Página de créditos

Perro malo


V.1: marzo de 2022

Título original: Bad Dog


© Alex Smith, 2020

© de la traducción, Cristina Zuil, 2022

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2022

Todos los derechos reservados.


Adaptación de cubierta: Taller de los Libros

Imágenes de cubierta: mpaniti | depositphotos / Andrew Dobell

Corrección: Carmen Romero


Publicado por Principal de los Libros

C/ Aragó, 287, 2º 1ª

08009 Barcelona

info@principaldeloslibros.com

www.principaldeloslibros.com


ISBN: 978-84-18216-45-9

THEMA: FFP

Conversión a ebook: Taller de los Libros


Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.

PERRO MALO

Alex Smith


Traducción de Cristina Zuil para Principal Noir

4





Para Barry, el perro grande




Sobre el autor

2



Alex Smith escribió su primer libro cuando tenía seis años. No era excesivamente bueno, pero estaba plagado de monstruos sobrenaturales. Sus novelas policíacas protagonizadas por el inspector jefe Robert Kett también incluyen monstruos, aunque estos son muy humanos y, por eso, son todavía más aterradores. Entre una novela y otra, también ha publicado doce libros infantiles y juveniles firmados con su nombre completo, Alexander Gordon Smith. Alex vive en Norwich con su esposa y sus tres hijas.

Descubre más en alexsmithbooks.com.

Perro malo

Algunas leyendas pueden acabar contigo


Cuando una joven aparece brutalmente asesinada en el condado de Norfolk, todos los habitantes culpan a un perro negro grande y salvaje que se rumorea que acecha por los caminos solitarios de la zona. Pero hay un problema: las heridas de la chica no son obra de un animal, sino de una persona.

El truculento caso acaba en manos del detective Robert Kett, quien también lidia con sus propios fantasmas tras la desaparición de su mujer en misteriosas circunstancias. Cuando la policía encuentra los restos de un segundo cuerpo brutalmente destrozado, Kett dará comienzo a una caza contrarreloj para atrapar a un despiadado asesino en serie que aterroriza a la población…, un asesino que también va tras él.




«Una lectura increíble para cualquier amante del crimen, el misterio y el thriller.»

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Alex Smith, el nuevo fenómeno de la novela policíaca internacional


La lectura perfecta para los lectores de Patricia Cornwell, Ian Rankin o Val McDermid


Más de un millón de ejemplares vendidos


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Contenido

Portada

Página de créditos

Sobre este libro

Dedicatoria


Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29


Sobre el autor

Capítulo veintinueve

Miércoles


Kett se encontraba en el jardincito de la casa, con los ojos cerrados y el sol cálido sobre la cara. Por primera vez en lo que parecía una eternidad, tomó aliento. Luego, algo le golpeó las piernas y estuvo a punto de tirarlo. Abrió los ojos y vio a Moira, que corría hacia él mientras perseguía a la perra, seguida de Evie. Ambas gritaban encantadas. Se colaron por entre sus piernas y tuvo que maniobrar con rapidez para evitar caerse y aterrizar sobre las dos. Incluso tres días después de la pelea con Eden Howarth, el cuerpo entero le gritaba por el dolor, pero, por una vez, sintió que era algo bueno. Significaba que seguía vivo, después de todo.

Colin, la perra, dio otra vuelta por el jardín, golpeteando el suelo con las patas y casi rozándolo con la lengua. Rodeó a las niñas en segundos antes de acercarse a Evie y soltar un agradable ladrido. La niña reía histérica mientras le frotaba el hocico a la perra y Moira le agarraba de la oreja mutilada.

—Tranquilas, chicas —dijo—. Aún se está acostumbrando a vosotras.

Era cierto, pero Kett no dudaba de que la perra ya las quería. Les había presentado a Colin poco a poco durante los últimos días y el animal no había ofrecido más que amabilidad y amistad.

—Soy su favorita —comentó Evie—. Colin es mi mejor amiga.

—Eó miga —repitió Moira, al mismo tiempo que trataba de empujar a Evie para acercarse a la perra—. ¡Mía!

—Recordad —dijo Kett—. Se quedará solo un tiempo, hasta que le encontremos un hogar.

—Este es su hogar —replicó Evie—. Puede vivir en nuestra habitación.

Abrió la boca para contestar, pero le sobrevino otro ataque de vértigo. Caminó hasta la pequeña mesa de pícnic de madera y se apoyó en ella para cerrar los ojos hasta que el universo dejara de bailar. Casi había expulsado por completo de su organismo el potente anestésico que le había inyectado Pollyanna Craft, pero seguía sintiendo el fármaco en el interior, afectándole los pensamientos y movimientos. Se preguntaba si alguna vez dejaría de experimentar aquellos mareos.

—Mira, papá —chilló Evie—, me ha chupado. ¡Me ha chupado!

Lo único que hacía la perra era lamer a las chicas. La técnica que lo había examinado en el bosque tras atrapar a Polly también le había echado un vistazo a la perra (algo totalmente en contra del protocolo). Su opinión de experta era que Colin no había sido un perro de pelea, aunque sus heridas evidenciaban que había luchado mucho, sino que la habían usado para la crianza de campeones de lucha canina. Kett no estaba seguro de qué era peor. Colin había vivido un infierno interminable. Se merecía un buen hogar, una familia, pero Kett ya tenía bastante con lo suyo.

—Papá, ¿puedo salir ya?

