I IMPENITENTE
II TODO TIENE GRIETAS
III EL SUPERPADRE
IV HOLA, MUNDO CRUEL
V YESHUA
VI ETCÉTERA
VII LA LIGA INTERNACIONAL DE LOS CULPABLES SEGUNDA PARTE
VIII CONSECUENCIAS
NOTAS
Título:
Impenitente. Una defensa emocional de la fe
© Francis Spufford, 2012
Edición original en inglés: Unapologetic. Why, despite everything, christianity can still make surprising emotional sense Faber and Faber, 2012
De esta edición:
© Turner Publicaciones S.L., 2014
Rafael Calvo, 42
28010 Madrid
www.turnerlibros.com
Primera edición: abril de 2014
ISBN: 978-84-16142-77-4
Diseño de la colección:
Enric Satué
Ilustración de cubierta:
Enric Jardí
La editorial agradece todos los comentarios y observaciones:
turner@turnerlibros.com
Reservados todos los derechos en lengua castellana. No está permitida la reproducción total ni parcial de esta obra, ni su tratamiento o transmisión por ningún medio o método sin la autorización por escrito de la editorial.
A
Jessica
Judith
David
mis tres reverendos doctores
Mi hija acaba de cumplir seis años. En algún momento del año que viene descubrirá que sus padres son raros. Son raros porque van a la iglesia.
Esto quiere decir que según vaya creciendo cada vez más voces le dirán qué significa eso, y se lo dirán cada vez más fuerte, y cuando llegue a la adolescencia se lo gritarán en el oído. Quiere decir que creemos en absurdeces de la Edad del Bronce. Quiere decir que no creemos en los dinosaurios. Quiere decir que somos dogmáticos. Que nos sentimos moralmente superiores. Que somos fetichistas del dolor y el sufrimiento. Que defendemos un buenismo insípido. Que prometemos un paraíso en el cielo a los oprimidos. Que somos defensores de causas perdidas y no comprendemos las fuerzas del mercado generadoras de riqueza. Que somos tan cretinos que ni siquiera nos damos cuenta de lo irracionales que son nuestras creencias. Que construimos estructuras intelectuales de una complejidad ridícula, plagadas de distinciones sin sentido sobre los endebles cimientos de una fantasía. Que defendemos la familia nuclear con todos sus estereotipos y su microtiranía. Que somos enemigos de los placeres corrientes de la vida familiar, como la paternidad, ir de compras, disfrutar del sexo y tener un coche. Que nos erigimos en jueces implacables. Que dejaríamos en libertad a los asesinos para que volvieran a matar. Que creemos que todo el que no piensa como nosotros se consumirá en el fuego eterno. Que somos tan malos como los musulmanes. Que somos peores que los musulmanes, porque los musulmanes son seres primitivos de quienes no cabe esperar nada mejor. Que solo somos mejores que los musulmanes porque nuestras convicciones ya no nos hacen más valerosos. Que somos infantiles y no sabemos vivir sin un papá ilusorio en el cielo. Que destruimos la espontaneidad y las ilusiones de los niños inculcándoles una mitología enfermiza. Que nos oponemos a la libertad, los derechos humanos, los derechos de los homosexuales, la autonomía moral del individuo, el derecho de la mujer a decidir sobre su cuerpo, la investigación con células madre, el uso de condones en la lucha contra el sida y la enseñanza de la biología evolutiva. Que nos oponemos a la modernidad. Al progreso. Que creemos que todo el mundo debe plegarse a la autoridad. Que la jerarquía nos parece sagrada. Que tratamos a los transexuales con desprecio, en plan “nogracias”, pero sin embargo nos parece lo más normal del mundo que unos hombres de mediana edad vistan faldones de color púrpura. Que ocultamos los abusos sexuales infantiles porque nos importa más el poder que la justicia. Que somos los villanos de la historia, siempre en contra de todas las luchas por la libertad humana. Que si a veces ha podido parecer que defendíamos esas luchas, en realidad no era cierto: o bien no se luchaba por lo que aparentemente se luchaba, o bien no se luchaba por las razones que por las que se afirmaba. Que hemos proporcionado coartadas piadosas al racismo, al imperialismo, a las guerras de conquista, a la esclavitud y a la explotación. Que hemos fabricado causas imaginarias para que las personas de carne y hueso se maten entre sí. Que estamos anclados en el pasado. Que destruimos las culturas tribales. Que creemos que el mundo se va a acabar. Que queremos contribuir a que el mundo se acabe. Que enseñamos a la gente a odiar su manera de ser natural. Que queremos que la gente tenga miedo. Que queremos que la gente sienta vergüenza. Que tenemos un amigo imaginario. Que creemos en un duendecillo que vive en el cielo y nos postramos ante un dios tan real como Papa Noel. Que preferimos las Sagradas Escrituras a las novelas, los predicadores a los cuentacuentos, la certeza a la duda, la fe a la razón, la ley a la compasión, los colores primarios a los matices, la censura al debate, el silencio a la elocuencia, la muerte a la vida.
