La sabiduría profunda de una cultura se manifiesta en los términos que esa cultura ha encontrado para denominar los fenómenos que se viven y forman parte de esa cultura. Precisamente, uno de esos términos es «falta de amor». La falta de amor hace infelices a las personas, destruye relaciones, socava la confianza y, además, enferma. A lo largo de muchas generaciones nuestros antepasados no han dejado de observarlo y, en algún momento, han observado e identificado ese concepto universal de falta de amor. Es interesante, pero se vuelve realmente apasionante si buscamos un concepto que exprese lo que nos sana, pues debería designar lo contrario a la falta de amor. Sin embargo, los términos «amorosidad» o «cariñosidad» no existen en nuestro idioma. ¿Por qué? Al igual que nuestros antepasados percibieron y sintieron lo que nos enferma, también debieron de haberse dado cuenta de lo que nos sana. ¿Acaso es posible que no exista nada capaz de sanarnos, puede ser que la salud sea algo que se genera siempre por sí misma? Eso significaría que todos los organismos vivos tienden por naturaleza a alcanzar un estado que denominamos «salud».
Entonces, nacer sano y permanecer sano sería tan normal y obvio como estar vivo. Tampoco poseemos palabras para aquello que nos hace estar vivos, pero sí para todo lo que provoca un fin prematuro de nuestra vida: accidente mortal, intoxicación, fallo orgánico. Podemos morir de hambre, de sed, asfixiarnos, incluso acabar con nuestra propia vida. Todo eso puede ocurrirnos y llevarnos a la muerte, pero nada ni nadie puede devolvernos la vida.
Lo mismo sucede con la libertad. Todos nacemos con la necesidad de conformar nuestra vida, así que desde el principio el ansia de libertad es algo innato en nosotros. Por eso nada ni nadie puede darnos la libertad. Ya somos libres y también queremos permanecer libres. No obstante, es muy posible quitarnos esa libertad, y de muchas maneras diferentes, no solo a través de las acciones y las órdenes de otros. Algunos incluso se construyen voluntariamente una cárcel de conceptos esclavizantes en su propio cerebro. Pero también debemos saber que la capacidad de desarrollarnos, de abrazar la vida con todas las oportunidades que ella nos brinda para ser felices y para permanecer sanos, es innata en todo ser humano.
Algo que se genera por sí mismo, y que acostumbra a desarrollarse solo, no necesita de nada ni de nadie que lo «haga». Un aspecto que nuestros antepasados, en la búsqueda de palabras que describieran los fenómenos que contemplaban, ya habían comprendido. Eran capaces de entender lo que esclaviza, entristece o enferma a las personas. Para ello, también encontraron palabras que aún utilizamos en el presente. Pero no podían registrar ni medir aquello que los volvía felices, libres y sanos, y los mantenía con vida, ni para nombrar eso que siempre está presente como característica fundamental de lo vivo, porque no es necesario un concepto, y justo por eso es imposible describirlo con palabras.
Así que lo que podríamos hacer para mantener y recuperar nuestra salud no sería otra cosa que vivir en correspondencia con nuestra naturaleza. Solo deberíamos alimentarnos para que todas las células de nuestro cuerpo reciban lo necesario para poder hacer todo lo que las mantiene vivas y en el mejor estado posible. Y por supuesto, también debemos brindarle a todo nuestro cuerpo lo que necesita para permanecer sano. La abundancia de movimiento forma parte de su naturaleza, al igual que respirar aire puro y beber agua limpia. Y las células nerviosas de nuestro cerebro requieren fases de exigencia, pero también tiempo de descanso y recuperación. El ajetreo y la falta de sueño no se corresponden con su naturaleza, como tampoco un exceso de confusión cerebral.
Todo lo que nuestro cuerpo necesita para permanecer sano ha sido estudiado hasta el último detalle. Los niños lo aprenden en la guardería o en la escuela. Aparece en los libros de texto y en las revistas dedicadas a la salud, se habla de ello en la radio y en la televisión, y se difunde en Internet mediante vídeos y audios. Hace mucho tiempo que lo que imposibilita que muchas personas puedan decidir cómo vivir su vida para permanecer sanas no es la falta de conocimientos o de oportunidades para hacerlo. Como en otros numerosos aspectos de la vida, el problema no es la falta de conocimientos, sino la falta de un cambio de actitud.