Miró hacia atrás y encontró a Alice deambulando por la cocina, a la vez que lanzaba rápidos vistazos a la puerta trasera. Le daban miedo los perros desde que Kett tenía memoria, sobre todo los rápidos y ruidosos. Colin era ambas cosas y no era justo para ella traer a casa un torbellino jadeante, ladrador y pedorro. Por lo menos, no todavía.

—Cinco minutos más —respondió—. Luego, le pondré la correa, ¿vale?

Alice no contestó, sino que se limitó a retirarse a la oscuridad con el iPad. Kett cerró los ojos unos instantes mientras tomaba largas y profundas bocanadas de aire. Al principio, tras regresar a casa, lo único que olía era la mierda, incluso después de ducharse repetidas veces. También podía saborearla, como si la suciedad de la guarida de Eden se hubiera colado en su interior. Aunque él también había estado allí, enjaulado como un perro, le resultaba imposible imaginarse por lo que habría pasado ese hombre, el horror de verse encerrado durante días, semanas, meses y, por último, años. Cinco años… Durante todo ese tiempo, Pollyanna le había dado drogas con la comida, golpeado y gritado una y otra vez hasta que dejó de ser humano, hasta que se convirtió en un «perro malo».

Por supuesto, un equipo sanitario había recogido a Eden en una ambulancia para llevarlo al hospital. Tenía el cuerpo cubierto de heridas, incluida la fractura de nariz que le había provocado Kett. Con el tiempo, la nariz se curaría, pero el inspector jefe no estaba seguro con respecto a su mente. ¿Cómo podía alguien recuperarse de algo así?

—Toc, toc —dijo una voz. Kett abrió los ojos y se encontró a Porter asomando la cabeza a través de la cancela—. ¿Se puede?

Colin contestó con una descarga de ladridos mientras corría por el jardín. Porter gritó y cerró la cancela antes de que lo alcanzara la perra.

—¿Puede…? ¿Puede alguien alejarla? —gritó desde detrás de la puerta.

—¡Eres un bebé, Porter!

La cancela volvió a abrirse y apareció Cruel, quien se agachó y aceptó el torrente de besos de Colin. Se echó a reír a la vez que le rascaba el lomo hasta que la perra comenzó a trazar pequeños círculos sobre sí misma.

—¡Vamos! —dijo Cruel antes de fingir que lanzaba una pelota. Colin echó a correr, persiguiendo las sombras hasta la valla más alejada—. ¿Alguna vez has visto un bicho con tanta energía? —preguntó mientras caminaba hasta Kett.

Este levantó una ceja e hizo un gesto con la cabeza hacia donde Evie y Moira se perseguían, ambas tratando de ladrar.

—Estás de broma, ¿verdad? —respondió—. Mis hijas hacen que Colin parezca un maldito perezoso.

—¿Alguien ha dicho mi nombre? —dijo otra voz. El comisario Clare se cernía sobre la cancela, rascándose la peluda nariz. Porter se estiró detrás de él como un niño nervioso, buscando a la perra.

—Ya no te llamas así, jefe —comentó Cruel mientras tomaba asiento en el lado opuesto de la mesa de pícnic—. Ahora es el nombre de la perra.

Clare gruñó y cruzó el jardín. Le dedicó un asentimiento a Kett.

—Buenas noticias. No te necesitamos en la sala de interrogatorios. Pollyanna Craft lo ha confesado todo.

—Genial —respondió Kett. No deseaba sentarse frente a ella después de lo que le había hecho. Había posibilidades de que le arrancara la cabeza de cuajo. Flexionó la mano con los nudillos todavía hinchados.

—Le han imputado tres asesinatos —anunció Clare.

—¿También los de Sally y Thomas? —preguntó Kett con el ceño fruncido. Clare negó con la cabeza.

—Los forenses han encontrado dos cuerpos más en la propiedad, en tumbas superficiales.

—¿Qué? ¿Quiénes?

—No lo sabemos todavía —contestó Clare—. Ambos son hombres jóvenes, críos en realidad. Dos están enterrados desnudos, a excepción de un collar. Yacían junto a perros de verdad. Es difícil saberlo por la lejía, pero Franklin cree que murieron asfixiados.

—Por Dios —comentó Kett. Recordaba el sótano de Polly, los montones y montones de sábanas viejas cubiertas de excrementos humanos. No todos habían pertenecido a Eden.

—Está loca —dijo Clare, negando con la cabeza—, pero no vamos a permitir que alegue eso. No mientras yo esté al cargo. Pagará por lo que hizo y, sobre todo, no lo volverá a hacer.

Kett asintió, pero no sentía una gran satisfacción por haber cerrado el caso. Sally O’Neil seguía muerta, igual que Roger Carver y Thomas Morton. Dos jóvenes más habían sido asesinados y Eden nunca se recuperaría. Después de todo, el mundo no era un lugar mejor. Kett sintió el perro negro acercándose, así que se giró hacia sus hijas.

—Evie, ven —ordenó.

La niña obedeció, chillando de nuevo mientras corría hacia él. Se la subió al regazo y ella apoyó la cabeza en su pecho con un suspiro. Había pasado el día jugando con Colin y estaba hecha polvo, igual que Moira. Ambas iban a dormir como troncos aquella noche. Quizá sí debían quedarse con la perra.

—Ayuda, viene hacia aquí —dijo Porter, huyendo de Colin como un elefante de un ratón. Rodeó la mesa casi a la carrera para esquivarla.