Pero, mira tú por dónde, estas no son las malas noticias. No son más que las objeciones de gente a quien la religión le interesa lo suficiente para buscar objeciones serias o para tomar prestada una colección de objeciones recreativas de Richard Dawkins o Christopher Hitchens. Es posible que sean un batiburrillo de acusaciones, un revoltijo de verdades, medias verdades y falsedades sacadas de épocas de la historia cristiana y de rincones del mundo cristiano radicalmente distintos, que toman continuamente la parte por el todo (cuando les perjudica) o el todo por la parte (cuando les conviene), pero al menos reconocen que en algún lugar existe algo llamado religión y dotado de la concreción y la importancia suficientes para odiarlo. De hecho hay cierta devoción en la manera en que los fans de Dawkins convierten en un hobby estimulante la reflexión sobre las creencias de otras personas. Los dawkinistas británicos seguramente envidian la intensidad de la lucha antirreligiosa en Estados Unidos, aunque algunos incluso consiguen sentirse oprimidos por la iglesia de Inglaterra, cosa nada fácil. Debe de hacer falta habilidad y delicadeza para operar a una escala tan diminuta; debe de ser algo parecido a bordar o a jugar al futbolín o a meter una maqueta de tren en un portafolios.
No: el mensaje de verdad doloroso que recibirá nuestra hija es que somos un incordio. Para la mayoría de los que no son nuevos ateos o viejos ateos y no sienten ninguna pasión por el asunto, ni negativa ni positiva, los creyentes no somos raros porque seamos malvados. Somos raros porque somos inexplicables, porque no habiendo ninguna necesidad, tal como puede ver cualquiera con dos dedos de frente, nos comprometemos con una serie de costumbres incómodas y absurdas que desentonan con el fondo de la vida moderna, que llaman demasiado la atención, y no precisamente por su importancia o sus principios o porque merezcan respeto, sino más bien como esas personas que se visten de una forma horrenda y nos hacen parpadear, mirar a otro lado y preguntarnos si la persona en cuestión tendrá alguna deficiencia cerebral. Los creyentes son gente con el pelo cortado a tazón que lleva anorak en agosto y usa jerséis de lana de color vómito hechos a mano. O, pasando de la metáfora de la indumentaria al terreno de los elementos conductuales en los que en realidad se basan nuestros juicios, los creyentes son gente que intenta incluir a Jesús en la conversación en medio de una fiesta; gente que no sabe dónde meterse y que daría lo que fuera por portarse como seres humanos normales; gente siempre empeñada en crear un silencio solemne que invita a eructar o a tirarse un pedo, a un poco de subversión. Los creyentes somos gente que, las raras veces que alguien no tiene más remedio que escucharnos, por ejemplo en una boda o un funeral, aprovechamos la ocasión para derramar en los oídos ajenos el remedo de una ingenua función navideña de colegiales. Y además de ser infantiles y rastreros y solemnes y torpes, nos asociamos voluntariamente con una ortodoxia casposa y pasada de moda, con una Autoridad que ha perdido toda su autoridad. No hay nada tan triste –desde el punto de visto del estilo– como el gusto que predominaba antesdeayer. Si es que no podíamos evitarlo, si no teníamos más remedio que comprar en la sección general de cosas guays tipo “Que la fuerza te acompañe, joven Skywalker”, al menos podíamos haber elegido algo nuevo y más colorido, algo con un toque de año sabático espiritual y quizá con cánticos y terapias en spas. Pero por el contrario, elegimos edificios antiguos que huelen a flores marchitas, llenos de pensionistas que se las ven y se las desean para seguir el ritmo de “Alabaré, alabaré”. ¿Onda rebelde? No tanto.
Y lo peor de todo, como ya he dicho, es que no hay ninguna necesidad. No se trata de una carencia evidente que este triste asunto viniese a colmar, aunque fuera con tanta torpeza. La mayoría de la gente no tiene en la mente una casilla en forma de Dios a la espera de ser rellenada, y tampoco a los nuevos ateos les falta esa casilla ni la han rellenado con los cáusticos remolinos del vapor de la polémica. A la mayoría de la gente la vida le ofrece una amplia gama de amores y odios, de alegrías y penas, además de un marco moral para comprenderlos y también un espacio para el asombro y la trascendencia sin ninguna necesidad de religión. Los creyentes venden la solución a un problema que no existe, y esta solución es además incómoda: es una solución que no sabe bailar, con las manos sudorosas y sonrisa mema. Y anorak.