Ese cambio de actitud no llegará simplemente porque nos lo expliquen o enseñen mejor, ya que lo que impulsa a las personas a cambiar de estilo de vida y a modificar sus conductas habituales no es la simple descripción objetiva de lo que les correspondería según su naturaleza y que, de todos modos, solo por eso, resultaría saludable. Si lo que descubrimos de ese modo no nos llega al corazón, nada se modifica en nuestro cerebro. Esa información, esos descubrimientos, solo consiguen llegar al corazón si en nosotros se desencadenan sentimientos y, como consecuencia, se activan las áreas emocionales del cerebro. Solo cuando eso ocurre lo leído u oído alcanza un significado subjetivo para cada uno de nosotros, y únicamente entonces llegamos a estar dispuestos a reflexionar al respecto, a tomar conciencia de nuestro modo de vida poco saludable y a llegar a cambiar lo necesario para que ese modo de vida esté en consonancia con las necesidades naturales del cuerpo.
En general, los seres humanos no necesitamos consejeros que nos indiquen todo lo que no es sano. Desde el comienzo de la vida, nuestro cuerpo cuenta con la capacidad de enviar mensajes a nuestro cerebro cuando hacemos algo que nos perjudica, frente a lo cual nuestro cuerpo reacciona, por ejemplo, cuando atentamos contra una necesidad corporal, cuando dormimos demasiado poco, cuando bebemos demasiado, comemos demasiado o demasiado poco, cuando nos sobrecargamos y permanecemos sentados durante demasiado tiempo o cuando no inspiramos suficiente oxígeno. Siempre que algo deja de ser como debería ser de manera natural, el cuerpo nos informa y envía el correspondiente mensaje al cerebro.
Dichos mensajes suelen ser lo bastante intensos como para provocar las reacciones cerebrales necesarias para desactivar la molestia. Pero esos mensajes solo son «lo bastante intensos» cuando la persona en cuestión no se limita a percibirlos, sino que les presta la suficiente atención y no reprime las reacciones emocionales que los acompañan. Solo entonces el mensaje procedente del propio cuerpo alcanza un significado subjetivo para esa persona, y solo entonces modificará su conducta de forma natural para que en el cuerpo todo vuelva a encajar mejor. ¿Cómo? Dejando de hacer algo que no le va bien.
Como es lógico, después de todo lo expuesto, se puede pensar que también hay personas que han aprendido a pasar por alto sus necesidades físicas y los mensajes que en consecuencia les envía su propio cuerpo. Seguramente encontrarían otros asuntos que les resultaran más importantes que su salud corporal. A menudo, estas personas ya han decidido que para ellas y su bienestar son más relevantes las ambiciones de las personas que desempeñan un papel destacado en su vida, como sus padres, sus educadores, sus maestros y, en la infancia, con mucha frecuencia, los niños de su misma edad, que los mensajes que reciben de su propio cuerpo. Por eso han aprendido a reprimir la percepción de dichos mensajes y, a la vez, sus cerebros han generado las redes inhibitorias idóneas. Más adelante, esas personas ya no perciben su cuerpo y sus mensajes con la suficiente sensibilidad y las señales que les llegan al cerebro dejan de tener importancia.
Nosotros, los humanos, somos seres profundamente sociales. Si bien a veces no queremos darnos cuenta, no somos capaces de sobrevivir solo como individuos. Al menos no durante la infancia. También más adelante dependemos de los demás. Todo lo que sabemos y lo que podemos hacer lo hemos recibido de otros. Sin ellos, no hubiéramos aprendido a caminar ni a hablar, por no mencionar las tareas de leer, sumar y restar, montar en bicicleta o usar un ordenador. Cada uno de nosotros es único, pero, en cada caso, todos nosotros somos un producto social, y por eso no debe extrañarnos que todos busquemos la proximidad y la protección, y también la valoración y la aprobación de los demás.