—Oh, por el amor de Dios, Porter —gruñó Clare—. Es un maldito perro. Dile hola.

—¡No! —se quejó Porter.

—Es una orden —comentó Clare, señalando con el dedo al enorme inspector para mostrarle que hablaba muy en serio. Porter chilló y se inclinó hacia Colin. Esta le apoyó las patas en las piernas y se irguió con la lengua rosa relampagueando entre los dedos de Porter.

—¡Puaj! —dijo—. No me gusta.

—¿Crees que eso da asco? —preguntó Kett—. Espera a tener un bebé.

El ceño fruncido de Porter se convirtió al instante en una sonrisa.

—¡Se me ha olvidado contároslo! Allie ha dicho que sí, dijo que podíamos intentarlo. Nos hemos puesto a ello.

—Demasiada información, Porter —comentó Cruel con una mueca.

—Entonces, ¿no quieres quedarte con la perra? —preguntó Kett.

—¿Yo? —respondió Porter, negando con la cabeza—. Ni de coña.

—¿Jefe? —dijo Kett, girándose hacia Clare.

—Lo haría —contestó mirando con cariño a Colin—. Tenía esta raza de perros cuando las niñas eran pequeñas. Son preciosos, pero no. Un Colin es más que suficiente en mi casa, muchas gracias. ¿No te la vas a quedar?

—A Alice le dan miedo los perros —respondió con un suspiro—. Ya ha pasado por demasiadas cosas, no quiero dificultarle todavía más la vida. Espero que, en el futuro, llegue a aceptarla si pasan algo de tiempo juntas.

Parecía que Colin entendía que estaban hablando de ella, porque levantó la mirada hacia Kett e inclinó la cabeza. El inspector jefe alzó una mano y la perra trotó hasta él, olfateándolo antes de lamer los pies a Evie. La niña estalló en carcajadas con una felicidad contagiosa. Kett se descubrió riéndose también.

—Me la quedo yo, si quieres —comentó Cruel—.Vivirá conmigo y me hará compañía mientras hago los exámenes. Cuando Alice se acostumbre a ella, puede volver.

—¿En serio? —preguntó Kett. Cruel asintió con las manos en alto. Colin se acercó a ella en medio de un bostezo. La perra dio varias vueltas antes de hacerse un ovillo a los pies de Cruel, tan agotada de jugar con las niñas como las pequeñas—. Le gustas.

—A lo mejor yo también tengo una cara agradable.

—No, ya te lo he dicho, tengo cara de pocos amigos —protestó Kett—. Fiera. Dura como una piedra. ¡Grrr!

Evie también bostezó y deslizó una manita sobre la suya. La apretó con fuerza antes de acercarle la cara al pelo e inhalar. Olía a Evie, pero también a Billie. Igual que todas las niñas, porque estaba dentro de ellas, siempre. Viviría allí toda la eternidad.

En el pensamiento, por supuesto, había tristeza, pero al menos había algo. Había entendido que el perro negro de la depresión era la ausencia, un terrible vacío en su interior. Cuando atravesaba su peor momento, había sentido que todas las partes que lo componían (alegría, calidez, pero también tristeza y pena) se filtraban hacia ese abismo. Le dolía aferrarse a las cosas malas, pero eran importantes, y sentirlas era mucho mejor que perderlas. No lo entendía, en realidad no, pero sabía que a veces la pena era la única manera de lograr que alguien permaneciera contigo. Empezaba a aceptar que tal vez el luto era la única manera de mantener viva a Billie.

—¡Mío! —gritó Moira, acercándose a él mientras flexionaba y estiraba las manos—. Azo.

—Un segundo —dijo Kett—. Estoy abrazando a tu hermana.

—¡No! —gritó Moira, al mismo tiempo que comenzaban a asomarse las lágrimas—. ¡Mío! ¡Papá!

—Vale, vale —respondió. Le dio una palmadita en el culo a Evie y la bajó a la hierba—. Lo siento, no soporto el ruido.

Evie caminó hasta Porter y le tendió las manos para que la cogiera. Le dio un golpecito en la nariz.

—Ya es casi la hora de ir a la cama, campeona —dijo.

—Necesito hacer caca primero —respondió. Porter abrió mucho los ojos, horrorizado.

—Si la tienes tú en brazos, la llevas tú. Son las reglas.

—¡No! —gritó Porter.

—Considéralo una práctica —añadió Cruel, ahuyentándolo. Se puso en pie para estirarse. La perra se levantó con ella, moviendo el rabo—. Voy a echarle una mano. Seguro que la caga.

Clare parecía estar a punto de añadir algo cuando su teléfono comenzó a sonar. Se disculpó y caminó hasta la cancela.

—Solos tú y yo —dijo Kett, alisándole el mullido pelo a Moira.

—¡Mío! —respondió la niña, y le apartó la mano.

—Ya sé que es tuyo. No planeaba robártelo.

Le sonrió y ella le devolvió el gesto. Se puso en pie antes de luchar contra otra intensa explosión de vértigo. Le palpitaba el hombro, le quemaba el brazo y todo lo demás le latía con tanta intensidad que entraba en el espectro del dolor, pero estaba vivo. No paraba de repetírselo. Estaba vivo.

—Venga, vamos a por algo de cena.

—Lleta —respondió la niña mientras dirigía un dedo regordete hacia la casa.