Por eso la vida interior de los creyentes es un misterio. En la medida en que puede imaginarse –si es que alguien quisiera imaginarla por alguna razón–, parece algo así como un continuo afán por fingir y resistirse a la realidad, como si un creyente no pudiera permitir que las cosas sean simplemente como son; como si siempre tuviera que traducirlas o dotarlas de una moral, darles un significado adicional innecesario y bastante sentimental. Una puesta de sol no puede ser únicamente parte de esa mezcla de esplendor, crueldad e indiferencia que es el mundo: tiene que ser una bendición del cielo. Una comida es un regalo por el que hay que dar las gracias, aunque los ingredientes los hayas comprado en el súper y te hayan costado equis. El sexo no puede ser el abanico de experiencias al que uno se ha acostumbrado como adulto, y que van del terremoto aislado al cosquilleo agradable y suave: tiene que ser un sí, sí, sí; esa cosa tan especial que sucede cuando las mamás y los papás se quieren mucho. Supongo que todas estas pequeñas negaciones del sentido común reflejan un fracaso del realismo rotundo y fundamental: nuestra vergonzosa dificultad para distinguir, como es básico en la vida adulta, entre lo que existe y lo que se fabrica. Al parecer no entendemos que la magia de Harry Potter, los anillos, las espadas y los elfos de la literatura fantástica, los poderes de los videojuegos, los espíritus malignos y los fantasmas de Halloween son mero entretenimiento. Intentamos tomarlos en serio o, mejor dicho, nos tomamos en serio una determinada parte de ellos. Cometemos el extraño error de categoría de afirmar que nuestros duendes, espíritus o el Monstruo Espagueti Volador existen de verdad fuera de la página y de los programas de animación digital. Los fans de Star Trek o los que quieren ser vampiros no son nada en comparación con nosotros. Nosotros veneramos y nos arrodillamos de verdad. Nos ponemos literalmente de rodillas y nos las arañamos, y nos inclinamos ante el espacio vacío en el que insistimos se encuentra nuestro Espagueti Volador. No es de extrañar que nos esforcemos tanto en eludir el sentido común. Tenemos que taparnos los oídos todo el tiempo (la, la, la: no te oigo) para que no nos llegue el ruido del mundo real.
Lo curioso es que yo lo veo exactamente al contrario. Según mi experiencia, el hecho de creer requiere la máxima atención posible a la naturaleza de las cosas. Son las creencias las que nos obligan a prescindir continuamente de las ilusiones, mientras que el sentido común de nuestros días requiere un fingimiento melifluo. Un fingimiento que incluso podría ser sistemático, de tanto como nuestra cultura lo incentiva. Pensemos por ejemplo en el famoso eslogan del autobús ateo que recorre las calles de Londres. Sí, sí: ya sé que es una manifestación del núcleo duro de los aficionados al descreimiento, gente tan preocupada que vive en un permanente estado de exaltación y negación de la religión, pero en este caso concreto expresan con bastante acierto la sabia opinión común de los descreídos. (En vez de hablar, por ejemplo, de la tetera orbital de Russell). El bus de los ateos dice: “Probablemente Dios no exista, así que deja de preocuparte y disfruta de la vida”. Muy bien: ¿cuál es, en esta frase, la palabra cuestionable, la palabra agresiva, la que se separa tan deprisa de la experiencia humana reconocible y real que ni siquiera tiene tiempo de decir adiós? No es “probablemente”. Los nuevos ateos no hacen ninguna afirmación escandalosa cuando dicen que probablemente Dios no exista. En realidad no hacen ninguna afirmación sustancial en absoluto porque, ¿cómo coño van a saberlo? La cuestión es una conjetura tanto para ellos como para mí. No, la palabra que ofende a la verdad en esta frase es “disfruta”. ¿Perdón?: ¿Disfruta de la vida? ¿Disfruta de la vida? No tengo ninguna objeción neopuritana al placer. El placer es maravilloso. El placer es estupendo. Cuanto más placer mejor. Pero el placer es “una emoción”. Las únicas cosas del mundo concebidas para procurar placer, y lo único que da placer, son productos, pero la vida no es un producto. No podemos desenvolverla y colocarla en un rincón destacado de nuestro apartamento de los Docklands y admirar el brillante reflejo de nuestros focos halógenos en su elegante superficie. Solo a veces, con un poco de suerte, somos capaces de establecer una relación con lo que nos está pasando y contemplarlo con calidez y satisfacción. El resto del tiempo lo pasamos ocupados sintiendo esperanza, aburrimiento, curiosidad, ansiedad, irritación, miedo, alegría, asombro, odio, ternura, desesperación, alivio, hartazgo y todas esas cosas. Es tan absurdo afirmar que en la vida solo deberíamos sentir la emoción del placer como afirmar que deberíamos pasar la vida en un estado de miedo permanente o dando saltos de emoción por algo que está a punto de ocurrir. La vida no es tan unánime. Decir que la vida es para disfrutar (simplemente disfrutar) es como decir que las montañas solo deberían tener cumbres o que todos los colores deberían ser púrpura, o que todas las obras de teatro deberían ser de Shakespeare. Es un error de categoría verdaderamente extraño.