Cuando sentimos que los demás no nos ven, no nos aprecian o incluso nos rechazan, se activan las mismas redes cerebrales que se ponen en marcha como respuesta al dolor físico. Esa sensación de profundo dolor siempre se produce en nuestro cerebro cuando nos enfrentamos a acontecimientos que hieren nuestras dos necesidades psíquicas fundamentales: por una parte, la necesidad de pertenencia y conexión, y, por otra, la de autonomía y libertad. Ambas son igual de intensas y forman parte de nuestra naturaleza, como el hambre y la sed, las exigencias y la recuperación.
Pero la satisfacción de las necesidades mentales básicas depende mucho más de las personas con las que convivimos que de la satisfacción de las necesidades físicas. Son ellas, más que nosotros mismos, las que pueden negarnos el afecto, excluirnos de la comunidad o hacernos sentir de tan diferente manera que nos convencemos de que no podemos pertenecer a dicha comunidad tal como somos y de que solo lo haremos cuando cumplamos con sus expectativas e ideas. Y mediante dicha exigencia también afectan nuestra necesidad de autonomía y libertad.
Por eso, a partir de ese punto, deberíamos construir y dar forma a un modo de convivir que se corresponda con nuestra naturaleza, como seres profundamente sociales. Entonces también podríamos conservar la salud o recuperarla con rapidez.
Ningún otro ser vivo modifica su propio entorno y las condiciones vitales de manera tan básica, tan duradera y tan rápida como lo hacemos nosotros. Por eso, nuestra especie es la única que solo puede sobrevivir si sus miembros se siguen desarrollando de manera permanente. Y seguir desarrollándonos como seres humanos (es decir, desplegar nuestros potenciales innatos en vez de inventar nuevas tecnologías y estrategias de supervivencia) es algo que no podemos hacer como luchadores individuales. Solo lo conseguiremos todos juntos. Si queremos sobrevivir en este planeta, debemos aprender a conformar nuestra convivencia de un modo más constructivo que antaño: todos juntos en vez de enfrentados, unidos en vez de separados, siendo cuidadosos en lugar de despiadados.
Descubrir que nuestro cerebro no está programado por dispositivos genéticos, sino que siempre es capaz de modificarse, es decir, que siempre puede seguir aprendiendo, es un descubrimiento impresionante que pone patas arriba toda esas ideas radicales a las que hemos recurrido hasta ahora para justificarnos, atribuyendo a esa supuesta imposibilidad de cambiar la responsabilidad de los fracasos de nuestros esfuerzos por modificarnos y seguir desarrollándonos en cualquiera de los ámbitos en los que nos movemos, desde nuestros centros de enseñanza a la política, el comercio, y en un sinfín de áreas de nuestra sociedad.
Pero lo que resulta notable y digno de consideración no es el descubrimiento de la eterna capacidad del cerebro humano de seguir aprendiendo, sino la lentitud con la que actúa y los obstáculos que encuentran la mayoría de las personas para tomarla, aceptarla y, por ello, también transformarla. Como resultado, la conclusión más importante derivada del descubrimiento de la eterna plasticidad del cerebro humano es inexcusablemente la siguiente: ya no disponemos de los dispositivos biológicos que nos convierten de forma directa en lo que deberíamos ser, sino que debemos descubrir por nosotros mismos lo que importa en la vida y cómo lograr permanecer sanos y felices. Y eso es lo que todos los habitantes de este mundo estamos buscando.
Sin embargo, para la mayoría de las personas, dicha búsqueda no comienza en el interior, a solas, sino fuera, con los demás. Quieren ser vistas y apreciadas, y por eso intentan conformar su vida para alcanzar la mayor cantidad posible de todo aquello que, a ojos de los demás que recorren el mismo camino, las vuelve importantes: la influencia, el poder y la riqueza, y también los símbolos del estatus, como las posiciones que ocupan y a través de las que se sienten valiosas. Pero mientras hacen grandes esfuerzos y hasta cierto punto logran avanzar, en sus cerebros se activan, refuerzan y consolidan los patrones neuronales de interconexión, y así configuran un cerebro que es siempre más capaz de reforzar sus propias posiciones e imponerse a costa de los demás. Los que emprenden este camino con más éxito son todos aquellos que ya aprendieron muy temprano y persistentemente a convertir a los otros en objetos de sus metas y aspiraciones, sus enseñanzas y estimaciones, sus medidas y sus instrucciones.