—Bueno, pensaba en algo más parecido a pescado con patatas, pero unas galletas pueden estar bien.

Se puso en marcha justo cuando se percató de que Clare caminaba de un lado a otro cerca de la cancela. Tenía la cara arrugada por la preocupación y no dejaba de mirarle. El sexto sentido de Kett se activó de repente y el corazón se le aceleró. Algo había ocurrido, algo malo. ¿Otro asesinato? ¿Quizá algo que tuviera que ver con el caso de Pollyanna Craft? Redujo el paso y observó cómo Clare interrumpía la llamada. El jefe agarró el móvil con su enorme mano, como si intentara aplastarlo.

—¿Algún problema, señor?

Y Clare contestó con una mirada que hizo que Kett se sintiera como si lo hubieran lanzado a un lago de agua congelada. Sabía lo que significaba aquella mirada. La entendía a la perfección.

—Billie —dijo Kett.

Clare asintió y tomó una larga y profunda bocanada.

—Era Bingo, tu antiguo comisario —respondió—. Quería hablar primero conmigo para asegurarse de que no cometías ninguna estupidez.

—¿Qué? —preguntó Kett, que dio un paso hacia Clare. El jefe levantó las manos como si estuviera frente a un toro a punto de embestirlo—. ¿Qué ha dicho? ¿Billie está bien?

—No lo sé —contestó Clare—. No lo sabe. Oye, llevemos a Moira dentro y…

—Dímelo ya, Clare —le exigió Kett, con la voz como un trueno—. Dime lo que te ha dicho o te juro que te lo saco a las malas.

Clare tragó con fuerza. Primero miró a Moira y, luego, de nuevo a Kett.

—No la han encontrado —dijo, hablando con lentitud y de forma clara—. Lo siento, no han encontrado a Billie, pero lo han encontrado a él, al Cerdo. Saben quién es y, lo más importante, saben dónde está.

Negó con la cabeza y Kett supo las palabras que pronunciaría a continuación mucho antes de que salieran de su boca.

—Robbie, saben qué le ocurrió a tu esposa.

Prólogo

Jueves


No era lo mismo sin el perro. Maurice era un poco capullo, eso seguro. Mitad carlino, mitad Dios sabe qué, solía acabar lleno de mierda de vaca hasta el cuello en sus paseos diarios por el campo. Se había pasado casi toda la vida intentando tirarse a los postes de las vallas, montículos de hierba y desconcertadas ovejas que se cruzaban en su camino, incluso cuando rozaba los catorce años y tenía el pelaje más gris que negro. Roger Carver se había pasado la mayor parte de aquellos paseos gritando al perro, rescatándolo o llevándolo a casa porque se le cansaban las patitas. Maurice había sido un auténtico quebradero de cabeza…, pero daría lo que fuera por tenerlo de nuevo junto a él.

Roger suspiró con un poco más de dramatismo de lo que pretendía. La brisa vespertina venía a rebosar de polvo y los rastrojos del maíz recién recolectado crujían bajo sus botas. A la izquierda, el campo se extendía a lo largo de varias hectáreas, luminoso y amplio, como si suspirara aliviado por que le hubieran quitado un peso de encima. A la derecha se encontraba el bosque, oscuro y antiguo, con árboles resplandecientes de tonos naranjas y marrones. El otoño había llegado y estaba totalmente asentado. Aquel año sería frío. Había vivido en aquel lugar del mundo el tiempo suficiente para saber evaluar las estaciones, incluso en el impredecible clima de East Anglia.

—No te estás divirtiendo, ¿verdad? —dijo Sally, media docena de pasos detrás de él. 

Parecía una acusación y, cuando observó por encima del hombro su expresión agria, supo que eso era justo lo que pretendía. Sintió una descarga repentina de rabia, quizá incluso de odio, pero se la tragó. Por instinto, buscó al perro y sintió ese conocido y demoledor martillazo en el corazón al recordar que Maurice no estaba allí, que nunca volvería a estarlo.

«Capullín estúpido».

—Estoy bien —dijo, consciente su propia pasivo-agresividad.

—Sí, estás bien —replicó con sarcasmo—. Siempre lo estás.

¿Cómo habían llegado Sally y él a ese punto? Solo llevaban juntos siete años. Estaba claro que no era tiempo suficiente para que las raíces de su relación se descompusieran. Ambos eran jóvenes (él había llegado a los treinta y cinco hacía un par de meses y a ella le quedaban unas semanas para cumplirlos), con buenos trabajos y sin niños (ni deseos de tenerlos). El mundo era suyo y habían estado encantados de aceptarlo. Maurice había sido su único compromiso, el viejo perro era lo único que los limitaba. Ahora que ya no estaba, cualquier cosa era posible. 

Al menos, según Sally.

—Mira —dijo—, tú mismo lo admitiste. Estaba sufriendo, le había llegado la hora.

Se acercaban al final del campo y la rugosidad de aquel suelo tan duro amenazaba con torcerles los tobillos. Más adelante, donde el terreno se cruzaba con el bosque, había unos escalones destartalados, y Roger sabía que en algún lugar estaban grabadas las palabras «Rog + Sal + Maurice para siempre» con la llave del apartamento de Sally cuando comenzaron a salir.

—Ya lo sé —dijo Roger—. Todo va bien. Ya te lo he dicho. ¿Qué quieres que diga? ¿Que has matado a mi perro?