Pero no es necesariamente un error inocente. No es necesariamente un ejemplo inocuo de fingimiento melifluo. En el eslogan que luce el autobús está implícita la idea de que disfrutar sería nuestro estado natural si no estuviéramos “preocupados” por culpa de los creyentes y sus sermones sobre el fuego del infierno. Basta con suprimir la maligna amenaza que entraña hablar de Dios para volver a experimentar un placer continuo bajo un cielo azul. ¿Qué tiene esto de malo, aparte de ser una gilipollez? Bueno, en primer lugar, se deja engañar a ojos ciegas por la mercadotecnia moderna. Puesto que la vida humana ni está ni puede estar hecha de placer, esta afirmación implica aceptar una imagen de la vida en la que las partes más susceptibles de ofrecer placer se convierten en las únicas partes visibles. Si basáramos nuestro conocimiento de la especie humana exclusivamente en la publicidad podríamos pensar que la condición normal de la humanidad es la de una persona atractiva y soltera, de entre veinte y treinta y cinco años, con una excelente musculatura y/o figura, y una buena renta disponible. Hay excepciones, claro está, como esos maduritos acaramelados que consumen Viagra y van de crucero, o esos angelitos tan simpáticos que promocionan el desayuno con cereales, pero el centro de gravedad de la especie humana, nuestra condición por defecto, es ser jóvenes y entusiastas y estar disponibles. Y si obtuviéramos la información exclusivamente del autobús ateo, llegaríamos a la misma conclusión, con la diferencia menor de que, en este caso, el galán del anuncio muestra un leve frunce de preocupación en la frente, por culpa de la fastidiosa idea de que Dios pudiera existir: una arruga que puede eliminarse con una sola aplicación mágica de Razón™.
Estos seres de plástico no necesitan nada que no puedan conseguir yendo de compras. Pero supongamos, como dice el autobús ateo, que eres una mujer de cincuenta y tantos, y vuelves a casa cargada con las bolsas de la compra y temiendo que tu amante, que sufre demencia, haya vuelto a embadurnar las paredes con su propia mierda. Ayer, cuando hizo lo mismo, le diste una bofetada, y se echó a llorar, y se puso perdida de lágrimas y de mocos que también tuviste que limpiarle. Lo único que podría aliviarte sería contárselo a la persona más divertida y deslenguada que conoces, pero esa persona ya no habita en la criatura con la que vas a encontrarte cuando abras la puerta. Un poco de ayuda a domicilio te ayudaría, pero nada podrá devolverte a tu amada, a tu cariño, a tu amorcito, a tu verdadero amor. O supongamos que eres ese jovencito con las piernas como sacacorchos y la cabeza deforme que va en silla de ruedas. Nunca has podido hablar, pero tienes el control suficiente de una mano para teclear mensajes. Ahora la tormenta eléctrica de tu sistema nervioso se está extendiendo también a esa mano, y los dedos pican más errores que palabras legibles. Tu estrecho canal de comunicación con el mundo está a punto de cerrarse, y vas a quedarte solo dentro del cascarón de tu cuerpo. La investigación genética tal vez erradique tu enfermedad en las generaciones futuras, pero a ti no podrá rescatarte. O supongamos que eres la guarrilla del vecindario, la de las rastas que parecen un nido de monos. Hace dos días que dejaste el programa de rehabilitación. Las dos primeras dosis fueron geniales, porque tu tolerancia a las drogas había caído en picado después de dos semanas de abstinencia y comida sana, y el subidón de felicidad volvió a ser como el de las primeras veces. Pero has vuelto al mismo rollo de siempre y empiezas a darte cuenta de que has cagado una oportunidad estupenda. Antes te engañabas, te contabas la historia de desengancharte, pero ahora ves que no es verdad, ahora sabes que no tienes fuerzas. Los servicios sociales se harán cargo de tu hijito. Y en cuestión de media hora se la estarás mamando a alguien por cinco billetes detrás de la parada del bus. Una buena política antidroga podría ayudarte, pero no aliviaría ni la necesidad ni la vergüenza de tener esa necesidad ni la necesidad de borrar la vergüenza.
