas Palma me preguntó qué había venido a hacer a la ciudad. No supe qué responder. Después de escuchar lo que pensaba el profesor Eulogio sobre El Imparcial, no me atreví a decir que estaba allí para trabajar precisamente en dicho diario. Hasta entonces nunca había oído que alguien se expresara de manera desfavorable de ese periódico y lo atribuí al resentimiento o a la ignorancia. Por fortuna, cuando estaba a punto de decir que estaba en la capital para laborar como mecanógrafo, llamaron a la puerta. Eso me evitó tener que decir una mentira.
—Debe ser el carbonero que viene a cobrar lo que le debo de la semana —dijo la señora Meléndez—. Ve a abrirle, Matilde, y dile que me espere en el patio…
El resto del desayuno transcurrió en calma. La polémica sobre los huelguistas no se reavivó y la señorita Palma no volvió a preguntar la razón por la cual estaba en la ciudad. La conversación tomó diversos caminos sin que me sintiera obligado a participar. La verdad, prefería permanecer callado; sin embargo, casi al final, los huéspedes quisieron saber qué haría durante el fin de semana. Cuando les dije que saldría a conocer la ciudad, todos me hicieron recomendaciones.
Me dijeron que lo primero era ir a Catedral a oír misa. Después podría pasear por 5 de Mayo, Plateros y San Francisco y llegar a la Alameda, donde los domingos tocaban bandas militares. En esas avenidas había muchas cosas que ver. Y no podía dejar de pasear por las nuevas colonias de la ciudad, como la Cuauhtémoc o la Roma. Me recomendaron asistir al Circo Orrín, al Teatro Arbeu, o al Principal, donde a veces montaban comedias y zarzuelas muy buenas. Si me gustaba el cinematógrafo no podía dejar de ir a la Sala Pathé, al Riva Palacio o al Salón Rojo. Había carpas donde también se proyectaban vistas y se representaban comedias, pero esos lugares no me los aconsejaban porque, según las señoritas Palma, eran sitios muy sucios a los que asistía gente ruin. Y si prefería la buena música, lo ideal era el Conservatorio, donde solían tocar orquestas y solistas de primera.
Las señoritas Palma ofrecieron llevarme a ver los títeres de la compañía Rosete Aranda y el señor Servín dijo que, si yo quería, me invitaba a las carreras de caballos del Hipódromo de Peralvillo, las cuales eran organizadas por el Club Hípico Alemán. El señor Zubizarriaga le dijo al señor Servín que era un anticuado, que las carreras de caballos ya no estaban de moda. Lo más nuevo, afirmó, eran las carreras de automóviles. Esas sí resultaban emocionantes porque siempre había accidentados y hasta muertos.
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EL FIN de semana visité el centro de la ciudad junto con el señor Zubizarriaga, quien amablemente se ofreció a acompañarme. Recorrimos calles al azar, conocí la Catedral, el Portal de Mercaderes y varios lugares más. De regreso, me dio tiempo de redactar dos cartas: una para mis padres y la otra para la entrañable profesora Quirós. En ellas les conté lo ocurrido a mi llegada a la estación y les hablé de la pensión de la señora Meléndez y de sus curiosos huéspedes.
El lunes por la mañana, armado con un plano de la ciudad que el señor Zubizarriaga insistió en prestarme, salí de la pensión y tomé un tranvía en la esquina de Magnolia y Lerdo. Al subir le pedí al maquinista que me avisara en cuanto llegáramos a la calle del Puente Quebrado. El vehículo avanzó traqueteando lentamente en medio del tráfico, pues a pesar de que aún era temprano, ya circulaban por las calles numerosos carruajes.
Al pasar junto a la Alameda, el tranvía se detuvo varios minutos mientras una multitud lo abordaba. Aproveché esa pausa para observar a través de la ventanilla el esqueleto de hierro de una estructura rodeada de andamios y cercada por una valla. Su tamaño me impresionó. Después supe que eran las obras del nuevo Teatro Nacional, un palacio destinado a las artes que, según los entendidos, sería uno de los más bellos del continente. En ese momento era solo un montón de metal y cemento, cuya cúpula me recordó una inmensa pajarera.
El tranvía se puso en movimiento y enfiló por San Juan de Letrán, pasó 5 de Mayo, San Francisco, Zuleta y Ortega, según el plano que llevaba conmigo.
—¡Puente Quebrado! —gritó el conductor.
Descendí con gran dificultad, pues el vehículo estaba repleto. Una vez abajo emprendí la marcha pensando que me tomaría algún tiempo llegar a las oficinas de El Imparcial, pero descubrí que estas se ubicaban en la cuadra siguiente, en una elegante construcción de cuatro plantas que hacía esquina con la calle De las Damas. Saqué mi reloj y comprobé que había llegado demasiado temprano; aún faltaban cuarenta y cinco minutos para mi cita.
Decidí hacer tiempo recorriendo las calles aledañas. La gente pasaba apresurada a mi lado, empujando a quienes caminaban con más lentitud y abriéndose paso a codazos. Supongo que iban con retraso a sus respectivos empleos. La agitación que advertía me provocaba vértigo; todo ocurría con demasiada rapidez en aquella ciudad. Algo así no se vería jamás en Jalapa. La mayoría de los comercios todavía no abría sus puertas, pero los merenderos y los cafés ya estaban funcionando y a través de los ventanales, entre nubes de humo de tabaco, vi a hombres que desayunaban mientras discutían haciendo grandes ademanes.
De regreso en las oficinas del periódico un empleado me detuvo para preguntarme qué deseaba. Cuando se lo expliqué, me informó que me había equivocado: por allí se llegaba a los talleres, la entrada a la redacción era por la calle De las Damas. Así pues, volví sobre mis pasos y, tras subir dos tramos de escalera, llegué a una recepción donde volví a explicar el motivo de mi presencia. Dije que tenía una entrevista de trabajo con el señor Reyes.
—El director no recibe a nadie sin cita —me explicó de mala gana el empleado.
Entonces procedí a entregarle el sobre con la carta de recomendación del obispo. El empleado leyó el documento y me dijo que esperara un poco, que iría a preguntar. Al volver, me permitió la entrada y fui conducido al siguiente piso, donde tuve que esperar en una amplia sala amueblada con sillones de cuero y mesas de madera oscura. Pensé que estaría allí poco tiempo, pero los minutos fueron transcurriendo sin que nadie me llamara. Incluso llegué a pensar que se habían olvidado de mí.
En una mesa había varios ejemplares de El Imparcial de ese día. Tomé uno para hojearlo. En primera plana, el diario informaba sobre la cornada que había sufrido el día anterior, en la Plaza México, el matador sevillano Antonio Montes. Según el parte rendido por el médico de la plaza, la herida era de tal gravedad que se temía por la vida de Montes. La noticia estaba acompañada de un dibujo en el que se veía al torero volando por los aires tras ser embestido por un burel de aterradores cuernos con el inquietante nombre de Matajacas.