Aquello se le escapó de la boca antes de que pudiera detenerlo, pero no había vuelta atrás. Oyó cómo Sally tomaba una bocanada de aire y se preparó para lo que vendría a continuación. Sin embargo, la chica no contestó y, cuando miró hacia atrás, se dio cuenta de que había dejado de caminar. El sol despedía sobre sus cabezas la luz suficiente para reflejarse en las lágrimas que se le acumulaban en los ojos y trazaban surcos en las sucias mejillas.

—¿Lo piensas de verdad? —preguntó.

Roger se encogió de hombros y carraspeó. Extendió la mano y se sujetó a los escalones. La madera estaba húmeda bajo su tacto.

—No —dijo—, pero insististe. No dejabas de hablar del tema. Podrían haberlo operado, y quizá habría vivido más años.

Sally negó con la cabeza y se rodeó el pecho con las manos con tanta presión que el abrigo blanco pareció una camisa de fuerza.

—Se estaba muriendo —respondió—. Nos lo dijo el veterinario. Pensé… No te obligué a hacerlo, creí que era lo que querías.

—Era lo que querías —dijo Roger—. Es lo que siempre has querido. Solo pensabas en deshacerte de él.

Esperaba justificaciones, disculpas o excusas, pero, en lugar de eso, la tristeza que le empapaba la expresión se convirtió en otra cosa.

—Que te den, Roger.

Dio media vuelta y se alejó mientras tropezaba con las botas de agua.

—¿Qué? —preguntó Roger, casi ahogándose con la palabra—. No, que te den a ti. ¡Zorra!

La dejó ir, subió las escaleras y atravesó los arbustos de espinos que crecían en el extremo más alejado. Dio tres pasos mientras avanzaba por el terreno, al mismo tiempo que el enfado le palpitaba en la cabeza con cada latido y hacía que el cielo bailara, antes de obligarse a parar.

—Joder —murmuró.

Estaba enfadado con Sally porque tenía razón. Maurice había estado a las puertas de la muerte. Sí, podrían haberlo abierto en canal y haberle extirpado las células cancerígenas suficientes para que siguiera viviendo, pero lo habría hecho con un dolor constante y habría necesitado medicación diaria (eso si hubiera sobrevivido a la operación y al periodo de recuperación). El pobre cabrón ya ni siquiera veía ni podía arrastrar las patas más de unos pocos metros. Había disfrutado de una vida increíble y Sally tenía razón: había llegado la hora de que se marchara.

En la distancia, oyó a Sally gritar de frustración. Esta vez no podía culparla. Se estaba comportando como un capullo.

—Joder —dijo una vez más, se giró y se esforzó por llegar de nuevo a los escalones—. ¡Sally! —gritó—. Sal, espérame, lo siento.

No había rastro de ella en el campo, lo que significaba que habría echado a correr. Roger la siguió mientras el terreno se desmoronaba con cada paso, dándole la impresión de que corría en un sueño en el que no llegaba a ninguna parte. Mantuvo los ojos en el suelo para recorrer el camino, observando la tierra con tanta atención que estuvo a punto de perderse el fogonazo blanco entre los árboles de la izquierda.

Se detuvo. El latido de su corazón era lo único que oía. Durante un segundo, pensó que lo había imaginado, pero escudriñó el bosque que bordeaba el campo y lo vio de nuevo. Un relámpago blanco en los árboles a la izquierda.

—¡Sally! —gritó. 

¿Por qué narices iba por allí? No era exactamente un bosque, solo una franja de terreno antigua que se extendía desde el pueblo hasta Beccles, con árboles muy viejos que mantenían a raya las últimas luces del atardecer. La noche había llegado pronto al bosque y las sombras reptaban entre los troncos nudosos. Roger, con su chaqueta Barbour, se estremeció.

«Déjala», pensó, «ya entrará en razón».

Sin embargo, se había equivocado y, cuanto más tiempo pasara sin disculparse, más empeoraría la situación.

—¡Sally! —gritó mientras escalaba el pequeño terraplén y agarraba una rama. Se arrastró hasta la sombra de un monstruoso tejo y, al instante, el aire se volvió diez grados más frío. ¿Adónde había ido?

Sobrepasó las raíces con cuidado, pestañeó para quitarse el polvo de la cosecha de los ojos y trató de percibir algo entre la cambiante oscuridad. Entonces, vislumbró un fragmento de algo blanco que desapareció un instante después.

—Sé que lo querías —dijo Roger antes de que los árboles se tragaran sus palabras—. Él también te quería a ti. Perdona por lo que he dicho, todavía no lo he superado.

Su respuesta fue un susurro, o quizá su voz también resultara inaudible debido al apabullante peso de ramas y hojas sobre ellos. Roger dudó y miró hacia atrás. El campo parecía más lejos de lo normal; el día, demasiado oscuro. Nunca le habían gustado los bosques, sobre todo desde que, cuando era un niño, se había perdido en el de Thetford en una excursión del colegio. Había sido menos de una hora, pero, con nueve años, es tiempo más que suficiente. Nada le hacía sentir más pequeño que los árboles, nada le hacía sentir más vulnerable.

—Te diré una cosa —dijo, y se aventuró a seguir una vez más—. Salgamos de aquí. Vamos a tomarnos unas vacaciones e ir a algún sitio.

Una ramita se partió bajo sus pies con un sonido similar al de un disparo. El corazón estuvo a punto de explotarle y se llevó una mano al pecho.