Entonces, cuando el autobús ateo pasa diciendo que como probablemente Dios no existe deberíamos dejar de preocuparnos y disfrutar de la vida, el tono del eslogan es de lo más inoportuno. Si fuera cierto, esto significaría que todo el que no esté disfrutando de la vida está completamente solo. Las personas de estos tres ejemplos lo están: encerradas en situaciones que no se pueden compartir, atrapados para siempre en celdas en las que ningún otro ser humano puede entrar. Lo que dice el autobús ateo es que no esperes ninguna ayuda. Bueno, no me malinterpreten. Yo no creo que haya ninguna ayuda que esperar en un sentido amplio e importante del término. No creo que vaya a ocurrir nada que altere materialmente la situación en la que se encuentran estas tres personas. Pero dejemos claro cuál es la lógica emocional del mensaje del autobús. Equivale a negar casi por completo la esperanza o el consuelo, salvo en la interpretación más alegre, chillona y adolescente de la condición humana. Hace mil quinientos años san Agustín llamó a esto “optimismo cruel”, y sigue siendo cruel.
O si prefieren ustedes un famoso ejemplo de ñoñería que no solo pretende hacernos creer cómo podría ser la vida sino que llega aún más lejos y se convierte en uno de los fraudes menos convincentes de cómo es la propia gente, pensemos en ese monumental engendro que es la canción Imagine: seguramente el Mi Pequeño Pony de las sentencias filosóficas. John y Yoko de blanco; John ante un piano blanco; John deambulando por las habitaciones blancas de una mansión blanca y soltando todas esas chorradas. Imagina que el cielo no existe. Imagina que el infierno no existe. Imagina que todo el mundo vive la vida en… ¿Hola? ¿Disculpe? ¿Desterramos la religión y todo el mundo empieza a vivir la vida en paz espontáneamente? No sé ustedes, pero según mi experiencia la paz no es el estado de la humanidad por defecto, como tampoco lo es tener una vivienda del tamaño de la de los chicos de la serie Friends. La paz no es ese estado del ser al que regresamos, como el agua que corre monte abajo, cuando ningún elemento del mundo exterior viene a perturbarnos. La paz entre las personas es un logro, es una situación alcanzada con esfuerzo frente a los conflictos de intereses y las dinámicas de dominación propias de primates y la tendencia evolutiva a que nuestras simpatías terminen en la frontera de nuestra tribu. La paz en el mundo es como mínimo difícil, por esa tendencia nuestra a tener una vida emocional en lugar de un espacio vacío entre las orejas, con un polvoriento rayo de sol en el centro y una polilla solitaria dando vueltas sin parar. La paz no es la norma; la paz es rara, y si conseguimos institucionalizarla en una sociedad humana suele ser porque hemos tenido la inteligencia de ser pesimistas en cuanto a las inclinaciones de las personas y hemos encontrado el modo de pulir esa veta enmarcándola en un sistema de profundo recelo mutuo como es la constitución de Estados Unidos, un documento que parte del supuesto de que absolutamente todo el mundo se comportará como un ser corrupto y hambriento de poder a la mínima de cambio. En cuanto a la versión interior, yo no estoy en paz con tanta frecuencia, y dudo de que ustedes lo estén. Y estoy absolutamente seguro de que John Lennon no lo estaba ni de coña. Ese fanfarrón imbécil de Liverpool que era un genio escribiendo canciones, ese chico vestido de cuero que, según parece, en Hamburgo, le dio una patada en la cabeza a su mejor amigo, no dejó de existir solo por ponerse un traje blanco. Lo que parece funcionar en Imagine es la idea –siempre tan del agrado de los que tienen miedo de sí mismos– de que en el fondo somos buenos, buenos por naturaleza, y si hacemos cosas malas es únicamente porque una fuerza externa, un aspecto malévolo de las estructuras de poder mundiales, nos ha deformado. En este caso, supongo, la culpa era de la educación que impartían los Hermanos Cristianos en Liverpool en la década de 1950, abundante en golpes, insultos y espléndidas descripciones de las torturas que sufrían los condenados. Esta teoría es infalible, porque siempre habrá estructuras de poder a las que echar la culpa cuando la gente se comporte mal. También la teoría de que si se deja actuar con libertad a los mercados estos se regularán perfectamente (cuando jamás se les deja actuar con libertad) es irrefutable. Pero, y permítanme que lo diga de la manera más suave que me es posible, no parece demasiado probable. Deseamos creerlo porque nos hace falta. Soñamos con la paz que no hemos alcanzado y, para que parezca que la tenemos, nos vestimos con la iconografía propia de ese cielo del que acabamos de proclamar nuestra renuncia. Ropa blanca y el resplandor celestial de una imagen sobreexpuesta: Imagine parece una mezcla de la película A vida o muerte con los Himnos de ayer y hoy. Solo que más ridícula.