Uno puede vivir así, pero seguir desarrollándose como persona, conservar su dignidad, ser atento, gozar de salud y felicidad de manera duradera e incluso convertirse en una persona afectuosa resulta imposible tanto si uno utiliza a los demás de ese modo como si se deja utilizar por los demás para que le impongan sus propios intereses. Para poder configurar nuestra convivencia de manera que sea beneficiosa para nosotros y para los demás, solo es necesario un cambio minúsculo. Los seres humanos no deberíamos convertirnos mutuamente en objetos de nuestros intereses y propósitos, de nuestras esperanzas y valoraciones, o de nuestras instrucciones y medidas. En cambio, podríamos intentar encontrarnos mutuamente como sujetos. Para ello, deberíamos estar dispuestos y capacitados para mostrarnos como personas autónomas, con toda nuestra vulnerabilidad, con nuestras necesidades más profundas, con todas las vivencias que cada uno de nosotros ha experimentado y que conforman nuestra unicidad. Y así también deberíamos contemplar a todos los demás y procurar reconocerlos como personas autónomas que, igual que nosotros, habitan un mundo en el que perderse es demasiado fácil.
El cerebro humano siempre puede modificarse y nunca es demasiado tarde para liberarse de las pautas creadas por nuestra manera de pensar, sentir y actuar, y volver a convertirnos en un sujeto responsable de nosotros mismos, es decir, recuperar nuestro auténtico yo.
Nadie puede cambiar su vida anterior. Lo pasado, pasado es, pero todo el mundo tiene la opción de cambiar de vida en cualquier momento: una vida con mayor conciencia, con más afecto para con uno mismo y para con los demás. Una vida más de acuerdo con nosotros mismos y con la naturaleza, con mayor confianza y también con mayor curiosidad. Inténtalo. En lugar de pasar junto a otras personas como si fueran invisibles, regálales una sonrisa. Puedes invitar a otros, animarlos e inspirarlos a probar nuevas experiencias en vez de decirles lo que debieran hacer y cómo. Tampoco es muy difícil tomarse un poco más de tiempo para todo, escoger los alimentos con más cuidado y hacer un poco de gimnasia de vez en cuando. Y si transpiras mucho, no te preocupes, tampoco pasa nada. Si realizas una actividad física, volverás a sentir tu propio cuerpo y entonces recuperarás el placer del movimiento, de los paseos, de montar en bicicleta, de cantar, de bailar o de tocar un instrumento. En resumen, dedicar algo de tiempo a aquello que te mantiene sano. Es muy fácil, puedes empezar hoy mismo. Y si emprendes ese camino, se desarrollará en ti un estado de ánimo distinto al anterior y tu vida cambiará por sí sola: volverá a ser más alegre, afectuosa y digna. Quien se acerque a otros con dicha sensación descubrirá cuán contagiosa es, y comprobará en primera persona que no solo cambiará su propia vida, sino la convivencia con los demás. Todo encajará mejor, nos hará más felices y nos mantendrá sanos.
Asimismo, todo es más sencillo en comunidad con otros, cuando uno emprende el camino junto con los demás. A veces, durante esos encuentros, las personas entran en contacto entre sí, pero también con su propio interior. Es entonces cuando empiezan a preguntarse qué clase de personas quieren ser y para qué utilizarán la vida que les ha sido regalada. De esa manera, vuelven a aprender a prestarse atención a sí mismas, a los demás, y a relacionarse mejor con la diversidad de lo vivo.
Si bien muchos desean vivir una vida sin problemas ni preocupaciones, con mucho dinero, con un éxito cada vez mayor, con bienestar y la seguridad de poder satisfacer todos sus deseos, ello jamás les brindará la felicidad, porque la sensación de ser afortunado solo puede generarse en el cerebro cuando lo que experimentamos en ese instante se diferencia de un modo muy positivo de lo vivido con anterioridad. Si allí siempre reinaban «la paz, la alegría y los pasteles» y vivíamos en el país de Jauja donde no nos faltaba de nada, la puerta que da acceso hasta la más minúscula sensación de felicidad permanecería completamente cerrada.