—¿Sally?

Se oyó otro ruido más adelante, pero no parecía provenir de Sally. No era humano, sino un grave gruñido, como el de un perro, aunque más fuerte. Tal vez alguien había llevado a pasear a su mascota por el bosque. No era una ruta habitual, ya que apenas se habían encontrado con nadie en todos los años que llevaban atravesando el campo, pero siempre había nuevos inquilinos que se trasladaban allí gracias a las enormes mansiones en construcción.

Siguió adelante, usando los enormes troncos para estabilizarse a medida que el suelo se hacía más irregular. De vez en cuando, captaba un trozo del abrigo de Sally, cada vez más cerca. Estaba sentada, quizá tumbada. Deseaba que estuviera esperándolo. Tal vez se abrazarían, se disculparían el uno con el otro y volverían a casa. A lo mejor aquella ocasión sería el comienzo de algo nuevo entre ellos, una especie de libertad. Roger entró en un claro de luz con ese pensamiento y sintió una potente descarga de alivio, similar a la alegría. No duró.

Descendió por las raíces de otro árbol, tan gruesas como un torso, y, de repente, allí estaba. Al menos, parte de ella. Un brazo, envuelto en una tela blanca, sobresalía por detrás de una mata de helechos. Estaba retorcido y la mano se movía en el suelo como si le hiciera señas. Ahora que había dejado de andar, se percató de un sonido, algo húmedo, como de dientes masticando.

Abrió la boca para llamar a Sally, pero lo único que encontró en los pulmones fue polvo. Con una mano apoyada en el árbol, dio un paso a un lado, luego otro y, cada vez que lo hacía, más partes de su novia surgían ante él: el codo, el bíceps, el hombro, el cuello…

Al principio, no entendía qué le cubría la piel porque, debido a la oscuridad del bosque, parecía tinta. Sin embargo, al dar otro paso más, vio la sangre en la solapa del abrigo, tan luminosa y roja que parecía falsa. Y aquello fue lo primero que se le pasó por la cabeza; que no era real, que era un truco, una broma. Incluso cuando se acercó a trompicones hasta ella y le vio la cara, con los ojos abiertos, rogándole, desesperada, no podía creérselo; lo que estaba viendo era imposible.

Había algo sentado sobre ella, algo grande, encorvado, con el cuerpo cubierto de mechones de pelo apelmazado, tan oscuro que parecía hecho de humo y sombras. El bloque deforme de su cabeza se irguió durante un instante y olfateó el aire a través de los irregulares agujeros de su nariz. Entonces, hundió el hocico en el pecho de Sally hasta hacerla gruñir.

«¡No!».

Roger no había sentido tanto miedo en su vida. Era como si hubiera una criatura viva dentro de él, fría y oscura. Sally lo miró con la boca abierta, e, incluso en medio de la oscuridad del bosque, Roger comprendió las palabras que articulaba con los labios sangrientos: «Por favor».

Levantó un brazo y la criatura lo sujetó con una pata. Lo intentó de nuevo, como si esperara que Roger le fuera a tomar de la mano para tirar de ella. 

No lo haría. No podía.

La criatura —un perro, seguro, un sabueso— levantó la cabeza de nuevo y miró entre los árboles. Sus ojos eran dos monedas de plata, en las que tan solo había hambre y muerte. Sin embargo, debajo de ellos, lucía una sonrisa casi humana. Olfateó el aire. Miró a Roger mientras Sally trataba de alcanzarlo con sus últimas fuerzas.

«Lo siento», dijo. Lo gritó en su mente con la esperanza de que ella lo oyera a pesar de su silencio, de que le daba la espalda, de que lo único que podía hacer era correr. «¡Lo siento! ¡Lo siento! ¡Lo siento!».

Capítulo uno

Viernes


—¿Qué tal lo llevas, Robbie?

El inspector jefe Robert Kett hizo todo lo posible para no poner mala cara, pero era difícil. El hombre sentado frente a él en aquella salita polvorienta de la parte trasera de la comisaría de policía de Norfolk lucía una expresión que invitaba a pegarle un puñetazo. Con unas mejillas como las de una ardilla y una sucesión de barbillas, todas esforzándose por esconderse detrás de una suave y mullida barba poblada, el tipo parecía completamente el psicólogo que se suponía que era. Pestañeaba tan rápido con sus ojos húmedos que el sonido batiente de estos parecía el de un grifo que gotea.

Sin embargo, era su sonrisa lo que hacía que Kett sintiera ganas de gritar. Era tan suave como el queso y retorcido, con una empatía artificial. Se suponía que debía trasmitir: «Estoy a tu servicio. Siento tu dolor, puedes contármelo todo». Sin embargo, el único mensaje que Kett recibía era: «¡Golpéame tan fuerte como puedas!».

—¿Eh? —preguntó Kett al darse cuenta de que no había escuchado ni una palabra de lo que el hombre había dicho. Levantó la mano y se acarició el hombro mientras notaba el grueso vendaje bajo la camisa. Aún le dolía debido a la herida de arma blanca que había recibido en el último caso, pero los analgésicos lo mantenían bajo control. En ese momento se trataba casi del recuerdo de un dolor que ya no existía.

«Como mi esposa, Billie», pensó. «Un recuerdo, un fantasma».