Un consuelo creíble sería el que no necesitara separarse de esas zonas de realidad incómodas. El que no dependiera de una fantasía cutre sobre nosotros mismos y por tanto no corriera el peligro de explotar como una pompa de jabón al entrar en contacto con nuestras verdades más corrientes, tanto si resultaran ser buenas, malas o indiferentes. Un consuelo en el que podríamos confiar sería aquel que reconociera las cosas difíciles en vez de huir de ellas y a pesar de todo, o precisamente por eso mismo, ofreciera un terreno para la esperanza sin necesidad de taparse los oídos, permitiendo que todo el ruido de este complicado mundo entrase en ellos, en lugar de negarlo.
Recuerdo una mañana de hace unos quince años. Era una mañana especialmente mala tras una noche especialmente mala. Nos habíamos enganchado en una de esas peleas circulares que vuelven a explotar cada vez que parece que han concluido por agotamiento, porque es imposible olvidar lo que está mal, es imposible tratar de mirar a otro lado para no verlo. Entre la medianoche y las seis de la madrugada, cuando por fin nos dimos por vencidos y nos levantamos, habíamos entrado en un bucle imposible de llanto, post llanto, y otra vez a sacarnos los ojos y a despellejarnos sin que la intensidad disminuyera en ningún momento, porque el rencor que produce la traición en cuestión (mía) no disminuía. La intimidad se había vuelto tóxica: mientras dábamos vueltas y más vueltas y más vueltas a lo mismo, sabíamos casi con exactitud lo que el otro iba a decir, y hasta lo que iba a pensar, y eso solo servía para empeorar las cosas. Era como si estuviéramos reducidos –pero reducidos de verdad, reducidos en consonancia con la verdad de la situación– a un rutinario engranaje de ruedas que se hacen girar la una a la otra. Cuando amaneció, el mundo entero parecía exhausto. Nos levantamos, y ella se fue a trabajar. Yo me fui a un café –ya se sabe que los escritores somos un hatajo de vagos– a curar mis penas con un capuccino. No veía ninguna manera de salir de la tristeza sin incurrir en un obvio autoengaño, en una mentira ilusoria al pensar adónde habíamos llegado. (Adónde nos había llevado yo). Ella ya no estaba delante de mí, pero yo seguía dando vueltas en la cabeza al largo circuito nocturno. Y entonces, la persona que atendía el local puso una cassette: el Concierto para Clarinete de Mozart, el movimiento intermedio, el adagio.
Si no la conocen, es una pieza muy paciente. Da vueltas y vueltas interpretando esencialmente la misma melodía una y otra vez, primero el clarinete solo y luego con la orquesta, primero el clarinete y luego la orquesta, elevando poco a poco la misma cadencia pausada y solitaria y respaldándola luego con una especie de oleadas de ternura desprovistas de mensaje al sumarse las cuerdas. No hay la más mínima tensión. No da la impresión de que Mozart estuviera haciendo algo que únicamente él sea capaz de hacer, y tampoco da la impresión de que la música tratara de levantar un peso que solo ella sea capaz de soportar. Y, al mismo tiempo, no es una música que lo niega todo. Inspira una alegría intensa, absoluta y serena, pero no finge que la tristeza no exista. Al contrario, suena como si procediera de un mundo en el que la tristeza es de lo más común, pero hay muchas más cosas que decir. Había oído aquella pieza montones de veces, pero esa mañana me pareció nueva. Me decía: “Todos tus temores son ciertos. Y sin embargo. Y sin embargo. Todo lo que has hecho mal lo has hecho mal de verdad. Y sin embargo. Y sin embargo. El mundo es más amplio que tus miedos, más amplio que esas discusiones que se repiten en tu cabeza, y dentro del mundo está esto, y es tan cierto como tu infelicidad. Cállate, escucha y déjate llevar un rato por una calma que no necesitas ser capaz de construir personalmente porque ya está aquí y se te ofrece gratis. Sigues engañándote –decía la música– si no permites esta posibilidad. Hay muchas más cosas de las que mereces o dejas de merecer. Y también está esto”. Y volvía a interpretar la melodía, con toda la delicadeza del mundo.