Mientras estemos vivos, nunca alcanzaremos ese estado ansiado en el que todo encaja de manera duradera. Necesitamos esas perturbaciones permanentes, esa experiencia desagradable en la que algo vuelve a no ser como nosotros lo deseamos. Solo quienes han sido profundamente desgraciados pueden experimentar la sensación que supone volver a ser feliz.
Lo que nos proporciona la mayor felicidad es encontrar un camino gracias a nuestro esfuerzo, un camino que nos ayude a volver a saciar nuestras necesidades físicas y mentales. Cada vez que lo logramos, se activan los centros de recompensa del mesocéfalo y, desde las células nerviosas albergadas allí, se liberan esos mensajes químicos cuyo efecto es el mismo que si hubiéramos ingerido una dosis de cocaína o heroína. Los acontecimientos reveladores nos hacen felices, así como el hallazgo de una idea acertada, la solución idónea a un problema complicado, la forma de salir airosos de un desafío, una reconciliación tras una larga pelea y, por supuesto, un éxito finalmente alcanzado después de numerosos fracasos.
En el cerebro de una persona que pudo sentir algo semejante y que quizá también pudo experimentarlo porque se esforzó durante mucho tiempo para lograrlo, se liberan mensajes químicos muy especiales que, como el abono en el campo, provocan el desarrollo de células nerviosas y la formación de nuevos contactos entre ellas. Así que el cerebro de quien percibe semejante sensación de felicidad con frecuencia se verá mejor «abonado» o, aún más claro, en su cerebro el potencial neuroplástico, es decir, la capacidad de regeneración y autocuración, se desarrollará mejor. Ese podría ser el motivo por el que las personas muy «despiertas» y muy creativas en general son muy felices con lo que hacen. «El que tuvo retuvo», dice la Biblia.
Hay personas que ya desde la niñez, luego como alumnos y más tarde como adultos siempre vuelven a experimentar el logro de algo que al principio parecía muy difícil, o encuentran de nuevo la solución de un problema que los afligía hace tiempo. Entonces, dichas personas no solo experimentan el correspondiente instante del logro como felicidad, sino que también desarrollan la repetida experiencia de una actitud interior especial: la de una persona dichosa. No hay demasiadas, y uno se encuentra con semejantes personas más a menudo allí donde la dicha no se confunde con el éxito tan fácilmente.
Esas personas no necesitan de otras que las admiren, a ellas o sus bienes, y tampoco precisan poder, riqueza, posiciones de prestigio o cualquier otro símbolo de estatus para sentirse valiosas e importantes y ser felices.
Disponen de una brújula interior que guía sus ideas y actos, y les evita perderse. Esa brújula es lo que describen como su dignidad. No permiten que nadie las convenza de que aún precisan de toda clase de cosas para ser felices. Sienten que los afiches, los anuncios publicitarios, los consejos y los ofrecimientos para una vida mejor son intentos indignos de tratarlos como si fueran incapaces de pensar por cuenta propia y tomar decisiones. Las personas conscientes de su dignidad tampoco aceptan ofrecimientos o logros ajenos cuya disposición hiera la dignidad del portador de dichos ofrecimientos y logros. Evitan los lugares donde las personas se exhiben por dinero, no visitan burdeles y tampoco compran productos fabricados por personas explotadas y de las que otros se han aprovechado. Las personas dignas se perciben a sí mismas como valiosas y cuidadosas. Y nadie que ha tomado consciencia de su dignidad trata a los demás de manera indigna, es decir, convirtiéndolos en objeto de sus propósitos, valoraciones o medidas.
Todavía no hay muchas personas que se guíen por su brújula interior, pero también es evidente que cada vez hay más. Un número progresivamente mayor de jóvenes ya no está dispuesto a seguir las viejas ideas o pasar la vida metidos en la rueda de hámster y hacerse daño a sí mismos y a otros seres vivos. Y si en el futuro logramos tratarnos como sujetos y con dignidad como familias, vecinos o miembros de un equipo, el desarrollo de cada uno y también el de los potenciales establecidos de la comunidad en cuestión resultará inevitable. Las personas que configuran así su vida y su convivencia con otros también son capaces de aguantar reveses, pero son y permanecen dichosas en lo más profundo de su interior y por eso (forzosamente y por sí solas) también sanas.