—Te he preguntado cómo te encuentras —dijo el psicólogo. Era la misma pregunta que todos le hacían desde que se había despertado en el hospital hacía poco más de seis semanas, así que, una vez más, dio la misma respuesta:

—Estoy bien.

Por supuesto, era mentira. Estaba muy lejos de encontrarse bien. La pelea con Raymond Figg le había dejado una herida profunda en el hombro y un horrible tajo en el pecho. Ambas lesiones acabarían curándose, pero sentiría las cicatrices internas el resto de su vida. Aún veía a las tres repartidoras de periódicos, cuyas vidas habían sido robadas y arrastradas al infierno. Atadas, apaleadas y casi asesinadas. Sabía que ahora se encontraban bien porque el comisario Colin Clare lo mantenía informado de su progreso y Maisie y su madre habían ido a visitarlo al pabellón dos veces, pero podría haber acabado peor. Kett no estaba seguro de si alguna vez podría limpiar de su alma el hedor de un caso como ese.

—Robbie —comenzó a decir el psicólogo tras dejar el lápiz y el cuaderno sobre los pantalones beis—. Quizá no te parezca importante, pero pasar una evaluación psicológica es esencial para volver al trabajo. Estoy aquí para ayudarte. Sin embargo, solo podré hacerlo si eres sincero conmigo, si eres directo.

Arrastró la última palabra por la lengua como si fuera un caramelo de menta. Kett sintió que el rostro se le arrugaba al poner mala cara de nuevo y se pasó la mano por el rostro, para ver si así conseguía deshacerse de la expresión. Aparte de la voz nasal del psicólogo, la habitación no podía estar más silenciosa y, de no ser por la ventana del tamaño de un libro en la pared más alejada que dejaba pasar la escasa luz matutina, se habría convencido de que era una tumba. 

Su tumba.

El silencio era casi físico y lo aplastaba contra el asiento. Tomó una bocanada de aire que le envió una descarga de dolor al hombro.

—En primer lugar, no es Robbie, sino inspector jefe Kett —dijo, masticando las palabras.

—Entonces, sigues considerándote policía por encima de todo —contestó el terapeuta sin perder la oportunidad. Tomó el lápiz y garabateó algo. Kett se preguntó si estaría escribiendo las instrucciones para sacar un lápiz que le hubieran metido por el culo porque, si no tenía cuidado, iba a necesitarlas.

—No entiendo la pregunta, señor…, eh… Perdón, me he olvidado de su nombre.

—Llámame Igor —dijo el hombre.

«Igor», pensó Kett mientras recordaba que el terapeuta se había presentado como Igor Dito. «Igor Dito». Algunos nombres lo dicen todo.

—Igor, eso. —Kett se aclaró la garganta—. Me encuentro bien, Igor. Fue un mal caso con algunos tipos malos, pero dos de ellos están muertos y el tercero no va a salir de prisión en décadas, ya nos ocupamos de ello. Estoy vivo, las chicas también y la vida sigue.

—La vida sigue —contestó el hombre, al mismo tiempo que se golpeaba una de las barbillas con el lápiz—. Es una elección interesante como frase.

—¿En serio? —preguntó Kett, confuso de veras.

—¿En serio? —repitió Igor mientras tomaba más notas. Kett examinó la salita y se preguntó si habría alguna cámara, si en cualquier momento los interrumpirían Pete Porter, Kate Cruel y el resto del equipo, partiéndose de risa. Sin embargo, allí no había nada; solo estaban Igor, él y ese silencio horrible.

—Mire, sé por qué estoy aquí —contestó Kett—. Entiendo que necesito pasar una evaluación psicológica, pero, de verdad, estoy bien.

Hizo todo lo posible por sonreír, pero no debió de ser demasiado convincente porque Igor chasqueó la lengua y volvió a apuntar algo en el cuaderno.

—¿Cómo van las cosas en casa? —preguntó el psicólogo.

—Todo bien también —dijo Kett.

Eso no era del todo cierto. Alice, Evie y Moira parecían felices en su nueva casa y las dos primeras habían comenzado a adaptarse al colegio y la guardería. Sin embargo, desde que Kett había vuelto del hospital, una ansiedad se había apoderado de todos ellos. Culpa suya, por supuesto. Las había traído a Norwich para vivir en un lugar seguro y la primera experiencia en la ciudad había sido la del apuñalamiento de su padre. Alice se mostraba más dependiente que nunca y Moira parecía incluso más inquieta que en los días posteriores a la desaparición de Billie.

—Billie.

Kett pronunció su nombre en voz baja, como si de alguna manera aquello pudiera evocarla. Cerró los ojos y la vio allí, pero, más que nunca, parecía un fantasma. Horrorizado, había descubierto en las últimas dos semanas que la imagen de su rostro comenzaba a desvanecerse por los bordes, como si fuera un óleo hundido en el agua. Sabía que tarde o temprano ya no sería capaz de imaginarla…, hasta que volviera, por supuesto, hasta que volviera a su lado.

Suspiró y sintió que el mismo peso oscuro que se le había asentado en el estómago le presionaba el pecho. Algunos lo llamaban el perro negro. Ese sentimiento que, independientemente de lo que hiciera, nunca lo abandonaría ni le haría sentirse bien de nuevo.

—Llevo mucho tiempo en esta profesión —anunció Igor. 