El novelista Richard Powers ha escrito que el Concierto para Clarinete suena como sonaría la misericordia, y esa fue exactamente la vivencia que yo tuve en 1997. “Misericordia”, aunque sea una palabra que hoy en día requiere una explicación. No se refiere únicamente a la capacidad de un tirano para suspender un castigo que él mismo ha impuesto. Puede significar –y en este caso significa– recibir un poco de bondad en lugar de las consecuencias razonables de un acto, o además de las consecuencias razonables de un acto. Recibir algo de bondad cuando uno solo esperaba las consecuencias. No es cuestión de que un juez de densas cejas decida no castigarnos. Es también cuestión de que algo mejor de lo que uno podía esperar se incorpora sigilosamente a un proceso que ya estaba en marcha de todos modos. La misericordia es…
De momento voy a imaginar que algunos de ustedes están empezando a indignarse a medida que van leyendo. No sé quién es usted, claro está, mi querido lector concreto con este ejemplar concreto en sus manos concretas, ni sé qué piensa de la religión. Podría ser un ateo con el brillo del combate en la mirada, o un correligionario que confía en encontrar un relato persuasivo de lo que ambos compartimos; podría formar parte del gran número de no creyentes animados por la leve y tolerante curiosidad de ver cómo se vive la fe desde dentro en un mundo a su juicio claramente postreligioso. O podría formar parte de una categoría completamente distinta. No lo sé, y espero que me disculpen si, en mi urgente deseo de responder a algunas de las reacciones contemporáneas más enérgicas y frecuentes a la fe, pueda parecer que, al dirigirme a usted, los estoy empujando a formar parte de una compañía que no es la suya. En tal caso, al hablarles a ustedes me refiero a todos aquellos que cuando empiezo a hacer un elocuente elogio de la piedad se ponen en pie metafóricamente con la profunda sensación de que he pasado a todo correr por algo importante (“Patinar deprisa sobre el hielo fino”, que decía Ralph Waldo Emerson).
Me parece justo: si yo interrumpo al señor Lennon, ustedes también pueden interrumpirme a mí. Un momento, un momento, dicen. Da lo mismo cómo defina la misericordia. ¿Qué me dice de cómo define la religión? ¿Es eso religión: escuchar a Mozart en un café? En ese momento estaba usted experimentando lo que nosotros, en el mundo de los no creyentes, llamamos “una emoción”, una emoción inducida por una forma de expresión artística que, como mínimo, tiene fama de inducir emociones. No estaba usted recibiendo una señal de Dios o lo que fuera que estaba a punto de afirmar; si acaso, estaba recibiendo una señal de Mozart, ese famoso austríaco con peluca muerto. Espero que esta no sea la base de su fe religiosa, dice usted, lector, porque su descripción no es incompatible con una explicación naturalista del universo según la cual no hay nadie ahí enviando misericordia mágica desde el cielo: no hay nada más que materia, montones y montones de materia asombrosa y muy interesante, desde la escala cuántica al movimiento de las galaxias.
Bueno, sí. De la misma manera, por supuesto, lo que he descrito también es plenamente compatible con una explicación no naturalista del universo, pero no se trata de eso, ¿verdad que no? De lo que se trata es de que, vista desde fuera, la fe parece un conjunto de ideas acerca de la naturaleza del universo que se presentan como verdaderas, una serie de proposiciones que hay que ratificar; y cuando los creyentes no hablan así de su fe parece como que escurren el bulto, como que quieren eludir la cuestión, y eso es exasperante. Si digo que desde dentro tiene mucho más sentido hablar de la fe como un conjunto de sentimientos, incluso como un hábito, ustedes llegarán a la conclusión de que estoy tratando de escabullirme, o quizá de que ni siquiera me interesa si las chorradas que digo son ciertas. Pues resulta que yo creo que lo son. Para que conste, no estoy haciendo el clásico truco del anglicano ultraliberal que roza el ateísmo consistente en decir que todo es una interesante y hermosa metáfora, que arranca bostezos de aburrimiento, y que los términos religiosos significan lo que yo quiero que signifiquen. (Aunque me reservo el derecho de afirmar que la opinión de los creyentes sobre el significado de la fe vale un poco más que la de los no creyentes. Al fin y al cabo, es nuestra. Vamos, entra si tienes valor). Soy un cristiano bastante ortodoxo. Los domingos rezo el Credo y hago todo lo posible por cumplir con su significado, que efectivamente es una serie de proposiciones. Nada de medias tintas, nada de dianas en movimiento, lo prometo. Pero sigue siendo un error suponer que es aceptar estas proposiciones lo que convierte a uno en creyente. Lo primordial son los sentimientos. Acepto las ideas porque tengo los sentimientos. No tengo los sentimientos porque haya aceptado las ideas.
Por eso, lo que sentí escuchando a Mozart en 1997 no es una metáfora ñoña de una idea en la que creo, ni una fachada que oculta el espacio donde de verdad está la creencia: es la cosa en sí. Mi creencia está hecha de, se compone de, se sustenta en emociones como esta. Eso es lo que la hace real. Naturalmente que tengo una interpretación de lo que me ocurrió aquel día en el café, y es un andamiaje de ideas tan del agrado de cualquier teólogo como de Richard Dawkins. Pienso –nótese que empleo el verbo “pensar”– que al escuchar esa oportuna interpretación del Concierto para Clarinete no fui el objetivo de una deidad que rige el cosmos a escala microscópica y desencadena todos los acontecimientos que suceden en él (lo que convertiría a dicha deidad en un cerdo inmortal, a la vista de la naturaleza de muchos de esos acontecimientos). Pienso que Mozart, dos siglos antes, consiguió crear una representación hermosa y fiel de un aspecto de la realidad. Pienso que la razón por la que la realidad es así –la razón por la que en última instancia es misericordiosa además de ser un conjunto de procesos físicos que siguen su curso sin esperanza de apelación posible, desde el ámbito de la mecánica cuántica hasta la velocidad relativa de las galaxias, pasando por una biología patosa, mezquina y tremendamente cruel (Darwin)– es que el universo se sustenta en un acto de amor continuo e infinitamente paciente. Pienso que es el amor lo que le permite seguir existiendo. Pienso que la cosmología de Dante era una chorrada, pero estaba en lo cierto cuando afirmaba que “es el amor lo que mueve el sol y todos los demás astros”.1 Pienso que el universo es un todo en sí mismo: integral, fiable, coherente; que no está agujereado como un queso Gruyère con irracionalidad o excepciones caprichosas y al mismo tiempo nunca está abandonado: ni un solo quark, protón, átomo, molécula, célula, criatura, continente, planeta, estrella, constelación, galaxia o cronología metaversal divergente. Pienso que no tengo necesidad de recurrir a la intermediación de un hada celestial para explicar mi misericordiosa capacidad de fijarme en las cosas un poco mejor, cuando de todos modos Dios está presente en todas partes continuamente, sin exteriorizarse, en todos los cafés, todas las cassettes y todos los compositores; cuando Dios es “el fundamento de nuestra existencia”, como dice san Pablo o, como lo expresa el Corán, con una precisión anatómica ligeramente alarmante, cuando Dios “está tan cerca de ti como las venas de tu cuello”.
Eso es lo que pienso. Pero todo esto es secundario. Todo viene renqueando, a la zaga de la certeza emocional de que la misericordia existía y yo la percibí. Por eso el debate de si las ideas son o no ciertas, que es el debate esperado por la mayoría de la gente cuando se habla de religión, también es secundario para mí. No, no puedo demostrarlo. No sé si algo de todo esto es cierto. No sé si existe un Dios. (Y ustedes tampoco, ni el profesor Dawkins ni nadie. Es imposible saberlo. No es un elemento cognoscible). Sin embargo, como todo ser humano, no tengo por costumbre albergar únicamente las emociones que soy capaz de demostrar. Sería un bicho raro si lo hiciera. Las emociones pueden ser ciertamente engañosas: pueden hacernos creer cosas que son definitiva y demostrablemente falsas. Pero las emociones son también un instrumento de navegación indispensable para abrirnos camino a través del territorio mucho más amplio de las cosas que no son susceptibles de demostración o refutación, que no pueden cotejarse con el universo físico.2 Soñamos, esperamos, nos maravillamos, sufrimos, nos enfurecemos, nos apenamos, nos deleitamos, suponemos, bromeamos, detestamos; formulamos conjeturas tan indemostrables como las novelas o los conciertos para clarinete: imaginamos. Y la religión no es más que una parte de ese proceso, en cierto sentido. Es tan solo una modalidad de imaginación absolutamente funcional, absolutamente normal en el ser humano. Por tanto, sería perverso proponer que esta manifestación de la imaginación en concreto deba tratarse como un ultraje, deba extirparse si (cosa dudosa) fuera posible.
Ahora bien, es aquí donde entra en juego la percepción de la religión como algo raro. De un tiempo a esta parte se ha establecido como un axioma cultural que las emociones que forman parte de las creencias religiosas son distintas de las que intervienen en otras modalidades de nuestra imaginación, nuestras esperanzas, nuestros sueños, etc. Que las emociones religiosas son extrañas, estrafalarias, tristes, vergonzantes, humillantes, inmaduras y patéticas. Que las emociones religiosas están completamente al margen de nuestro sentido común. Pero resulta que no es así. Las emociones que sostienen las creencias religiosas son en realidad corrientísimas y plenamente reconocibles para cualquier adulto se haya adentrado en el territorio de la experiencia humana. Son absolutamente familiares y absolutamente inteligibles, y no solo porque nuestra cultura siga estando saturada de vertidos cristianos que han desbordado el contenedor de la fe y lo han empapado todo. De lo que aquí hablamos es de algo más básico, de una consanguinidad con el resto de la experiencia que no tiene nada de misterioso.
Impenitente