Kett abrió los ojos al notar que, en la penumbra, se le aceleraba el pulso como una luz de discoteca. El psicólogo se inclinó hacia delante—. Tus palabras me dicen una cosa y tu cuerpo, otra. Conozco a los hombres que se encuentran bien, y tú no eres uno de ellos.

—Estoy bien —gruñó Kett—. Limítese a firmar el maldito formulario y deje que vuelva al trabajo.

El psicólogo se dio varios toquecitos con el lápiz en la rodilla y, luego, lo golpeó contra el cuaderno mientras estudiaba a Kett como si fuera una cobaya de laboratorio.

—¿Puedo preguntarte acerca de Billie? —dijo—. De tu esposa.

—Sé quién es, Igor —contestó Kett antes de tragar con fuerza para intentar atemperar la rabia que le crecía en el interior.

—¿Todavía la echas de menos?

Kett tuvo que morderse los labios para detener la diatriba de insultos que amenazaba con salir de ellos. ¿La echaba de menos? ¿Echaba de menos a su esposa después de que la secuestraran en una calle de Londres en pleno día hacía cinco meses? ¿Echaba de menos a la madre de sus hijas, la mujer con la que quería pasar el resto de su vida, la mujer que podría estar muerta, viva o en un estado intermedio, algo de lo que no tenía ni idea, ni puta idea, porque no sabía dónde se encontraba? «Joder, ¿que si echo de menos a mi esposa? ¿Cuál crees que es la respuesta a esa pregunta, puto retrasado?».

—Sí —respondió tras un momento.

Igor tomó nota de aquello antes de volver a inclinarse hacia delante y golpearse ligeramente los dientes con el lápiz.

—Robbie, ¿hay algo…?

—¿Puedo contarle una historia? —lo interrumpió Kett, inclinándose también hacia delante para acercarse lo bastante al psicólogo como para darle un cabezazo si lo necesitaba. Igor tragó saliva, incómodo, pero se mantuvo firme en su posición.

—Claro que puedes —contestó mientras el lápiz seguía haciendo «clac, clac, clac» contra sus incisivos.

—Hace varios años trabajé en un caso —dijo Kett en voz baja—. Fue en Londres. Era un joven agente detective, recién salido del horno. Me enviaron a un almacén cerca de Docklands, un auténtico vertedero. Pete estaba conmigo. Me refiero a Porter. El lugar se había puesto en venta y un tasador había ido para tomar medidas, supongo que para luego construir edificios. La cuestión es que, mientras deambulaba por allí, encontró un cuerpo medio enterrado bajo una sección de tejado, solo con las piernas al descubierto…, un poco como la Bruja Mala del Este. Nos llamó, por supuesto, y me tocó estar al mando. Despejamos el metal y los escombros para obtener una panorámica mejor y vimos que se trataba de un hombre. ¿Sabe cómo murió?

Igor negó con la cabeza, con los ojos tan abiertos que parecían huevos en escabeche. Ahora daba golpecitos con el lápiz a mayor velocidad, como un metrónomo.

—Alguien le había clavado dos lápices en la cara, uno en cada ojo. Ambos habían penetrado la cavidad orbital y perforado el lóbulo frontal, lo habían lobotomizado.

Kett enfatizó la idea mirando el lápiz de Igor, quien detuvo el golpeteo de repente.

—Imagínese la fuerza que se necesita para hacer eso —dijo—. Introducir un lápiz en el cráneo a alguien. Sin embargo, se puede.

Era difícil saberlo debido a la oscuridad de la sala, pero parecía que la sangre había abandonado el rostro de Igor. Se echó hacia atrás y dejó el lápiz en el escritorio antes de mirar a Kett. Abrió la boca para decir algo, pero volvió a girarse hacia la mesa, abrió un cajón y lo metió dentro.

—Eh… —dijo mientras cerraba el cajón.

—Exacto, eh —contestó Kett—. Un giro interesante. Entonces, ¿qué, Igor, va a firmarme la autorización?

Antes de que el psicólogo pudiera contestar, alguien llamó a la puerta. No esperó a que respondieran antes de abrir y a Kett le sorprendió el alivio que sintió al ver el ceño fruncido del comisario Clare.

—Perdone —dijo Igor—. No puede estar aquí. Es una sesión confidencial.

—Oh, cállese, Dito, pedazo de majadero —respondió Clare—. Autorícele, ¿quiere?

—Por nada del mundo haría tal cosa —contestó Igor, negando con la cabeza—. Debe entender que el inspector jefe Kett ha sufrido varios traumas físicos y psicológicos a manos de un peligroso criminal, que sufre ansiedad y, seguramente, depresión, y que el incidente de su esposa desaparecida lo ha marcado, además de proporcionarle el potencial suficiente para volverse peligroso e imprudente. En su interior tiene una vena autodestructiva que podría hincharse en cualquier momento y llevarse a todos por delante. No está lo bastante recuperado para asumir ningún deber. Necesita descansar, tiempo con sus hijas y reunirse conmigo una vez a la semana, hasta que se recupere.

—Nos urge que le dé el visto bueno —dijo Clare—. Y lo va a hacer ahora mismo o le juro por Dios que lo encierro aquí y le meto la llave por el culo a tal profundidad que tendrá que esperar una semana para verla aparecer de nuevo. Lo necesitamos, y lo necesitamos ya.

—¿Por qué? —preguntó Kett.

Clare se giró hacia él con expresión sombría.

—Porque tenemos en el bosque a una mujer muerta y a una bestia suelta.

Capítulo dos


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